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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




La guerra es eso que hace un hombre (pocas veces las mujeres) buscando un grado de infelicidad común que impide al ser humano sentirse pleno. La guerra es eso que siega la vida de millones de personas al cabo del año y lo hace a cambio de nada. La guerra es eso que nos pasa factura durante décadas y convierte las sociedades en hervideros que preparan el siguiente conflicto como si fuera la cosa más normal de las que pueda hacer alguien en este mundo.

Pero, aun siendo un verdadero desastre, en una guerra cabe todo. Incluso la bondad y el arte. Es algo tan extraño eso de matarse unos a otros que cualquier cosa puede pasar alrededor de un conflicto en el que miles de vidas desaparecen cada jornada. Nadie debe escandalizarse con esto. ¿Cuántos cuadros representando batallas y escenas violentas hay en los museos de todo el mundo?

Pierre Lemaitre entregó un relato estupendo titulado como la película de Albert Dupontel. ‘Nos vemos allá arriba’. Una novela excelente que fue premiada con el Goncourt en 2014. Por ello, resulta una paradoja que la película tenga las fortalezas colocadas en lugares diferentes al guion. Dupontel adapta bien el texto de Lemaitre, pero olvida que una novela no es un guion y que la literatura no es cine. En cualquier caso, no se trata de un libreto especialmente flojo. No, el problema es que la película está a un nivel técnico asombroso y el guion no lo está. Ni más ni menos. Está bien, pero no es suficiente.

Ahora bien, ‘Nos vemos allá arriba’ (‘Au revoir là-haut’, 2017) es una película estupenda. La puesta en escena es un primor. Todos los detalles parecen estar cuidados al máximo, la sensación de uniformidad es aplastante. El vestuario extraordinario. Pocas veces la integración de ese vestuario en la paleta de colores que se despliega en pantalla fue tan importante. La peluquería y el maquillaje exactos.

La cámara de Abert Dupontel se mueve con elegancia, a veces a una velocidad imposible sin que moleste al espectador. Los planos secuencia (los del arranque de la película especialmente) están justificados y su utilidad para la estructura narrativa es absoluta. Los planos cortos buscando lo mejor de la interpretación de Nahuel Pérez Biscayart se entregan desde el mejor de los encuadres. En este caso es especialmente importante ese acierto puesto que el argentino se pasa el noventa por ciento del tiempo tras una máscara. Le quedan los ojos y el movimiento corporal para encarnar un papel lleno de matices que, además, es entrañable. El realizador Dupontel, encarna a otro de los personajes protagonistas. Si Pérez Biscayart intenta representar esa zona que ocupa el arte dentro de un conflicto, una estética de la violencia que existe aunque resulte dolorosa; Dupontel defiende un personaje que representa la bondad, la esencia blanca y cristalina que un ser humano conserva aunque tenga que vivir el peor de los momentos de su vida. El resultado pendula entre lo patético y lo irónico, entre lo bello y lo repugnante.

El argumento tiene algún problema de profundidad al armarse con una serie de subtramas que van debilitando el cuerpo central narrativo y que, a cambio, aportan poca cosa. Por ejemplo, la relación de un antiguo oficial que estuvo al mando de los protagonistas durante la guerra pierde potencia a medida que avanza el relato cuando es fundamental. Queda prendida con alfileres a costa de imágenes espectaculares que presentan una fiesta maravillosa por loca y divertida. Pero, hay que insistir, se perdona puesto que el conjunto es una maravilla. Y porque nos dibujan nuestro propio universo en un ámbito que pertenece a la ficción. De eso va el arte, de colocarnos al lado de lo que somos para que nos entendamos.

Merece la pena acercarse y echar un vistazo a este trabajo entrañable, espectacular, colorista, sorprendente, honesto y divertido. Si alguien ha leído la novela no debe preocuparse. Aunque la adaptación es cercana al original, la puesta en escena convierte la trama conocida en una carga llevadera. Es más, creo que conviene leer la novela antes de mirar la pantalla.

