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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




 


'Oppenheimer' es una buena película aunque es un trabajo que lleva adosados una serie de problemas que no son menores.

En primer lugar, llama la atención un montaje que no deja en pie escenas de larga o media duración, todo es muy rápido, parece que nada tenga la entidad suficiente como para detener la marcha y pensar más de cinco segundos. Se acumulan las secuencias casi sin ton ni son, los saltos temporales se convierten en un claro impedimento para entender lo que está pasando e incluso para seguir el hilo de la trama. Es como si Nolan hubiera querido contar muchas cosas y no hubiera podido abarcar casi nada. El resultado final es que la película parece quedarse en la superficie, en zonas sin sustancia, en territorios en los que se desprecian asuntos esenciales de la trama y que tan solo se enumeran a modo de inventario. Cuesta entender cómo es posible que la ética y moral de los científicos que estuvieron involucrados en la creación de la bomba atómica no sea uno de los ejes centrales del trabajo. Se da más importancia a explicar que la política va por un lado y la ciencia por otro que a explorar ese terreno que puede convertir un experimento en un calvario o todo lo contrario.

Se echan de menos asuntos que explicarían algunas cosas o que dotarían de cierto sentido al conjunto. ¿Cómo es posible que se produzca un caso de espionaje en ‘Los Alamos’ y no sepamos apenas nada? Y el protagonista ¿cómo acaba? ¿No importa en un biopic la vida del personaje? Es inexplicable todo esto. Si sumamos que estamos hablando de tres horas de película, resulta más que extraño no explorar asuntos vitales.


Christopher Nolan se pierde en el artificio y olvida lo fundamental. Como en algunas de las películas que ha firmado. No voy a decir que sea un mal director aunque se le concede una maestría que no siempre demuestra. En algunos de sus trabajos, si escarbamos un poquito nos encontramos con la nada (por ejemplo en ‘Origen’) y en 'Oppenheimer' casi casi.

Los personajes quedan sin desarrollar. Tan solo sabemos algo más que el nombre de J. Robert Oppenheimer, Leslie Groves y Lewis Strauss. Y no todo lo necesario. Del resto, no sabemos casi nada. Y el problema es que el resto son muchísimos y tienen cierta importancia, la suficiente como para que necesitemos saber para comprender. Y es que muchos de ellos están alrededor de Oppenheimer y deberían iluminarle por ser el protagonista. Pero Nolan no da importancia a algo elemental de la narrativa en una película, incluso en una dirigida por él.

Los efectos especiales son estupendos aunque muy escasos. Tanto como las explicaciones técnicas acerca de la bomba atómica y su construcción.

La música termina resultando molesta ya que sube en intensidad si la cosa es importante o se escucha lejana si la escena es de tránsito. Este error es de primero de cine. Es un truco tan recurrente como condenable. Y lo peor de todo es que es una señal inequívoca que nos lleva a pensar que el director sabía que no estaba acertando y tenía que usar estas cosas para causar un efecto que el guion no encontraba por sí mismo.

Esto es todo lo que deja en 'buena película' una cinta que podría ser extraordinaria. Convertir en un thriller una cinta con este contenido no parece la mejor idea. Intentar contar todo es un error de principiante que Nolan no puede permitirse.

Cillian Murphy es el que encarna a J. Robert Oppenheimer. Lo hace, francamente, bien. Emily Blunt (esposa del protagonista) defiende su papel con uñas y dientes y sale airosa de la pelea. Robert Downey Jr., es el encargado de encarnar al villano, y no falla. Y Matt Damon se muestra solvente y creíble. Los dos millones de personajes restantes quedan inéditos igual que los actores y actrices que interpretan los diferentes papeles. No progresa el personaje y todo se vacía por los cuatro costados.

Nolan no ha sabido esta vez fijar un objetivo claro y construir alrededor de él. Se ha dedicado a buscar un Oscar que se gana por otras razones. Y lo ha conseguido. Pero cine lo que se dice cine…

G. Ramírez

 


‘Pobres criaturas’ (‘Poor Things’, 2023) puede generar grandes amores y rechazos descomunales al mismo tiempo. Y no me refiero a que a unos les gusta y otros la detestan, que también, sino a la sensación de una sola persona que mira con estupor la pantalla, que se ríe justo antes de sentir cierto asco, que se maravilla con la extravagancia y termina odiando un universo ajeno y desproporcionado. Y ‘Pobres criaturas’ es la película que se recordará, sobre todo, por la interpretación que hace Emma Stone encarnando a Bella Baxter, protagonista del relato.

Yorgos Lanthimos es el realizador que firma el trabajo. Más provocador que nunca, más discutido que nunca, más arriesgado que nunca. Crea un universo extraordinario en el que rebosa el expresionismo más clásico y una exageración constante de formas, volúmenes y de la paleta de colores. El guion de Tony McNamara basado en la novela homónima de Alasdair Gray -un guion literario en exceso en algún momento- es convertido por Lanthimos es una especie de comedia negruzca y sarcástica del género fantástico que pendula entre lo surrealista y lo que entendemos como realidad. Y eso le permite mostrar como idea surrealista algunas cosas que el espectador traduce a lo que conoce como realidad para escandalizarse y retorcerse en la butaca.

Se ha acusado a Yorgos Lanthimos de crear una ficción que sirve para ensalzar el empoderamiento de la mujer a base de una sexualidad cercana a lo escandaloso, de defender la prostitución como algo normal que una mujer puede ejercer sin que pase nada de nada, y rodar un canto a la pedofilia. Creo yo que en ningún caso el realizador ha querido hacer algo semejante. Lo que sucede es que Lanthimos coloca a la mujer frente al hombre haciendo todo aquello que se le criticaría ferozmente y de lo que ellos son partícipes aunque siempre se van de rositas. Aprovecha de paso para mostrar la cara más oscura, machista y perversa del hombre frente a la mujer. Y lo hace de una forma bastante tramposa: Lanthimos hace que miremos a través de una lente de ojo de pez que nos recuerda que somos espectadores y que la mirada que ejercemos es la que nos permite sacar conclusiones. ¿Por qué esto es algo tramposo? Pues porque la película es fantasía pura y el espectador que lo lleva al campo de la realidad, está siendo víctima de su propia forma de pensar. El que ve pedofilia o el que ve la prostitución como herramienta de empoderamiento de la mujer tiene un problema con su mirada. Algo así.

Emma Stone.

La puesta en escena es extravagancia de principio a fin. Pero el universo que crea Lanthimos es precioso, odioso, deseable, detestable, acogedor y hostil. Recuerda ligeramente a lo que hace Tim Burton y sirve para que una trama disparatada y muy loca encaje en un sistema narrativo que, con algo más convencional en pantalla, se vendría abajo pasado un minuto. Maravilloso ese edificio en el que descansan los ricos y al que no se puede acceder de ninguna manera y que en algún momento fue la casa de todos. Maravilloso ese París deforme en el que una mujer deforme, también, es maravillosa. Por cierto, la escena del baile se recordará por mucho tiempo. Y el cambio del blanco y negro al color según aparece la consciencia de Bella es muy agradable.

Si yo fuera actriz buscaría la forma de brillar frente a este director.  Oliva Coldman ganó su Oscar con ‘La favorita’. Emma Stone ha ganado el suyo con ‘Pobres criaturas’. Y no diría que no a ningún papel por loco que fuera porque no puede ser más arriesgado que este de la señora Stone. El trabajo de la actriz es una cosa deslumbrante. El personaje invita al histrionismo, al descontrol, al rechazo, pero Emma Stone lo controla, lo convierte en un ser lleno de ternura e inteligencia.

