La guerra es eso que hace un
hombre (pocas veces las mujeres) buscando un grado de infelicidad común que
impide al ser humano sentirse pleno. La guerra es eso que siega la vida de
millones de personas al cabo del año y lo hace a cambio de nada. La guerra es
eso que nos pasa factura durante décadas y convierte las sociedades en
hervideros que preparan el siguiente conflicto como si fuera la cosa más normal
de las que pueda hacer alguien en este mundo.
Pero, aun siendo un verdadero
desastre, en una guerra cabe todo. Incluso la bondad y el arte. Es algo tan
extraño eso de matarse unos a otros que cualquier cosa puede pasar alrededor de
un conflicto en el que miles de vidas desaparecen cada jornada. Nadie debe
escandalizarse con esto. ¿Cuántos cuadros representando batallas y escenas
violentas hay en los museos de todo el mundo?
Pierre Lemaitre entregó un relato
estupendo titulado como la película de Albert Dupontel. ‘Nos vemos allá arriba’.
Una novela excelente que fue premiada con el Goncourt en 2014. Por ello,
resulta una paradoja que la película tenga las fortalezas colocadas en lugares
diferentes al guion. Dupontel adapta bien el texto de Lemaitre, pero olvida que
una novela no es un guion y que la literatura no es cine. En cualquier caso, no
se trata de un libreto especialmente flojo. No, el problema es que la película
está a un nivel técnico asombroso y el guion no lo está. Ni más ni menos. Está
bien, pero no es suficiente.
Ahora bien, ‘Nos vemos allá
arriba’ (‘Au revoir là-haut’, 2017) es una película estupenda. La puesta en
escena es un primor. Todos los detalles parecen estar cuidados al máximo, la
sensación de uniformidad es aplastante. El vestuario extraordinario. Pocas
veces la integración de ese vestuario en la paleta de colores que se despliega
en pantalla fue tan importante. La peluquería y el maquillaje exactos.
La cámara de Abert Dupontel se
mueve con elegancia, a veces a una velocidad imposible sin que moleste al
espectador. Los planos secuencia (los del arranque de la película
especialmente) están justificados y su utilidad para la estructura narrativa es
absoluta. Los planos cortos buscando lo mejor de la interpretación de Nahuel
Pérez Biscayart se entregan desde el mejor de los encuadres. En este caso es
especialmente importante ese acierto puesto que el argentino se pasa el noventa
por ciento del tiempo tras una máscara. Le quedan los ojos y el movimiento
corporal para encarnar un papel lleno de matices que, además, es entrañable. El
realizador Dupontel, encarna a otro de los personajes protagonistas. Si Pérez
Biscayart intenta representar esa zona que ocupa el arte dentro de un
conflicto, una estética de la violencia que existe aunque resulte dolorosa;
Dupontel defiende un personaje que representa la bondad, la esencia blanca y
cristalina que un ser humano conserva aunque tenga que vivir el peor de los
momentos de su vida. El resultado pendula entre lo patético y lo irónico, entre
lo bello y lo repugnante.
El argumento tiene algún problema
de profundidad al armarse con una serie de subtramas que van debilitando el
cuerpo central narrativo y que, a cambio, aportan poca cosa. Por ejemplo, la
relación de un antiguo oficial que estuvo al mando de los protagonistas durante
la guerra pierde potencia a medida que avanza el relato cuando es fundamental.
Queda prendida con alfileres a costa de imágenes espectaculares que presentan
una fiesta maravillosa por loca y divertida. Pero, hay que insistir, se perdona
puesto que el conjunto es una maravilla. Y porque nos dibujan nuestro propio
universo en un ámbito que pertenece a la ficción. De eso va el arte, de
colocarnos al lado de lo que somos para que nos entendamos.
Merece la pena acercarse y echar un vistazo a
este trabajo entrañable, espectacular, colorista, sorprendente, honesto y
divertido. Si alguien ha leído la novela no debe preocuparse. Aunque la
adaptación es cercana al original, la puesta en escena convierte la trama
conocida en una carga llevadera. Es más, creo que conviene leer la novela antes
de mirar la pantalla.
Nirek Sabal