Nirek Sabal



Con 'Piano Blues' en pantalla, si alguien le pegara con cola los zapatos al suelo no podría evitar que usted se los quitase para poder seguir el ritmo. Porque esta película es una joya que contiene blues de gran categoría. Ya sabe usted que el jazz despojado se su estructura modal deja al descubierto el swing; y que ese swing envuelve al blues. Pero esto pasa en cualquier tipo de música moderna. Todo es blues. El pop lo es, el rock, el soul... 'Piano Blues' es una película documental de Clint Eastwood. Lo que hace Eastwood es ir charlando con músicos vivos sobre su propia música y sobre la que más ha influido en cada uno de ellos, es decir, habla con ellos de su propia vida. Pero no habla con cualquiera. Ray Charles, Dave Brubeck, Dr. John o Marcia Ball, son algunos de sus invitados. Les escuchamos contar y les escuchamos tocar. No hace falta decir que resulta muy agradable y toda una lección de lo que es interpretar una pieza de jazz al piano.

A medida que fluyen las conversaciones van apareciendo nombres míticos. Y, lógicamente, Eastwood nos regala imágenes y sonido de actuaciones de músicos que fueron claves en el desarrollo del blues. Art Tatum tocando 'Humoresque', con la mano derecha potente y la izquierda a una velocidad imposible. El Stride de Harlem interpretado por Dorothy Donegan. Otis Spann al piano para dejar una versión de 'Blues Don’t Like Nobody' que quita el hipo. El sorprendente Nat King Cole (al que muchos recuerdan como cantante y solo como cantante) al piano interpretando 'It’s Better to Be Yourself'. Y cantando, claro. Y muchos más.

Los noventa minutos de película resultan emocionantísimos. Eso es lo que busca Eastwood. Porque el lugar que ha ocupado el piano desde los años 20 del siglo pasado en la música jazz ha sido especialmente importante. Esta música, la música norteamericana en general, no se puede comprender sin escuchar a Duke Ellington o a Count Basie (también aparecen en el documental) y su aportación desde el piano.

Si echan un vistazo a la cinta presten atención a la versión de 'Boogie Woogie Dream' de Pete Johnson y Albert Ammons; y a la que Ellington y Ray Charles hacen de 'Duke’s Place'. 

La película se puede encontrar en formato Dvd dentro de la colección The Blues que presenta Martin Scorsese. Y no está traducida al español. Se puede ver en inglés. Sin subtítulos.

Nirek Sabal

 


Es una pena que películas tan bien planteadas y soportadas por un guion tan sólido como es el caso de ‘La fuente de las mujeres’ se queden a medio camino por los miedos del realizador, por no querer molestar a nadie. Divertida y amable aunque podría haber sido extraordinaria.

La igualdad entre hombres y mujeres es eso que todo el mundo parece desear y que nunca llega. Algo que vende mucho entre los hombres respecto a las mujeres y poco más. Es verdad que, poco a poco, se han ido consiguiendo rebajar diferencias; tan verdad como que el problema parece eterno.

Este es el asunto que aborda el realizador Radu Mihaileanu en su película «La fuente de las mujeres». Un trabajo que, si bien es agradable y muestra aspectos técnicos notables, se queda a mitad de camino en su propuesta. El problema fundamental es que son tantos los anclajes que busca que todo se queda en la superficie. Hay que insistir en que el rato que ofrece es amable y ameno.

Radu Mihaileanu busca un montaje entre lo visual y lo narrativo que ya le ha funcionado bien en otras películas (en esta también), un guion entre la comedia y el drama que evita los puntos conflictivos y, así, los ataques frontales de un sector contrario a la idea que defiende (ese cuidado con el que anda el realizador es irritante), un contraste perpetuo entre los buenos y los malos excesivo. Con todo ello, la cosa queda en un sí, pero no. Y es una pena porque la película arranca con fuerza y claridad para que todo se difumine entre bondades y medias tintas.

Ahora bien, lo que se quiere contar se cuenta con claridad y fuerza.

Todo ocurre en un poblado, que podría ser cualquiera del norte de África, en el que no hay agua, en el que las tradiciones se muestran tercas, en el que la sequía agota la supervivencia de todos, en el que la religión ordena todo desde una interpretación errónea. Una de las mujeres promueve una pequeña revolución para conseguir que los hombres modifiquen sus actitudes con respecto a las mujeres (Aristófanes ya hizo esto en sus comedias. El mito de Lisístrata es de donde sale la idea para esta película). Y, a partir de aquí, todo se desarrolla en clave de enfrentamiento de sexos.