Willem Dafoe.

Por si era poco, tanto Mark Ruffalo como Willem Dafoe hacen un trabajo solvente y dan vida a sus personajes con éxito. Ruffalo encarna al abogado Duncan Wedderburn, un vividor patético y machista, un hombre sin escrúpulos. Dafoe, maquillado de forma primorosa, es el 'Frankenstein marca Lanthimos' que soporta buena parte del peso que no encaja Stone. La dirección actoral en general es sobresaliente.

La fotografía de Robbie Ryan es preciosa y busca imágenes chispeantes, detalles y una simetría casi obsesiva aprovechando los decorados y la tecnología digital.

Bella Baxter es una luz que alumbra la liberación de la mujer, pero no por lo que hace sino por lo que descubre del mundo al resto de personas, que pueden tomar su mismo camino o, en el caso de los hombres, el de la búsqueda de la igualdad tan justa y tan necesaria entre hombres y mujeres.

Una última cosa. Gracias a Bella, somos conscientes que lo material no lleva a ningún lugar en el que se encuentren soluciones. El dinero que aparece en la película sólo crea problemas y es motivo de vergüenza para los seres humanos. Lo que es valioso es todo lo que no se puede tocar. Mirar la película desde esa perspectiva es una forma tan válida como otra cualquiera y todo toma un sentido distinto. El sexo pasa a un segundo plano.

G. Ramírez




La figura de Jesús de Nazaret ha dado mucho de sí en la historia del cine. Grandes realizadores se han acercado a él buscando soluciones diversas, tanto técnicas como espirituales. Cuatro ejemplos pueden servirnos para tener una idea que va de un extremo a otro dentro del abanico de posibilidades que ofrece una historia y un personaje difícil de igualar.

‘Jesucristo Superstar’ (‘Jesus Christ Superstar’, 1973)

Comenzó siendo una ópera rock y, afortunadamente para el cine, terminó siendo una película. Es, casi con toda seguridad, la película que, teniendo a Jesús de Nazaret como protagonista, más seguidores ha tenido y más pasiones ha despertado entre los espectadores. En las salas de cine, al estrenarse, se produjeron altercados dada la indignación de algunos. Pero alguien en el Vaticano llegó a decir que se debería canonizar a ‘ese chico que hace de Jesús’. Opiniones para todos los gustos.

Una escena de 'Jesucristo Superstar'.

El trabajo de Norman Jewison es apabullante, arrasador. Pero lo es desde el respeto, desde la delicadeza. La escena en la que Jesús de Nazaret recibe los treinta y nueve latigazos, o la final en la que vemos cómo los cantantes y bailarines que han intervenido en el rodaje se suben en el autobús en el que llegaron, son estremecedoras. El único que no regresa es el actor que ha encarnado a Cristo. Él queda crucificado y le despide el atardecer. Como anécdota, hay que decir que durante el rodaje de la escena de la crucifixión comenzó una tormenta. En el desierto de Neguev (se filmó íntegramente allí) no llovía nunca y ese día hubo que rescatar al actor que ya estaba atado a la cruz. Ted Neeley siempre dijo que fue el momento más emocionante y mágico de su vida artística.

Además de una dirección de Jewison maravillosa, la película cuenta con algo fuera de lo común: una partitura excelente de Andrew Lloyd Webber y un libreto inteligente y atrevido de Tim Rice. Los que pudimos asistir al estreno de la película o a los musicales que hacían de espejo del original, difícilmente podremos olvidar aquello. Temas como ‘I don´t Know How to Love Him’ interpretado por Ivonne Elliman (nunca nadie logró tanta dulzura ni tanta verdad con este tema; la escena se rodó una noche en exteriores naturales, con algún problema de viento, acompañada de una iluminación preciosa, y es la escena más bonita y agradable de la película) o ‘Getsemaní’ interpretado por un prodigioso Ted Neeley fueron conocidísimos en su momento y fácilmente reconocibles hoy en día.

‘Jesus Christ Superstar’ está contada desde el punto de vista de Judas (un magnífico Carl Anderson que no solo canta bien sino que actúa de forma magistral). De ahí le viene el nombre a la película. Judas acusa a Jesús de estar olvidando lo que predica y fijarse en su propio éxito. La elección de Anderson fue un asunto delicado. El realizador temía que la película pudiera tener una lectura racial por parte de algunos, pero, finalmente, decidió apostar por el talento como alguna vez recordó.

La película es muy teatral. Jewison buscó no perder ese toque operístico. Para ello no utilizó gran número de extras y aprovechó las ruinas que tuvo a su alcance para rodar. Es famosísimo ese andamio en el que siempre encontramos sacerdotes formando parte del escenario principal. Una de las escenas más extraordinarias comienza con los buitres volando en grupo. Negro sobre el azul del cielo. La cámara se centra, entonces, en ese andamio lleno de sacerdotes. Negro sobre el azul del cielo.

La puesta en escena trata de ser una mezcla entre lo más moderno y lo propio de la época. La escena en la que Judas corre, arrastrado por una fuerza arrasadora, a denunciar a Jesús, lo hace delante de cinco carros de combate que habían intervenido en la Guerra de los Seis Días. Una vez consumada la traición, dos aviones de guerra sirven de metáfora para lo que Judas acaba de hacer.

El único momento frívolo de la película lo protagoniza Joshua Mostel (Herodes). La escena está rodada a modo de vodevil y es el momento en que más licencias se toma Jewison para narrar. Desde luego, resulta divertidísima.

Mel Gibson junto a Jim Caviezel.

‘La pasión de Cristo’ (‘The Passion of the Christ’, 2004)

Tan aclamada como repudiada, la película de Mel Gibson logró arrasar en taquilla y dio mucho que hablar. Algunos, aún hoy, defienden que eso es lo que ocurrió en la realidad y que refleja una verdad casi absoluta; otros acusan a Gibson de fanático, antisemita y perturbado, dada la violencia de las imágenes.

Gibson se centra en los últimos días de Cristo. Desde su detención hasta su muerte. La película está bien dirigida y contiene escenas muy meritorias. Pero la cantidad de sangre y de escenas violentas es escalofriante. Tanto es así que parece imposible que el personaje pueda soportar semejante brutalidad. El Cristo interpretado por James Caviezel termina siendo un despojo ensangrentado. Y, entre tanta escena que roza el gore, la figura del demonio llega a parecerse a un villano más propio de ‘La guerra de las galaxias’. Gibson no deja nada a la imaginación del espectador, se afana en que se vea y se sufra hasta el límite.

Lo peor de todo es que no se aprecia un objetivo claro. Gibson, por un lado, se lía a mamporros dando por hecho que todo el mundo conoce la historia y, por otro, no aporta nada a lo que ya sabíamos.

Escuchamos a los personajes hablar en arameo o en latín. Se quiere llegar a un punto de exactitud extremo. Pero a Gibson le pierde su afán por contarlo todo e incidir en algunos aspectos. Por ejemplo, coloca a los sacerdotes judíos en el palacio de Poncio Pilato la víspera del Sabbath, algo del todo impensable. Por cierto, a Poncio Pilato se le representa con bastante amabilidad. El espectador casi siente cierta simpatía por él. Y ya les digo yo que los tiros no iban por ahí.

