'The Turin Horse': Sin esperanza
Nunca antes ningún director de
cine se había atrevido a contar las cosas de un modo tan brutal, sin
concesiones de ningún tipo y sin un ápice de esperanza. Béla Tarr mira el
mundo, intenta comprender la existencia, hace una película y nos la coloca
sobra la espalda como una carga de la que jamás nos podremos deshacer. El cine
de este realizador húngaro es excepcional. Aunque no faltan los que se aburren
como ostras mirando la pantalla.
La pobreza o la soledad son una
desgracia. Claro que sí. Pero la peor de las desgracias es despertar cada día
teniendo que repetir las rutinas a las que obligan esa pobreza o esa soledad.
Se puede ser pobre, pero lo insoportable debe ser sentirse pobre, o solo, o
condenado, cada día sin excepción. Si es verdad eso que decía Samuel Beckett
(que en la vida de una persona no sucede absolutamente nada) la desgracia, como
rutina o como meta, suena insoportable.
‘The Turin Horse’ (‘A Torinói Io’,
2011) es una película firmada por Béla Tarr. Nos presenta un ambiente pre
apocalíptico en un blanco y negro bellísimo (absolutamente necesario puesto que
nada hay más gris que el fin del mundo) que intenta localizar las sombras, los
pliegues de la luz, los brillos casi improbables que, si se buscan, se
encuentran.
Se cuenta en la película la
historia de un hombre, de su hija y del caballo que poseen. Arranca la cinta
justo después de ocurrir esa anécdota protagonizada por el filósofo Nietzsche
(03.01.1889) que se abalanzó sobre el cuello de un caballo desfallecido al que
hostigaba su dueño sin piedad. Nietzsche rompió a llorar y dijo “Madre, soy
tonto” (“Mutter ich bin dumm”). A partir de ese momento, la consciencia del
filósofo se vio mermada durante los diez años que siguió con vida. Divide Tarr
el relato en seis partes. Cada una de ellas corresponde a un día de los seis
días que Dios utilizó para crear el universo. El séptimo descansó. Tarr
desmonta el chiringuito divino con esas seis partes (30 planos secuencia). Y
luego descansa, también. Prometió no volver a hacer cine. Dios y Tarr
decidieron callar al acabar con sus creaciones. Porque callar es una forma de
descansar.
‘The Turin Horse’ incluye una
banda sonora bastante particular. Música de chelos repetitiva, casi obsesiva. Y
se podría decir que el ruido del viento forma parte de esa música. El viento es
un personaje más de la narración que llena de polvo y hojas muertas la escena.
El mundo se acaba porque ya nada
tiene sentido. Y Tarr lo representa a su manera. Las reiteraciones de las
rutinas de padre e hija, su pobreza, su falta de esperanza. Los personajes no
se quejan. El caballo; utilizado tantas veces por realizadores como, por
ejemplo, Tarkovski; está acabado, está medio muerto y ahora representa la falta
de ánimo, de fuerzas. Ni se mueve, ni quiere comer. El fin del mundo no se
puede detener. El pozo de agua ya está seco, no quedan ganas ni de comer. Y el
espectador se encuentra en medio de todo este lío que no perdona a nadie.
La cámara de Tarr es
extraordinaria. Si, por ejemplo, el caballo es encerrado en el establo, el
realizador nos lo va a mostrar desde un encuadre exacto con el que podamos
sentir cómo el animal queda a oscuras, solo, a las puertas de la muerte. Porque
la muerte del equino representa la de todos y es necesario que el espectador la
sienta como suya. Nos deja mirando la pantalla, las puertas del establo
cerradas, todo el tiempo que sea necesario. Lo consigue, ya lo creo que lo
consigue.
János Derzsi (el padre) hace un
papel monumental. Erika Bók (la hija) defiende el papel de forma impresionante.
Ellos solos frente al final de todo. Unos gitanos durante unos segundos y un vecino
durante unos minutos les acompañan. Son pocos los personajes, son pocos los
objetos que vemos. Y, además, faltan las parejas. Un solo caballo tirando del
carro; falta la madre-esposa; a él le faltan un brazo (no lo mueve) y un ojo
(el otro es de cristal). La carcoma ha dejado de roer después de 40 años.
Los diálogos son escasos y muy
precisos. El guion es simple aunque el realizador nos lo echa encima para
sepultarnos. En la última escena todo se oscurece. Termina fundido a negro.
G. Ramírez
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