Se acompaña la acción de una banda sonora magnífica soportada sobre música tradicional árabe. Sería imposible entender el relato sin esas canciones, sin saber lo que dicen unos y otros al cantar. Casi siempre son las mujeres las protagonistas y si son los hombres los que interpretan alguna canción es para terminar haciendo el ridículo. El realizador utiliza esto para explicar la falta de sensibilidad ante la belleza del género masculino. Pocas veces la música matiza tan bien y hace avanzar la acción con tanta fuerza como en este trabajo.

Las interpretaciones son estupendas. La dirección actoral no presenta fisuras y todos los que aparecen en la pantalla parecen integrados en el proyecto. La actriz principal, Leila Bekhti, sobresale de forma especial. Por su trabajo y por su belleza. Su personaje es el eje de la narración y ella lo sabe. Pone toda la carne en el asador desde el principio y los problemas de la película quedan en segundo plano. Hafsia Herzi defiende su papel más que bien y Biyouna (viejo rifle en la película) hace una labor espléndida.

La fotografía bien, el sonido muy bien, el montaje excelente. Vestuario y maquillaje notables. Todo bien salvo ese afán por contar todo y dejar lo fundamental algo olvidado. Parece más una excusa para hacer el resto del trabajo que lo esencial del relato.

Ahora bien, si 'La fuente de las mujeres' sirve para que, efectivamente, las cosas cambien, ese quedarse entre dos aguas será bienvenido. De hecho, recomiendo que todo el mundo la vea. Se pasa un rato muy agradable. Hay emoción, uno sabe lo que le están diciendo y la película deja un poso en la conciencia de cualquiera.

Si ver cine en versión original es siempre recomendable, en este caso, es casi imprescindible. Es un esfuerzo que merece mucho la pena.

Nirek Sabal

‘Érase una vez en Anatolia’ (‘Bir zamanlar Anadolu’da’, 2011) es una película del gran realizador turco Nuri Bilge Ceylan; una película que posee una característica que los amantes del cine aprecian especialmente: se logra disfrutar, se saborea secuencia a secuencia con mayor intensidad que cuando se está viendo. ‘Érase una vez en Anatolia’ es una road movie a la turca de gran interés y de gran intensidad.

Arranca la cinta con una escena que sirve de prólogo y, sobre todo, de declaración de intenciones del realizador. La cámara se centra en el vidrio de una ventana. Está sucio, no deja ver apenas contornos o sombras. Pero gracias a la cámara y al enfoque terminamos viendo a los tres hombres que comen y conversan, tres hombres importantes en la trama. Todo lo que veremos en la película estará tras un vidrio, tendremos que enfocar y mover nuestra consciencia para ver, para entender. Y toda la trama estará difuminada; los detalles no aparecerán con claridad, a veces, ni se perfilarán como posibilidad.

‘Érase una vez en Anatolia’ es una película de personajes. Funciona de forma coral y los diferentes puntos de vista son fundamentales para que podamos componer el puzle que nos propone Ceylan. Un fiscal, un médico y el viento, son los encargados de sostener la tensión narrativa y el ritmo del relato. En esta película no pasa gran cosa... aparentemente. Ceylan sabe que el espectador debe reconocer el motor y deja claro qué es cada cosa. El viento es una de esas voces narrativas que arrastran a la reflexión de los personajes, que obliga a que sucedan cosas importantes en la trama.