La sátira es esencial en 'La vida de Brian'.

‘La vida de Brian’ (‘Monty Python’s The Life of Brian’, 1979)

Brian nace junto a Jesús de Nazaret, en el pesebre vecino. Y sus vidas tendrán un paralelismo inimaginable. La película de los Monty Python, dirigida por Terry Jones, es una sátira sobre la religión y la política que a unos les resulta insultante y a otros una maravillosa locura de lo más divertida. En realidad, la película habla de la necedad humana, del engaño que supone la salvación de almas que propone la religión y la salvación de personas que supone la política. Creo yo que la intención del realizador no era la de ser blasfemo o insultante. Se percibe más una crítica a estamentos poderosísimos desde la ironía y el sarcasmo sin un fondo que vaya más allá de lo cómico. De hecho, aparece, brevemente, el propio Jesús de Nazaret durante el sermón de la montaña y no se hace un solo chiste de ello.

‘La vida de Brian’ se llena de escenas inolvidables. Y son escenas que no se pueden contar sin descargarlas de todo el humor que contienen. Es mejor echar un vistazo a la película y colocarse en ese lado en el que están millones de fans o en ese otro en el que se encuentran millones de detractores.

En cualquier caso, no pierdan detalle del final mientras escuchen el tema ‘Always Look on the Bright Side of Life’. No se olvidarán de esta escena. Ni de un nombre que habrán escuchado durante el desarrollo de la película: Pijus Magníficus.

El enfoque social de 'Rey de Reyes' es más que interesante.

‘Rey de Reyes’ (King of Kings, 1961)

Si una película resulta ser admirable por el uso del scope esa es ‘Rey de Reyes’. Nicholas Ray consigue encuadres maravillosos con los que el formato se convierte en una herramienta estupenda. Muchos huyeron del scope por parecerles una especie de cajón en el que solo pudieran entrar imágenes alargadas y paticortas. Ray se arrimó al formato para dar una lección tras otra de cómo podía utilizarse sacando el mayor partido. La fotografía es espléndida. Toda la película parece una sucesión de cuadros en los que los rojos intensos y los dorados imponentes soportan el desarrollo de la trama. Si a esto le sumamos una partitura honda firmada por Miklós Rózsa que nos traslada a una época histórica tan difícil de entender, tenemos el armazón perfecto para que un director de la talla de Ray pudiera entregar su película.

Ray aporta a la historia ya conocida de Jesús de Nazaret un enfoque social más que interesante. Los primeros minutos de la cinta los dedica a mostrarnos lo que supuso la invasión romana para los judíos, la humillación que representó la llegada de nuevos ídolos con las legiones, la incomprensión del ser humano frente a las creencias más íntimas que le resultan ajenas. Ray va detallando los conflictos de una fricción de culturas. El centurión romano rasgando la seda para encontrarse con el gran tesoro judío, que es su literatura religiosa, es un prodigio narrativo. Es posible que, además, fuera el primer intento serio de no pintar a los judíos como un pueblo que escupía a los dioses extraños sin ton ni son. Estas son las grandes aportaciones de la película.

Porque la interpretaciones son algo frías, algo distantes. Salvo la escena en que Salomé pide la cabeza de Juan el Bautista o el calvario, el resto deja algo frío al espectador que no entiende como el personaje de Jesucristo, por ejemplo, no desprende una magia que muchos le otorgan de antemano. Jeffrey Hunter parece transitar otro mundo (digo él y no su personaje porque ese ya sabemos que andaba a lo suyo), parece ajeno a la película. Los secundarios no aportan gran cosa al principal y los diálogos parecen forzados en exceso para encontrar una profundidad que no tienen. Son las cosas de las superproducciones de la época. Espectáculo visual para un público que buscaba el entretenimiento. Es lo que vendía.

Este es una de las películas en las que Ray deja a medio camino su interés por lo que siempre quiso contar. Desaparecen los temas recurrentes de su obra para realizar una película de encargo. No deja de tener un toque muy personal de Ray, pero el trabajo no es de Ray. Aquí prima la forma y menos el fondo. Como el anunciado Reino de Dios por Cristo cuando decía que no era de este mundo; ‘Rey de Reyes’ no es de Ray. Al menos del todo.

G. Ramírez

 

Lana Aubrey.

Se ha estrenado, en la Cineteca de Matadero Madrid, la ópera prima del joven realizador David M. Mateo, ‘La Restauración’; y el cine independiente de los nuevos realizadores siempre se recibe con alegría y expectación.

La película, siendo un producto sorprendente gracias a su factura limpia y su capacidad para generar sensaciones en el espectador -dada su clara invitación a la reflexión- presenta algunos aspectos que son casi inevitables si el trabajo es el primero de un realizador o de un guionista (en ‘La Restauración’ son recién llegados ambos). Se intenta exigir un esfuerzo al espectador que no siempre está dispuesto a hacer; el equilibrio entre información y expresividad es escaso y, por otra parte, se incluyen referencias muy específicas que están sólo al alcance de pocos y que el común de los mortales deja pasar sin dar importancia. Y así, la narrativa de la película se puede vaciar por los cuatro costados si el espectador medio decide no hacer el esfuerzo que se le pide. Estos detalles pueden jugar una mala pasada. Pero está muy bien que los nuevos realizadores apuesten por su trabajo sin pararse a pensar en que el espectador quiere pasar el rato frente a la pantalla o no le interesa un cine que invite a detenerse para reflexionar. Cada tipo de cine tiene un tipo de espectador.

Lana Aubrey (Izq) y Sonia Almarcha.

El guion de Laura de Dios es, tal vez, más literario de lo recomendable. Porque, traducido al lenguaje cinematográfico, los gestos de los actores, el lenguaje corporal en su totalidad, o la iluminación, por ejemplo, no son suficientes para explicar bien qué está pasando. Ahora bien, si el espectador entiende lo que ve y escucha (cosa muy difícil dadas las circunstancias que vivimos) es cierto que todo puede tomar un sentido más que interesante. Esa clara invitación a explorar las diferentes capas del relato no deja de ser atractiva y magnética. Sea como sea, algo más de información no hubiera estado mal.

Fiar el éxito de un trabajo a una sola actriz, como es el caso, es muy arriesgado. Y si esa actriz es nueva en el ámbito de la interpretación la apuesta es considerable. Si a esto le sumamos que la actriz no habla ni una palabra de castellano y sólo repite un texto aprendido en su fonética (el personaje sí habla en castellano), la cosa se pone muy cuesta arriba. Lana Aubrey es verdad que llena la pantalla y soporta el peso de todo el trabajo. Llena la pantalla por su belleza aplastante y soporta el peso de la película desarrollando un arco dramático reducido y efectivo. Es verdad que, tal y como dice el realizador, se trataba de expresar desasosiego y falta de comprensión respecto a lo que ocurre y que con una actriz en esas condiciones se puede conseguir con cierta facilidad. No obstante la dirección actoral tiene mucho mérito.

