'Fresas Salvajes': El viaje hasta nosotros mismos
¿Qué es lo que importa de una vida? ¿Qué es lo que queda de
ella cuando esta se va acabando? ¿Es el recuerdo lo que nos hace o somos
nosotros los que fabricamos ese recuerdo para dar sentido a la existencia?
¿Acaso lo tiene? ¿Es Dios más que nuestra propia razón? ¿Es el amor de un joven
tan grande como el de un anciano? Preguntas y más preguntas. Ni una sola
respuesta. Y si alguien las busca en la película de Ingmar Bergman, 'Fresas
Salvajes', quedará decepcionado. Este hombre sabía muy bien que las buenas preguntas
son las que llevan a otras. Siempre que hablo de esto, recuerdo a Santo Tomás
de Aquino y sus cinco vías para demostrar la existencia de Dios. Son vías, no
soluciones. Él las plantea y, a partir de ahí, cada cual debe hacer su camino.
Los grandes funcionan así.
Bergman rodó está película el año 1957. Aunque sólo fuera
por ello, mereció la pena que ese año apareciera en el calendario.
El personaje principal, Isak Borg (Victor Sjöström), realiza
un viaje en automóvil junto a su nuera Marianne (Ingrid Thulin). Irán de
Estocolmo a Lund donde la universidad erigirá al viejo Isak como doctor honoris
causa. Antes de partir, escuchamos decir a Isak que ha renunciado a la vida
social porque eso se reduce al comentario y censura de otros. Buena declaración
de principios. Y le vemos atemorizado por un sueño que ha tenido. Siente la
muerte cerca. Un reloj sin manillas (el tiempo ya no tiene sentido porque esta
a punto de acabar), su propio cadáver agarrándose a él mismo como último
recurso ante la muerte, un mundo vacío e inexplicable. Como anécdota diré que
vemos un coche fúnebre tirado por caballos que es un homenaje a la película del
actor Sjöström ('La carreta fantasma') más conocido por su dirección de películas
que por esta interpretación. Comienza el trayecto. La distancia entre nuera y
suegro es abismal. Ella le llama egoísta, le recuerda el odio que su hijo
siente por él. En fin, una maravilla. Bergman usa la cámara de forma magistral
durante este diálogo. Vemos cómo va de un rostro a otro pasando por ese espacio
que hay entre conductor y acompañante, casi un desierto, para acabar centrando
el foco en la expresión de cada uno. A lo largo de la película eso irá
modificándose a medida que la distancia se acorta. Hacen una parada en la
antigua casa de verano de la familia Borg. Hasta aquí la presentación de la
trama. Porque es en el lugar de las fresas (smultronstället) donde comienza a
desarrollarse un segundo viaje (íntimo) que deberá hacer Isak. Las fresas en
Suecia son un fruto extraño, muy delicado, que sólo se encuentra durante la
primavera y por pocos días. Algo exquisito que pasa rápido por delante nuestra.
Como la infancia y juventud que pasó Isak allí. Recuerda a Sara (Bibi
Andersson) que terminará casada con su propio hermano puesto que él ya dedica
buena parte del tiempo a la filosofía, a ver todo desde lo racional. Recuerda a
la familia entera que se mueve por un escenario idílico, lleno de luz, de
armonía, de inocencia. No hace falta decir que el punto de vista que utiliza
Bergman es el de Isak. De regreso a la realidad se encuentra con otra Sara
(también interpretada por Bibi Andersson) que, junto a Anders y Viktor (dos
muchachos que rivalizan por el amor de Sara y que representan dos formas
opuestas de ver el mundo; lo transcendente y lo racional) se une en el viaje.
Las dos Saras. Una el recuerdo. La otra la realidad. Isak enamorado de ambas.
Tenemos la oportunidad de ver a otros dos matrimonios por el camino. Uno ideal.
Otro patético. Sabremos el motivo por el que Marianne viaja junto a su suegro.
Pero, ante todo, seremos testigos de un cambio radical en el anciano. En otro
sueño se le acusa de ser culpable de culpabilidad, de perder a su mujer sin
inmutarse. En esa exploración de la vida entera, ante una muerte cercana que se
convierte en la única razón por la que un hombre se plantea la zona más
profunda de la existencia, el anciano comprende que el único camino para morir
bien no pasa por recuperar un tiempo perdido para siempre, sino por mirar a los
lados en los que encuentra a su hijo, a su nuera, a su ama de llaves, a un
grupo de jóvenes llenos de vida e inocencia. Deja de mirarse a sí mismo, a su
trabajo, a sus conocimientos. Y así llega a reconciliarse con su pasado.
Bergman utiliza la iluminación de forma magistral dependiendo del estado de ánimo del personaje. El montaje es exquisito y sorprende lo moderno que parece. Hace una dirección de actores perfecta. Suegro y nuera son interpretados con una solvencia y credibilidad pasmosas. Quizás, eso es verdad, no termina de encontrar un vínculo preciso entre sueño, recuerdos y realidad. Muy bruscos los cambios (a veces). Artificiales otras.
Bergman descarga su existencialismo en la pantalla con
claridad. Un existencialismo que le llega de la convicción de que para ser hay
que existir primero. Digo esto porque la gente confunde las churras con las
merinas y mete en el mismo saco a Bergman y Sartre, por ejemplo, cuando las
distancias entre ambos son descomunales.
Y todo esto da como resultado una película inolvidable. Un viaje de todos hasta nosotros mismos, un viaje por las vidas que llenamos de lo insustancial.
Dicen que el gran problema de Bergman era él mismo, su afán
por lo trascendente que le llevaba a cometer errores de enfoque en sus
películas. A mí lo que me parece es que todos somos el gran problema de
nosotros mismos y que este director (cuestiones técnicas aparte) nos lo ponía
enfrente con genialidad.
Peliculón.
G. Ramírez
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