Serán tres las formas de entender la realidad que Ceylan nos acerca en la película. El comisario de policía ve al sospechoso de asesinato como un objeto del que hay que sacar información, y la utilidad del viaje emanará de lograr el objetivo. No hay matices para él: confiesa o no lo hace; merece la pena el trayecto o no. Sin embargo, el fiscal sabe que esos matices existen, que es lo que explica las cosas, que la verdad no es simple ni se puede extraer a golpes. El médico, por su parte, cree en la ciencia, en que la verdad es una y se puede descubrir gracias a la razón. Todo es material y lo espiritual forma parte de la fantasía del ser humano. El comisario quiere encontrar el cadáver, el fiscal se deja llevar por la incomprensión que rebosa del universo creado en la mente de un asesino y el médico trata de comprender para deducir qué razón ha sido la que ha hecho matar a un hombre. Por cierto, el asesino está encarnado por un excelente Firat Tanis. Gestualmente, es impresionante el trabajo que hace. Sentimos con él y nos conmociona todo lo que le sucede. Hay que señalar que Ceylan acerca mucho la cámara a los rostros y, así, logra que todo parezca más humano.

Por otra parte, las mujeres no salen beneficiadas en el dibujo de Ceylan. La esposa del comisario condiciona la vida del hombre de forma estúpida, exigiendo y recordando las carencias a su esposo; la mujer del fiscal aparece como un ser cruel hasta más no poder (la historia que va contando ese hombre, a lo largo de la película, es la muestra perfecta de una tensión narrativa lograda desde el silencio); la esposa del hombre muerto aparece para condenar con la mirada al asesino que, todo hay que decirlo, seguramente ha cometido el crimen por ella. Intuimos que ese crimen es pasional al ver mirar a una mujer; y eso es muy difícil de conseguir. Solo la joven hija de un alcalde aparece en pantalla con aspecto angelical aunque es verdad que los hombres que la miran creen estar viendo visiones.

Los paisajes son espléndidos, la tensión narrativa se va acumulando hasta ser casi insoportable, el ritmo es pausado, los diálogos van de lo cómico e irrelevante a lo profundo y vital. La película es un esfuerzo constante por mostrar una faceta de la realidad de gran importancia (crímenes, justicia, ciencia) que es, en realidad, muy humana y resulta algo cutre si se mira desde una distancia corta. Lo del CSI televisivo es una imagen distorsionada por completo.

Maravillosa película.

G. Ramírez

Magnífica película de Terrence Malick que, como siempre, entusiasma tanto como ocasiona rechazo. Buena dirección, excelente fotografía, una banda sonora estupenda y la invitación a una reflexión necesaria.

Terrence Malick nos tiene acostumbrados a inmersiones en esa zona de la realidad que no podemos ver aunque existe, en esa zona de la realidad en la que sucede lo esencial, en la que las personas nos jugamos el tipo y damos la verdadera talla (si es que la damos alguna vez).

‘Vida oculta’ (‘A Hidden Life’, 2019) plantea cómo podemos cambiar el mundo por pequeños que seamos, cómo lo que hacemos hace que el timón se mueva ligerísimamente y provoca que los que nos rodean modifiquen el rumbo que hace del mundo un lugar mucho mejor. Termina la película con una cita de la novela de George Eliot, seudónimo de Mary Anne Evans, ‘Middlemarch’, que dice lo siguiente: ‘The growing good of the world is partly dependent on unhistoric acts; and that things are not so ill with you and me as they might have been, is half owing to the number who lived faithfully a hidden life, and rest in unvisited tombs’.(‘El creciente bien del mundo depende en parte de actos no históricos; que a ti y a mí las cosas no nos vayan tan mal como podrían haber ido, se debe en parte al número de los que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas no visitadas’).

La historia de Franz Jägerstätter (1907-1943) y Fani Schwanninger (1913-2013) es, sencillamente, apabullante. Al menos la versión de Malick lo es. Indaga el realizador en la zona espiritual del protagonista que no claudicará ante la amenaza, ante la violencia o el dolor. Franz quiere hacer lo correcto porque es lo que toca y no cede ni un milímetro. Fani acompaña a su marido envolviendo en comprensión y amor un destino elegido desde el libre albedrio. Y es este el tema de la película de Terrence Malick. Franz sabe que el libre albedrio le hace ser libre y responsable de sus actos; Franz sabe que estar en la cárcel no le priva de su libertad (así lo dice de forma expresa). Y Malick busca explicaciones y aristas a ese libre albedrio. Y busca las consecuencias que, en este caso, son la incredulidad de los enemigos de Franz, o cómo se postran ante la dignidad del hombre, o cómo no entienden lo que les acaba de suceder tras hablar con el campesino.