Gracias al montaje (elegante e inteligente) de José Luis Picado podemos ver a la protagonista subir y bajar las mismas escaleras varias veces, pasear por un pasillo varias veces, plantarse ante un cuadro para restaurarlo varias veces y charlar sin tener que mover apenas un músculo varias veces, sin que nos cause demasiado problema. No es nada malo, ni se trata de un error imperdonable, no, es ser capaz de sacar el máximo rendimiento a lo que tienes a mano para trabajar. Y es que es más importante el clima que se crea que lo que le está sucediendo al personaje; en definitiva, es más importante el trabajo reflexivo y de asimilación del propio espectador que lo que sucede en pantalla. El espectador se hace protagonista. Es esto lo más interesante de la cinta y su gran logro. Con muy poca cosa se obtiene un resultado notable.

El trabajo interpretativo del jovencísimo Dylan Torrell está muy bien. Con los niños hay que tener mucho cuidado en esto del cine y Mateo consigue que no se le vaya de las manos el asunto. Hay que apuntarlo, también, en el haber del realizador.

Dylan Torrell admirando el fresco de Luca Giordano en el Casón del Buen Retiro.

La fotografía de Willy Jáuregui estupenda. El diseño de sonido de Álex Marais extraordinario y limpio como una patena, un trabajo que se convierte en un elemento narrativo de máxima importancia y un vehículo de transmisión de las sensaciones que se quieren despertar. Y la música de Hugo Race muy acertada para acompañar el guion. Los efectos especiales a cargo de Crafthive Creative de bella factura (la desaparición de la idea que invade la consciencia del personaje principal y que estaba concentrada en el cuadro que restaura es un momento casi mágico de la película).

En definitiva, un comienzo que deja abiertas muchas puertas a David M. Mateo y que invita a seguir la labor de este joven autor que puede entregar trabajos interesantes en el futuro.

Nirek Sabal

 



Según la mitología nórdica serán los lobos los que devorarán el sol y la luna justo antes del fin del mundo. Michael Haneke, muy en la línea de Thomas Hobbes, nos enseña a un hombre que no es más que un lobo para el hombre. Y lo hace desde una narración abierta de principio a fin. Lo que sucede no hay que comprenderlo como parte de un colapso total de la humanidad sino como desastres personales que suman convirtiendo el resultado en inexplicable, contradictorio e inevitable. La humanidad ha fracasado (el espectador no sabe el porqué). Cada persona se enfrenta a su propia desgracia. Los hijos no encuentran refugio en los padres que tratan de sobrevivir como pueden y se distancian sin remedio (con Haneke siempre encontramos el terror en lo jóvenes); se convive con el horror porque es un ingrediente más de la vida (la escena de la violación en la estación del tren es, sencillamente, espeluznante); la muerte se instala con naturalidad junto a cada persona; el mundo es un infierno y los hombres han devorado el sol y la luna a base de acumular maldad y desinterés por todo lo que no sea él mismo. Ahora bien, Haneke deja la puerta abierta (casi siempre lo hace). Bien sabe este director que la fuerza de las personas puede ir mucho más allá y prende una luz de esperanza al final de la película. Lo que ocurre es que alimenta esa esperanza desde un lugar extraño, desde la propia maldad, codicia y brutalidad del ser humano. Podrá salir adelante por su condición y esa condición es la suma de todo lo que es.



Michael Haneke se apoya en Isabelle Huppert para ofrecer su propuesta. Espléndida, la actriz; espléndida la propuesta; no tanto el producto final. Escenas como la que abre la película es maravillosa aunque a medida que avanza la trama, la película va perdiendo fuerza de forma inevitable (es lo que tienen los grandes retos). La fotografía magnífica. La dirección de actores notable. Pero el guion se pierde en exceso en el drama individual perdiendo perspectiva sobre la totalidad de forma excesiva. Puede colar como guion aunque las expectativas que deja abiertas sobre filosofía y mitología no se ven cumplidas. En cualquier caso buena y exigente película. Enfrentar al espectador con un sacrificio ritual que un crío decide realizar para engrosar el número de justos que han de morir para salvar la humanidad o la toma final (traveling lateral) desde el tren no es fácil. Ni es sencillo enseñar al hombre lo más sucio que lleva dentro para que lo valore. Ni son del gusto general los planos fijos eternos a los que nos tiene acostumbrados este director. Haneke se acerca peligrosamente a la zona más oscura, pero lo hace moviendo la cámara de forma magistral, guste más o menos. Lo bueno es, a veces, doloroso.

G. Ramírez


 


‘My Blueberry Nights’ es una película del realizador Wong Kar-Wai. Fue su primer trabajo rodado en inglés (Wong Kar-Wai es de Hong Kong). Y tras títulos como ‘In the mood for love’, ‘2046’ y ‘Days of being wild’, enregó esta película que, si bien contiene todo el cine del realizador, tiene un fondo muy particular.

Las personas nos pasamos la vida persiguiendo todo aquello que parece que está obligado a escapar de nuestras vidas. Y eso genera momentos tristes, apáticos, dolorosos, trágicos y felices, también felices puesto que la liberación total suele generar un sentimiento de tranquilidad maravilloso. Y este es el asunto que ventila Wong Kar-Wai en ‘My Blueberry Nights’, el resto de asuntos son meros vehículos que nos llevan siempre al mismo sitio. De ellos, el vehículo que más destaca es el amor que se equipara en la película a la ludopatía o al alcoholismo. El amor es una adicción más que nos trastorna, que nos hace correr riesgos disparatados, una adicción por la que podemos jugarnos la vida sin pensarlo dos veces. Perseguimos a las personas para no liberarnos del amor porque somos adictos. Algo así.

Rachel Weisz.

Como ya es costumbre en el cine de ‘My Blueberry Nights’, la noche es la gran protagonista. Al realizador le gusta la noche, le gusta que las cosas se desarrollen en calles semivacías, mojadas por una lluvia que ha desaparecido aunque convierte el entorno en algo más melancólico de lo que es, las luces brillan aquí y allí (rojas, azules, verdes), los trenes se mueven a toda velocidad destrozando esa tranquiliad que la noche esconde y que pocas veces aparece en todo su esplendor. Todo lo que pasa en la noche parece más definitivo, más rotundo, más irresoluble.

El guion entrelaza tres historias de amor: amor sin condiciones; amor imposible; y amor oculto. Entre dos casi desconocidos a los que une la búsqueda de sí mismos, entre dos seres torturados que no pueden vivir sin el otro aunque tampoco con él o ella y que se encuentran unidos por el alcohol, entre una hija y su padre a los que une  el juego y una vida en la que la necesidad de cariño se atrofia sin remedio.

Jude Law y Norah Jones

El personaje que encarna Norah Jones sirve de hilo conductor para el conjunto. La cantante y actriz no está mal aunque canta mejor que actúa. Jude Law es el hombre que espera eternamente a ese amor que no quiere condicionar de ninguna de las maneras. Su trabajo es correcto. Rachel Weisz (Sue Lynne  la mujer fatal de un pueblo olvidado que no sabe cómo escapar ni del lugar ni del amor) y David Strathairn (Arnie, un policía desesperado que cada noche celebra que va a dejar de beber) beben, se odian, se aman, se destruyen; ambos están estupendos y consiguen personajes creíbles y sólidos. Y Natalie Portman es la jugadora que llega tarde a casi todo porque su amor es el juego y requiere toda su atención. La actriz firma un trabajo atractivo, magnético. Vemos a los personajes a través del vidrio, meditando y dejando que descubramos su estado de ánimo. Les vemos en encuadres que el realizador trata de convertir en pura poesía, unas veces con éxito y otras con menos.

