‘Érase una vez en Anatolia’ (‘Bir
zamanlar Anadolu’da’, 2011) es una película del gran realizador turco Nuri
Bilge Ceylan; una película que posee una característica que los amantes del
cine aprecian especialmente: se logra disfrutar, se saborea secuencia a secuencia
con mayor intensidad que cuando se está viendo. ‘Érase una vez en Anatolia’ es
una road movie a la turca de gran
interés y de gran intensidad.
Arranca la cinta con una escena
que sirve de prólogo y, sobre todo, de declaración de intenciones del
realizador. La cámara se centra en el vidrio de una ventana. Está sucio, no
deja ver apenas contornos o sombras. Pero gracias a la cámara y al enfoque
terminamos viendo a los tres hombres que comen y conversan, tres hombres
importantes en la trama. Todo lo que veremos en la película estará tras un
vidrio, tendremos que enfocar y mover nuestra consciencia para ver, para
entender. Y toda la trama estará difuminada; los detalles no aparecerán con
claridad, a veces, ni se perfilarán como posibilidad.
‘Érase una vez en Anatolia’ es
una película de personajes. Funciona de forma coral y los diferentes puntos de
vista son fundamentales para que podamos componer el puzle que nos propone
Ceylan. Un fiscal, un médico y el viento, son los encargados de sostener la
tensión narrativa y el ritmo del relato. En esta película no pasa gran cosa...
aparentemente. Ceylan sabe que el espectador debe reconocer el motor y deja
claro qué es cada cosa. El viento es una de esas voces narrativas que arrastran
a la reflexión de los personajes, que obliga a que sucedan cosas importantes en
la trama.
Serán tres las formas de entender
la realidad que Ceylan nos acerca en la película. El comisario de policía ve al
sospechoso de asesinato como un objeto del que hay que sacar información, y la
utilidad del viaje emanará de lograr el objetivo. No hay matices para él:
confiesa o no lo hace; merece la pena el trayecto o no. Sin embargo, el fiscal
sabe que esos matices existen, que es lo que explica las cosas, que la verdad
no es simple ni se puede extraer a golpes. El médico, por su parte, cree en la
ciencia, en que la verdad es una y se puede descubrir gracias a la razón. Todo
es material y lo espiritual forma parte de la fantasía del ser humano. El
comisario quiere encontrar el cadáver, el fiscal se deja llevar por la
incomprensión que rebosa del universo creado en la mente de un asesino y el
médico trata de comprender para deducir qué razón ha sido la que ha hecho matar
a un hombre. Por cierto, el asesino está encarnado por un excelente Firat
Tanis. Gestualmente, es impresionante el trabajo que hace. Sentimos con él y
nos conmociona todo lo que le sucede. Hay que señalar que Ceylan acerca mucho
la cámara a los rostros y, así, logra que todo parezca más humano.
Por otra parte, las mujeres no
salen beneficiadas en el dibujo de Ceylan. La esposa del comisario condiciona
la vida del hombre de forma estúpida, exigiendo y recordando las carencias a su
esposo; la mujer del fiscal aparece como un ser cruel hasta más no poder (la
historia que va contando ese hombre, a lo largo de la película, es la muestra
perfecta de una tensión narrativa lograda desde el silencio); la esposa del
hombre muerto aparece para condenar con la mirada al asesino que, todo hay que
decirlo, seguramente ha cometido el crimen por ella. Intuimos que ese crimen es
pasional al ver mirar a una mujer; y eso es muy difícil de conseguir. Solo la
joven hija de un alcalde aparece en pantalla con aspecto angelical aunque es
verdad que los hombres que la miran creen estar viendo visiones.
Los paisajes son espléndidos, la
tensión narrativa se va acumulando hasta ser casi insoportable, el ritmo es
pausado, los diálogos van de lo cómico e irrelevante a lo profundo y vital. La
película es un esfuerzo constante por mostrar una faceta de la realidad de gran
importancia (crímenes, justicia, ciencia) que es, en realidad, muy humana y
resulta algo cutre si se mira desde una distancia corta. Lo del CSI televisivo
es una imagen distorsionada por completo.
Maravillosa película.
G. Ramírez