La fotografía de la película es espectacular. La firma Jörg Widmer. Busca la belleza y el contraste con la aridez de un tipo de vida alejada del entorno natural, de lo espiritual. Y se acompaña de una partitura de enorme belleza. James Newton Howard recopila temas clásicos y los alterna con originales que se compensan entre sí.

Malick deja que sus actores y actrices se quiebren, que se dejen llevar por los impulsos más naturales y profundos. Aproxima la cámara hasta el extremo en los primeros planos para que las facciones nos dejen ver el sufrimiento, la alegría o el dolor. August Diehl (Franz) está muy bien y muy contenido aunque es Valerie Pachner (Fani) la que logra defender su papel con más fuerza y brillantez. Bruno Ganz tiene un papel muy corto, pero logra que entendamos que los secundarios de la película son la clave para entender que lo que sucede es que el mundo está cambiando porque ellos no pueden seguir por el mismo camino que transitaban hasta cruzarse con Franz.

 Tal vez falta en ‘Vida oculta’ algo más de arraigo en la realidad que sí podemos ver, oler o tocar. La mística de Malick llega a un extremo que impide que esa zona de nuestra realidad quede algo difuminada. Las hijas de Franz, una clara alegoría de la alegría y del amor humano, aparecen aunque no sabemos sus nombres, aparecen pero no sabemos lo que piensan (solo en una carta de la madre descubrimos que una de ellas espera ver a su padre de vuelta en cualquier momento y quiere reservar comida; un toque de humanidad que resulta muy emocionante).

Terrence Malick bucea en el otro lado; nos deja pensando en la butaca; Malick nos muestra la belleza como último recurso y el amor como herramienta fundamental. Es necesario ver su cine aunque la angustia nos acompañe un par de días. Porque la poesía ha explicado al ser humano lo que es el mundo desde el principio de los tiempos y el cine de Malick es poesía pura.

G. Ramírez

Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix en 'The Master'

‘The Master’ es una de esas películas que cautiva, que enamora, que atrapa sin ofrecer una trama de gran ritmo o con grandes giros argumentales. Esta es una película en la que prima el dibujo de un universo completo que nos permiten ver durante unos minutos y desde distintos lugares. Una de las películas más interesantes y magnéticas de este siglo.

Esta película de Paul Thomas Anderson,’ The Master’ (2012), es dura, correosa, aparentemente inconexa, alejada de una trama dinámica y de gran tensión. ‘The Master’ es una especie de ventana que da a un universo en el que lo que pasa no es lo más importante. Son las relaciones entre los personajes, son los conflictos internos de cada uno de ellos, son las imperfecciones de los hombres y mujeres que habitan ese mundo lo que nos enseñan. Vamos viendo cosas. Un poco aquí, algo importante más allá, volvemos al pasado y recordamos que todo empezó durante una guerra... Los personajes no evolucionan demasiado, pero es que el mundo no evoluciona demasiado.

El guion de Paul Thomas Anderson (sí, también es el guionista) nos lleva hasta el final de la II Guerra Mundial. Jóvenes destrozados psicológicamente. Decenas de miles de hombres regresaban a un país en el que no había caído una sola bomba. Aunque un país con sus jóvenes deshechos es un país con dificultades. Freddie Quell es uno de esos chicos. Desquiciado, alcohólico y con una historia de amor mal resuelta que le martiriza. Improvisa unos cócteles en los que incluye líquido refrigerante o cualquier cosa que se pueda beber. Tóxico y peligroso. Pero emborracha y deja la mente frita. Y siempre hay alguien que aprovecha la situación. Lancaster Dodd es un charlatán con gran carisma. Este improvisa el discurso que se va consolidando como una nueva religión que servirá a un país a superar sus dificultades. Lancaster Dodd posiblemente está inspirado en el padre de la Cienciología L. Ron Hubbard. Del mismo modo que Freddie Quell representa la parte más animal del ser humano, Dodd es el retrato del territorio más racional de la persona. Cuando se conocen Dodd y Quell, el primero adopta al joven alcohólico (a veces parece su mascota, a la que educa y trata de modificar a su antojo) y entablan una relación llena de aristas que, inmediatamente, es cuestionada por Peggy, la esposa de Dodd. Y no crean que hay mucho más. Sin embargo, las imágenes hipnotizan, enamoran; las interpretaciones son monumentales. Joaquin Phoenix hace suyo el personaje hasta hacernos creer que es, en realidad, ese personaje. Resulta difícil separar una cosa de otra. Un trabajo impresionante. Philip Seymour Hoffman es la mezcla de magnetismo y repulsión hecha realidad, eso que todo líder de una secta necesita para hacerse importante. El trabajo de este actor (¡qué voz tan apasionante!) tira de espaldas. Amy Adams aparece perversa, oscura, perfecta. Nunca la habíamos visto igual.