Se le ha criticado mucho al director que nos endose historias de segunda envueltas en papel de lujo, que lo importante es el guion y no la estética. Y eso es cierto aunque no en el caso de Wong Kar-Wai porque esa poesía visual forma parte de la zona expositiva más expresiva. No hace falta que sea una frase la que ordene el universo de un personaje;  a veces, con una mirada es suficiente.

Norah Jones y Natalie Portman.

Una parte fundamental de la película es la banda sonora. Es una maravilla. Ry Cooder organiza un trabajo estupendo: ‘The Story’ de Norah Jones. ‘Living Proof’ de Cat Power. ‘Ely Nevada’ de Ry Cooder, una versión a la armónica de la inolvidable ‘Yumeji’s Theme’ compuesta por Shigeru Umebayasi para ‘In the mood for love’ o ‘Skipping Stone’ de Amos Lee son algunos ejemplos.

La fotografía de Darius Khondji, oscura, detallista y siempre en busca de los primeros planos y de expresiones hondas y detalladas, es muy bonita. Rachel Weisz se lleva la mejor parte. El desenfoque y el movimiento de la cámara parece estar buscando lo mismo que los personajes.

‘My Blueberry Nights’ es una película muy agradable de ver. Si puede ser en versión original mucho mejor.

G. Ramírez


Si hablamos de bajos fondos, de cine negro, de clubes nocturnos o de una zona de la realidad en la que predomina el gris, tendemos a colocar una banda sonora que, aunque muchos no lo sepan, suele estar compuesta por temas de música jazz.

Durante los años 30 y 40, efectivamente, el swing sonaba alrededor de ese mundo frenético, hostil y peligroso, en el que se movían gánsteres y gentes de mal vivir. En realidad, sonaba en cualquier parte, pero el cine negro norteamericano dejó en el ideario común esas potentísimas imágenes en las que los malos bailaban con la vida y con la muerte a ritmo de jazz.

El cine negro francés, conocido como cine polar, tiene un claro exponente en el trabajo de Jean-Pierre Melville (1917-1973). Elegancia con la cámara, simplicidad narrativa, expresividad en cada imagen que trata de ser un poema en sí misma y cierta tranquilidad al narrar, son las características que marcan el cine de realizador francés.

'El círculo rojo' ('Le cercle rouge', 1970) es una de esas películas con las que Melville quiso retratar el mundo más turbio; una historia esencialista, finamente estilizada y económica hasta la extenuación con los diálogos. Un existencialismo salvaje recorre la cinta de principio a fin acompañado de la banda sonora de Éric Demarsan que utiliza el jazz con gusto para que las imágenes, sin invasiones, queden matizadas y contorneadas, perfectamente. Si hay una fiesta suena el jazz, si los protagonistas entran en un club nocturno escuchamos jazz, si el peligro es inminente escuchamos jazz.

La premisa con la que trabaja el realizador la toma de la filosofía de Nietzsche: Todos los hombres son culpables. Nacen inocentes, pero les dura un suspiro. Y aquí comienza a dibujar un mundo en el que todos son buenos, en el que todos están a punto de cometer un error para convertirse en una alimaña. Pero, también, juega con el honor de los delincuentes a los que endosa la filosofía samurai para que crezcan desde todos los lados posibles.

La película de Jean-Pierre Melville es uno de los mayores y mejores exponentes del cine polar francés. Todos los ingredientes de la novela negra se concentran en cada imagen de El círculo rojo.

La película de Melville resulta gélida, de una frialdad hiriente. Y, visualmente, poética. Sin palabras es capaz de hacernos comprender lo que está pasando. Dos hombres, frente a frente. No se conocen. Casi no se hablan. Intercambiando un paquete cigarrillos, un mechero y la mirada, sabemos que serán amigos hasta la muerte.


Corey (Alain Delon) sale de la cárcel. Ese mismo día, un asesino peligroso, Vogel (Gian Maria Volontè), logra escapar de la vigilancia del correoso y perseverante comisario Mattei (Bourvil). Corey y Vogel se encuentran de modo fortuito. Corey decide al instante que Vogel será su mejor compañero de fechorías. Recurren a un antiguo policía Jansen (Yves Montand), retirado y alcohólico, para que les ayude a perpetrar un robo espectacular.

La película habla de amistad y de honor (los malos también manejan esos valores aunque de una forma algo extraña). La cámara de Melville busca, con distintas velocidades en el movimiento, que el espectador vaya construyendo el universo que se le ofrece. El detalle con el que está narrada la escena del robo es maravilloso; lo rápido que pasa por detalles que no iluminan gran cosa se agradece. Los tonos elegidos por el fotógrafo son apagados y van de los cremas a los azules buscando un contraste claro entre las personalidades de los personajes. Y el montaje de la cinta es espléndido.


La película tiene algunos problemas evidentes que no se pueden ocultar. El robo se comete en una joyería con un sistema de seguridad impresionante, pero la ventana del baño no tiene ni siquiera barrotes; el alcoholismo de uno de los personajes desaparece de un día para otro como por arte de magia, un cabaret tiene vistas a la calle... Todo esto es verdad. Tanto como que la mujer en el cine de Melville, y en esta película en concreto, queda relegada a los papeles más insignificantes. Sin embargo, 'El círculo rojo' es una excelente película, contiene una banda sonora que rebosa jazz, Alain Delon defiende su papel más que bien y el realizador nos ahorra ese tipo de diálogos insoportables con los que se llenan las películas desde hace años.

Merece la pena ver la película.

Nirek Sabal


 


Michael Haneke es un director de cine que tiene mucho que decir. Frank Kafka es uno de los escritores más grandes de todos los tiempos. 'El castillo' es una novela que les ha unido para siempre. Es posible que esto suene algo pomposo, pero no se trata de ninguna exageración.

La adaptación que hace Haneke de la novela de Kafka se ajusta al texto de forma casi exacta. Para ello, el director elimina algunas imágenes descritas en el texto original con detalle. Escapa de la contaminación visual que provocaría algo así en una lectura posterior del texto. Por ejemplo, el castillo que el escritor dibuja en la novela no aparece en la película. La subjetividad de la cámara se elimina, también. Haneke quiere limitarse a mostrar lo que Kafka dijo. Ni más ni menos. Con ello alcanza un notable parecido al espíritu de la obra; logra un escenario opresivo, imposible de entender; unos personajes muy pegados a los que Kafka quiso crear.

'El Castillo' es una adaptación para la televisión. Esto explica el ánimo del director al enfrentar el proyecto. Para Haneke, la televisión imposibilita totalmente la creación artística; es imposible hacer cine en ese medio. Esta afirmación es del todo dudosa (actualmente, una vez que los complejos han desaparecido, se ha demostrado todo lo contrario), pero marca de principio a fin el trabajo.

Sin música (esto es habitual en el cine que realiza este autor), sin ningún intento artístico, 'El Castillo' presenta la llegada de un forastero a una aldea que pertenece a un castillo próximo. Todo está prohibido y se acepta al mismo tiempo por los silencios o los errores de un aparato administrativo descomunal. El amor aparece de forma absurda (¿no es el amor eso que aparece o desaparece de forma inesperada y ridícula?) y desaparece o es escondido a causa de razones diversas. Las relaciones personales son confusas y rozan el patetismo. A cualquier avance del personaje principal, K., hacia ese castillo se enfrenta una imposibilidad manifiesta por llegar hasta él, un alejamiento inesperado y desesperante. La integración en el sistema convierte al recién llegado en preso para siempre de la mecánica. Del mismo modo que la novela quedó inconclusa la película acaba de modo que el futuro es incierto. Se suma a esto un gran número de fundidos que sirven como elipsis que eliminan todo lo superficial, tal vez lo que nos resultaría más familiar a los espectadores.