Philip Seymour Hoffman y Joaquin Phoenix

Paul Thomas Anderson intenta continuar con la búsqueda de la esencia del ser humano. Si en ‘There Will Be Blood’ indagaba en la raíz de la violencia, en ‘The Master’ lo hace en la inestabilidad emocional, en la fragilidad de la mente humana. Interesante y necesaria esta película.

La fotografía de Mihai Malaimare Jr. es espectacular. La película se grabó con cámaras enormes de 65 m. m. y hubo que reducir los campos para adaptar el trabajo al formato convencional. La factura es impecable y recuerda mucho a las escuelas europeas. Vestuario, peluquería y maquillaje, perfectos. Puesta en escena elegante, sobria. Exquisita la partitura de Jonny Greenwood. Y montaje exigente aunque resulta todo un reto que el espectador recibe con alegría. Es tal la calidad de la película que merece la pena. Sin duda alguna.

Nirek Sabal

La octava entrega de la serie protagonizada por James Bond coincidía con la presentación de Roger Moore en el papel protagonista. Comenzaba, por tanto, una racha de las malas para 007. La pero de todas para ser exacto. ‘Vive y deja morir’ es la adaptación al cine de la novela homónima de Ian Fleming ‘Live And Let Die’ y fue dirigida por Guy Hamilton, un realizador que ya había firmado una película anterior de la saga (‘James Bond contra Goldfinger’, 1964). Se estrenó el año 1973 y los productores seguían siendo Saltzman y Broccoli.

La película es flojita y no tiene nada que se pueda salvar de la irrelevancia o de la mediocridad.

James Bond sigue siendo mujeriego, elegante e irónico aunque ya no bebe martinis, ya no lleva sombrero y fuma puros en lugar de cigarrillos. Moore trata de suavizar la dureza de carácter del personaje aunque lo convierte en un ser bastante prescindible. Por otra parte, el villano, Dr. Kananga o Mr. Big, no termina de funcionar; de la novela al cine pierden su esencia por completo.

Si bien es cierto que el arranque de la película es prometedor, todo se viene abajo entre chistes bobos, excesos argumentales, escenas imposibles y una incoherencia fuera de lo normal. Persecuciones sin emoción, ‘gadgets’ bastante normaluchos y poco más.

La participación femenina en la película, miss Caruso (Rose Carter), Solitaire (Jane Seymour) y Rosie Carver (Gloria Hendry) se limita a lo superficial del personaje y a servir de forma casi absurda a los intereses del personaje principal. Para ser justo tengo que decir que Jane Seymour está guapísima y aporta un toque simpático al desastre general.

Firma la partitura George Martin, antiguo productor de los Beatles, y presenta una atractiva mezcla de ritmos pop y funk que se van entrelazando con el tema original de la serie. La canción central y más importante es de Paul y Linda McCartney y fue nominada al Premio Oscar a la Mejor canción que perdió ante ‘The Way We Were’.

En definitiva, no se puede decir de esta película nada bueno sin ser condescendiente. Se trata de una comedia muy superficial que no ha resistido el paso del tiempo y que tampoco resistió los primeros cinco minutos tras el estreno.

Desde la primera escena, todo se tiñe de chiste fácil, de cine barato y las escenas hacen gala de ello. Un ejemplo que no pasa desapercibido se encuentra la final de la película: Bond introduce en la boca del villano una bala de aire comprimido; el villano explota tras inflarse como un globo de feria y no deja ni una mancha en las paredes; llega la chica Bond y pregunta por el terrible hombre que acaba de morir y Bond le dice ‘Querida, estaba tan hinchado de orgullo que estalló’. Y así casi todo.

G. Ramírez

El año 2014 nos dejó varias películas importantes. Una de ella fue ‘Leviathan’ del realizador ruso Andrey Zvyagintsev. Paisajes salvajes, destrucción salvaje de la sociedad y de un Estado, salvaje viaje a los infiernos de los protagonistas. Película tensa, de ritmo pausado. Película estupenda.

El Leviatán es una bestia que creó Dios y que se vincula con el mismísimo diablo. Y cuando todo es adverso, cuando la desintegración del universo se va a producir o se está produciendo, se denomina con ese nombre al momento crítico. Leviatán es sinónimo de destrucción, de monstruosidad.

Andrey Zvyagintsev es un realizador ruso que va creciendo con rapidez. Se le ha comparado en numerosas ocasiones con Andrei Tarskovsky aunque en 'Leviathan' (2014) tiene poco que ver con el que ha sido el mejor director ruso de todos los tiempos. Es un buen director, un buen guionista y su personalidad comienza a ser más importante que los parecidos. Logra, con este trabajo, mostrar una madurez impecable. La película, por cierto, tiene mucho que ver con la obra de Thomas Hobbes que los absolutistas conocen tan sumamente bien.

Kolya (Vladimir Vdovichenkov defiende su papel con gran solvencia) es dueño de un pequeño terreno donde está situada la casa familiar en la que vive con su esposa Lilya (Elena Lyadova, estupenda) y tiene su taller mecánico. El alcalde del pueblo quiere ese terreno para construir en su propio beneficio. Su abogado y antiguo compañero del ejército (Aleksey Serebryakov logra una interpretación maravillosa) amenaza al político para que pague una cantidad importante a Kolya. Y comienzan los problemas.

La acción se desarrolla a orillas del mar de Barents, al norte de Rusia. Los parajes aparecen como si estuvieran en plena decadencia, a punto de diluirse. Para ello, el fotógrafo Mikhail Krichman despliega la paleta de tonos azulados y grises infalibles. Son demoledoras algunas de las imágenes y nos recuerdan que nos están contando el éxito de la maldad, del fin. La imagen icónica es la que nos presenta los restos óseos de una ballena varada que sirve como metáfora de lo que sucede. La corrupción brutal que todo lo devora (el alcalde del pueblo es un tipo bajito, gordito, estrábico y muy mala persona; es la encarnación de ese derrumbamiento político de todo un Estado y de la lucha por mantener su estatus por parte de lo peor de la clase política), eso es ese anima varado. Pero también es el callejón sin salida en el que se encuentra la mujer de Kolya obligada a vivir en un lugar terrible con un hombre al que ha dejado de amar y un adolescente insoportable. Pero también lo es el abogado que cree que el mundo es lo mismo que la ley olvidando que el mundo es mucho más que eso. Pero también es un mundo reducido a un esqueleto inservible que todo lo convierte en inservible. Y lo es el destino de un adolescente solo en el mundo y que solo servirá para que otros reciban una ayuda por parte del Gobierno.


El ritmo narrativo va de menos a más. La película es pausada, el realizador se toma su tiempo y termina enganchando al espectador sin compasión. Todo fluye, todo encaja. El horror es el horror y se dibuja a sí mismo con trazo fino y cuidadoso. La cinta contiene momentos formidables: la salida de la iglesia, todos ricos y tranquilos después de escuchar y ser perdonados es impagable. El brazo de la máquina que derriba es miedoso. Por cierto, la Iglesia ortodoxa no sale bien parada en esta ocasión. El cinismo del clero se presenta como algo inmenso y casi ridículo aunque suficiente para mantener un poder al lado de otro poder que le hace intocable.

Philip Glass aporta la partitura. Como todo en esta película, está construida con poco para decir mucho. Aporta a la poesía de Andrey Zvyagintsev una solidez indispensable para que el trabajo se vea rematado.

¿Es esta una de las mejores películas del siglo XXI? Sin duda.

G. Ramírez

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