La dirección de actores es estupenda. Todo podría convertirse en un disparate sin sentido, pero Haneke logra controlar cada gesto para que eso no ocurra. Ulrich Mühe defiende su papel con maestría. Pero también están a la altura Susanne Lothar (el papel de esta actriz es especialmente difícil y, fácilmente, el histrionismo tendría cabida) o Paulus Manker. El resto es discreto y reflejo de la actitud del director.

Es posible que, de las adaptaciones de novelas al cine, esta sea una de las mejores muestras de fidelidad al texto original. Es posible que la unión entre Kafka y un director de cine no se vuelva a repetir con tanta claridad y con un resultado tan grande.

Echen un vistazo a la película si quieren descubrir a un director de primera línea. O si quieren ir conociendo a Kafka. Los que conozcan a los dos, prepárense para disfrutar de dos horas intensas y perturbadoras.

G. Ramírez

 


Los artistas se empeñan en que sus obras expresen lo que ellos tenían en la cabeza cuando escribieron, pintaron o rodaron una secuencia. Presentan la obra que toca y la explican para que nadie mire aquello desde una perspectiva equivocada. Insisten en ello una y otra vez. Su obra dice lo que ellos quieren que diga. Pero no. De eso nada. La contemplación de una obra de arte es todo menos eso. Es verdad que hay gente que antes de ir a ver una exposición, leer una novela o ver una película, echan un vistazo a críticas, manuales, biografías del autor o lo que tengan a mano, de modo que, cuando se enfrentan con la obra, ven lo que ya les han dicho que hay. Y tampoco. Esa no es la forma. Permite poder repetir lo que has leído al que tienes al lado mirando (si te toca uno que entiende un poquito haces el ridículo), permite creer que sabes de esto o aquello. Eso es verdad. Pero impide lo fundamental. Nadie puede recibir una obra de arte explicada. Eso es, sencillamente, imposible.

Digo todo esto porque he leído que Michael Haneke hace grandes esfuerzos en sus películas por encontrar razones que expliquen la aparición del fascismo en Europa después de la Gran Guerra. Y supongo que eso es lo que hace. Cosa que por otra parte me parece más que bien y no me importa en absoluto. Y digo todo esto porque ‘La cinta blanca’ me dejó pegado al sillón por muchas razones entre las que no se encontraba esa búsqueda de explicaciones sobre la aparición del fascismo.

Primero un par de pegas. Aunque la película es magnífica, conviene señalar los pequeños defectos que presenta. Haneke utiliza en esta película un narrador (voz en off de un maestro de escuela) que olvida con facilidad durante algunas secuencias. Si eliges un punto de vista no puedes modificarlo para contar algo en concreto. Por ejemplo, si el narrador no sabe no puede contar. Así de sencillo. Haneke juega a que el suyo habla, a veces, de oídas. Y podría servir si no hiciera, en efecto, un cambio en el punto de vista. Esta es una pequeña pega de la película. Por otra parte, un mundo terrorífico, en el que todo gira alrededor de la envidia y de la brutalidad, no permite cualquier cosa al construir un personaje. En ‘La cinta blanca’ tenemos un médico que es amante de la matrona de pueblo. Decide dejarla. Pues bien, la conversación que mantienen cuando él le comunica a ella su deseo de dejar la relación, es inverosímil. Un personaje puede tender a un extremo, por ejemplo, al de la maldad. Vale. Pero lo que dice ese personaje es completamente delirante. En la ficción también hay límites. Muy bien marcados. Y Haneke pasa por encima de ellos con cierta facilidad. Por último (en el capítulo de malas noticias) me sorprende que el director no utilice música (no lo hace casi nunca en sus películas) y que diga (esto es lo grave) que en la vida real no suena la música si no conectamos la radio o tocamos la guitarra. Ya lo sabíamos. Pero alguien debería decir a este hombre que sus películas no son eso que conocemos como mundo real. Es ficción. Creo yo que no pasaría nada, no perdería ni un gramo de intensidad su cine, al introducir música. Ciento cuarenta y cinco minutos son muchos minutos. Ya sé que esto es una apreciación muy, muy, personal. Pero me la perdonan ustedes.

Vamos con las buenas porque son excelentes. La fotografía de esta película es deliciosa. Se rodó en color, pero se presenta en un blanco y negro absolutamente maravilloso. El reparto, sin excepción, hace un trabajo impecable. Haneke logra sacar lo mejor de cada actor y, muchos de ellos, son niños (misión imposible). El clima que logra es terrible, horroroso, agobiante. Y lo hace sin empujones. Se toma su tiempo para hacerlo sin que apenas lo note el espectador. Excepto en el caso del médico, los personajes son totalmente creíbles.

Le guste poco o mucho al señor Haneke, su película habla de la duda. Lo del fascismo me parece muy bien aunque sería difícil que un espectador sin avisar lo viera con claridad. Muchos me podrán decir que no, que lo que hace es plantear preguntas y más preguntas sin dar solución a ninguna de ellas, que no habla de la duda sino que la plantea como vehículo para llevarnos hasta donde nos quiere tener. Podría parecerlo, sí, pero no es así. Dejar una narración sin principio o final claro (Haneke deja su película sin ninguna de las dos cosas) no genera dudas, no desarrollar la trama en su totalidad no genera dudas. No. Y Haneke no plantea cuestiones y las deja sin resolver. Al menos, no todas se quedan sin una solución. Lo que exige con su cine es máxima atención para que podamos solucionar esa trama (no he dicho inventar, eso es otra cosa). Los que se quedan a dos velas son sus personajes, su narrador. Esos viven y conviven con la duda a cuestas y el mundo se dibuja desde ese lugar y las consecuencias que añade a la vida de los personajes. No saber significa no poder vivir. Y todos los habitantes de ese pueblo alemán son ignorantes de sí mismos y de lo de otros.


Todo es muy impresionante en ‘La cinta blanca’. Difícil y fascinante.

Son muchos a los que el cine de este director, y ‘La cinta blanca’ en concreto, les parece un tostón. Lo puedo llegar a entender. Por ejemplo, no todo el mundo está dispuesto a mirar una pantalla que presenta una toma fija en la que la acción se desarrolla al otro lado de la pared durante más de tres o cuatro segundos. Haneke tiende a la exageración con frecuencia y quizás no aporte gran cosa a la intensidad narrativa o a la carga expresiva. No a todo el mundo le agrada que la narración deje abierto tantos frentes. Aquí el problema se hace enorme cuando el espectador intenta rellenar los huecos. Gran error por su parte. Eso es especular. Nada de echarle fantasía a la cosa. Lo que nos cuentan es lo que hemos visto. Nada más. Sin embargo, me apunto a los que se quedan pensando durante días sobre cómo han planteado una cuestión fundamental para el ser humano. Eso convierte en una maravilla este trabajo de Haneke.

G. Ramírez

El papel que defiende Isabelle Huppert es imposible aunque ella está sobresaliente

Que la vida nos lleva hasta lugares extraños y nos convierte, muchas veces, en eso que nunca hubiéramos imaginado, es una realidad. Las personas funcionan, se mueven por el mundo, como buenamente pueden. Cualquier cosa que suceda a nuestro alrededor nos parece posible (tal vez anormal, pero posible). Porque pasa y eso o hace posible. Es así de sencillo. Pasa y es. Todo es posible. Cualquier suceso, cualquier perversión en las personas, cualquier muestra de amor o de odio. El mundo es un lugar extravagantemente original e inopinado.

Pero todo esto forma parte del mundo, de la realidad. La literatura, el cine, la pintura o la música, tienen sus propios códigos, sus propios sistemas internos por los que evolucionan y sobreviven. Lo que puede ser verosímil en el universo no tiene porqué ser creíble en una manifestación artística cualquiera. Esto que es tan sencillo de enunciar, que se ha dicho un millón de veces, parece que es desconocido para una serie de autores que, cegados por el afán de provocar y sonar en los foros como transgresores, cometen errores inexplicables, imperdonables y lamentables.

Michael Haneke es capaz de lo mejor y de lo peor al hacer cine. Encuentra la tensión narrativa exacta para que sus personajes aparezcan como auténticos y solventes o convierte su película en un encadenamiento de escenas absurdas, vacías, por las que los personajes se mueven incapaces de progresar, de establecer la más mínima relación entre ellos, sin que signifiquen nada. En algunas ocasiones (cuando el desastre «marca Haneke» aparece arrollador) las interpretaciones de los actores y actrices ocultan un poco el problema. En 'La pianista', el papel que defiende Isabelle Huppert es imposible aunque ella está sobresaliente. Hace cosas maravillosas con un personaje que se queda en el esperpento.


Dicen que Haneke intenta enfrentar al espectador consigo mismo a través de su cine; que desea provocar con escenas, sin artificios, reacciones ante el mal, ante los límites. Cosas así. Eso está muy bien aunque hay que empezar por conseguir que el espectador crea lo que ve. En 'La pianista' lo que consigue es poco, más bien poco. Y el problema es la falta absoluta de una relación entre los personajes principales que sea mínimamente reconocible por el que mira. En un intento de forzar la máquina, Haneke, lleva a un extremo absurdo tanto a sus personajes como al espectador. Construir personajes con un perfil determinado para que sufran una modificación profunda justificada por algo absurdo no tiene sentido.

Para ser justo, diré que la película tiene cosas muy buenas. Por ejemplo, la presentación de la personaje principal (justo al iniciarse la la película) es original y deja una carga expresiva imponente. Erika Kohut (Isabelle Huppert) es profesora de piano en el conservatorio. Su mundo se presenta alternando las imágenes de manos interpretando piezas en un piano con las de los créditos. Vemos las manos y suena música exquisita. Leemos los créditos en silencio absoluto. Así es ella. O escucha música o se sume en un silencio total. Su mundo está fragmentado, destruido. Ya he dicho que la interpretación de Huppert es magnífica y la de Annie Girardot (es la madre de Erika) más que notable. La dirección de actores de Haneke siempre tiende a ser sobresaliente. También resulta interesante la relación de la profesora con una de sus alumnas puesto que es el reflejo de la que ella vive con su madre. Pero eso es todo. El resto es otra cosa.

La profesora de piano vive con su madre. Es una tortura por el carácter posesivo e impertinente de una madre que ve a su hija del mismo modo que vería a una chiquilla. El carácter de Erika es frío, tosco, distante; no es capaz de expresar ningún sentimiento ni mostrar compasión con sus alumnos. Cuando no imparte clases, Erika, dedica su tiempo a visitar establecimientos dedicados a la venta de objetos sexuales para, por ejemplo, ver una película porno (busca en la papelera de la cabina y coge una servilleta usada por el usuario anterior para ir oliendo mientras la película pasa); para pasear entre los vehículos parados -en uno de esos cines en los que se ve la película desde el coche- buscando parejas que mantengan relaciones sexuales, mirar y, llegado el momento, orinar porque le pone la cosa; para cortarse con una cuchilla en algún lugar de la entrepierna (también le pone). En un concierto privado conoce a Walter Klemmer (Benoît Magimel), un joven apuesto que, de inmediato, se siente atraído por la mujer. El jovencito logra un puesto en el conservatorio para poder estar junto a ella. Erika, que es depravada, muestra una postura dura y dominante con el muchacho. Y llega el momento en que entablan una relación de pareja (digo esto por calificar esa relación de alguna forma aunque la relación no existe salvo desde el discurso de los personajes). Intenta que el joven se líe a guantazos con ella, que utilice objetos sadomasoquistas y cosas parecidas. Al muchacho le parece que eso es una locura y no consiente algo parecido. Pero, poco después, se presenta en la casa de la pianista, maltrata a la madre, se lía a guantazos con la profesora, la viola y la insulta. Inexplicable. Bueno no, Haneke, aporta una solución. Como la profesora le ha indicado el camino el joven investiga para ver qué pasa.

Isabelle Huppert en un momento de la película.

Todo esto lo cuenta el director con planos fijos eternos que no terminan de funcionar y con una sobriedad que termina siendo cargante. Intenta despertar en el espectador esa zona en la que el límite está cerca para que decida si sigue mirando o hasta dónde está dispuesto a llegar; pero, a mí, lo que me despierta es un instinto asesino innato ante la majaderías. Y un bostezo detrás de otro.

En fin, sé que de esta películas se han dicho muchas cosas. Muy buenas. Sin embargo, esta vez no me convence en absoluto. ¿Esta historia es posible? Pues claro. ¿Las propuestas que hace tienen una justificación dentro de la teoría psicológica? Pues seguramente. Pero ¿el cine es lo mismo que la vida real o es una representación de ella? No tengan dudas. Me parece un película de la que se salvan tres cosas. Nada más.

G. Ramírez

 


Michael Haneke es capaz de lo mejor y de lo peor. Tan pronto presenta un peliculón como un desastre absoluto revestido de falsa genialidad. ‘Funny Games’ es una de sus películas y la que más escorada se encuentra hacia el lado del desastre total. Personajes imposibles, diálogos pretenciosos y una originalidad muy, muy, gastada.

'Funny Games' fue dirigida por un Michael Haneke que olvidó la genialidad en algún lugar desconocido.

Un matrimonio y su hijo de seis años son asaltados en su casa de descanso por dos jóvenes. El resto del argumento no lo pienso mencionar. Por respeto a los que aún no han podido ver la película y porque no hay mucho más que contar. Entre planos fijos interminables y aburridos e injustificados, entre unos diálogos que juegan al sarcasmo con la violencia, entre un discurso completamente imbécil sobre lo que es realidad y ficción, entre personajes poco creíbles, entre reacciones de estos completamente absurdas, entre errores narrativos imperdonables (¿los personajes de Haneke nunca duermen? ¿los padres que ven morir a su hijo procuran llamar por teléfono en lugar de desesperarse ante el cadáver?), entre estas cositas, se desarrolla una trama disparatada y mal construida. Haneke, que es muy astuto en este caso (eso sí que hay que reconocérselo) juega a dejar cosas por el camino que justifique el desastre que filmó. Como el discurso sobre realidad y ficción es patético, hace que unos de los personajes pueda agarrar el mando a distancia de la televisión para volver atrás en la trama evitando que los buenos puedan con ellos (uno de los criminales es el que hace esta patochada). Con ello justifica que un par de personajes muy tarados, pero, a la vez, muy fáciles de reducir hagan lo que Haneke quiere que hagan sin problema alguno. Todo es así de lamentable o muy parecido. La justificación en 'Funny Games' para Haneke no existe. Le han dicho que es un genio y él ha decidido hacer lo que hacen los genios. Lo que no sabe Haneke es que los genios no hacen lo que les da la gana, que eso lo hacen los que quieren parecerlo y no lo son. Pero astuto sí es este hombre. Tiene un par de personajes que son asesinos psicópatas. Muy educados. Y desde una ironía barata habla del pasado de uno de ellos (aparte de asesino y loco debe ser tonto de baba) para crear el personaje. Como lo que dice es una idiotez juega a que parezca que lo dice medio en broma medio en serio. Siembra la duda porque le han dicho que los genios lo hacen. Qué cosas. Haneke intenta crear un clima opresivo, del que nada puede escapar. Sería injusto si no dijera que los veinte primeros minutos son, francamente, brillantes. Pero la propuesta del director se queda en nada a partir de ese momento. Hace algo que, ni tiene nada de original, ni tiene el más mínimo sentido narrativo. El asesino que pinta como el jefe del asunto se dirige hasta en dos ocasiones al espectador. Le pregunta, le intenta involucrar. ¿Desde cuándo el espectador tiene que tomar partido, desde cuándo el espectador tiene que hacer el trabajo del director (dar respuestas o mostrar posibles rutas para llegar a ellas)? Haneke no termina de comprender que insultar al espectador (a su inteligencia) no es transgresor. Es una torpeza que a muchos (a los que creen que es un genio) les puede parecer una genialidad. Una lástima que esto ya esté hecho hace años tanto en cine como en literatura. No es nuevo. Y es una pena que nadie le diga a este hombre que la mala educación no tiene nada que ver con la genialidad.

Haneke intenta crear un clima opresivo.


'La cinta blanca' (película firmada por este mismo director) sí es más genial que otra cosa. Pero esto no, esto es un insulto a la inteligencia. Mucha violencia, mucho plano fijo, mucho diálogo con pinta de importante y poco de genialidad.

Una última cosa antes de acabar. En el salón uno de los malos mira el televisor. Escenas de violencia. Los canales sólo se diferencian en el tipo de violencia. Poco después, el mismo tipo, mete un tiro a un crío de seis años delante de sus padres. El compañero se prepara un bocadillo en la cocina como si nada. Intenta Haneke jugar con esa violencia televisiva y la respuesta que se puede encontrar en la sociedad. Quizás Haneke cree que todos somos como sus personajes, que estamos igual de tarados. Quería decir esto antes de acabar porque me indigna que un tipo que podría ser grande de verdad haga estas cosas y que le aplaudan. Si se tirase un pedo lo harían igual. Y ahora sí que lo dejo porque empiezo a sentir unas ganas incontrolables de decir lo que pienso sin pensar en que alguien lo leerá.

Si no han visto la película no lo hagan. Si ya la vieron, mala suerte. Eso sí, cabe la posibilidad de encontrar un genio. Nunca se sabe.

Nirek Sabal


Escribir sobre las películas de Michael Haneke me perturba casi tanto como verlas. Y eso me gusta.
 Cuando algo o alguien te hace reflexionar, aunque sea para decir barbaridades, me gusta. No lo puedo ocultar ni remediar.

Haneke sería, en literatura, escritor de relato breve. En sus películas lo que sucede modifica al personaje. Algo pasa y algo cambia, en un instante concreto. El mundo sigue su curso, pero el personaje modifica la senda que transita. Se centra en eso. Sólo se apoya en el pasado (mínimamente) para dar verosimilitud o justificar la acción. Algo ocurre y el personaje estalla por los cuatro costados. El espectador, quizás, también. Por otra parte no intenta ni propone tramas completas sino que tiende a dejar abierto casi todo (esto irrita a muchos). Se podría interpretar esto como tomadura de pelo cuando, en realidad, es algo que dota de cierta simbología al conjunto. Nunca entenderé por qué la misma cosa convierte a unos en genios (por ejemplo a Carver o Salinger en literatura, y yo me uno al aplauso) y a otros en crucificados (Haneke). El director austriaco sabe (muy bien) que es eso y no otra cosa lo que organiza el universo personal de un personaje y le obliga a estar en constante movimiento. Como ven, el cine de este hombre tan polémico, se desliza hacía lo que conocemos en literatura como relato breve o cuento. Y su estructura, la del cine de Haneke y la del relato breve (abierto) es muy difícil de interpretar. Cuando el crítico, por ejemplo, mira y no entiende, suele decir que todo es un desastre y se limita a decir que siempre es la misma historia. Por ejemplo, abundan las críticas que dicen de 'Caché' que trata de la maldad, de su ausencia y que es más de lo mismo y que es una castaña y que no hay derecho a jugar así con el espectador. Pues no. Igual que dije que 'Funny Games' es absurda (esta es de las que cierran la acción, qué casualidad), tramposa y no recuerdo qué más cosas feas; de 'Caché' no puedo decir lo mismo.

'Caché' es inquietante y no habla de la maldad. No. Lo siento mucho, pero no. Eso es sólo un vehículo narrativo que nos lleva hasta lo importante de la historia. La fragilidad. La del ser humano y sus relaciones, la de la familia tal y como se entiende en occidente, la de la amistad, la de las parejas que se quieren o no dependiendo de lo externo. De la fragilidad del sistema que nos planteamos como forma de vida. ¿Desde dónde lo hace? Desde el lugar en que se rompen siempre los cacharros, desde esa cocina que conocemos como normalidad (la que desaparece en cuanto ocurre lo imprevisto, claro).

Daniel Auteuil y Juliette Binoche.

Georges y Anne (Daniel Auteuil y Juliette Binoche) viven tranquilamente con su hijo. Comienzan a recibir cintas de vídeo en los que aparecen sus movimientos más normales y dibujos representando a un niño vomitando sangre y un gallo degollado. Todo muy evocador para Georges que oculta a su esposa las ideas que le rondan. Su niñez aparece, de pronto. La ruptura, gracias a esa falta de comunicación es rápida. Con su hijo adolescente la relación se deteriora mucho, también. El desencuentro con los amigos es, cada minuto que pasa, más profundo. En fin un desastre. No descubriré nada más de la trama. Sería una pena. Es inquietante, perturbadora y tremenda.

Auteuil interpreta su papel magníficamente. Muy creíble. Binoche está bien a secas. Como 'Caché' es una película de Haneke me temo que me repito si digo que abundan planos fijos muy largos (esto les parece a muchos sofocante por aburrido. Sin embargo, el que escribe piensa que forma parte de una voz narrativa que puede acercarse más o menos a la acción dependiendo de su intención. Esa es la clave, la intención del narrador que es distinta a la del propio Haneke. Lo que sí es un desastre es elegir una voz y, luego, mover la cámara de aquí para allá sin respetar esa voz. Eso sí que es insultante y patético). Además de esos planos fijos, la música no suena. La tensión narrativa llega directamente desde la imagen y su ritmo. La carencia de música no deja de ser un contratiempo cuando lo narrado presenta zonas de mayor o menor tensión. O lo arreglas con expresión corporal de los actores, o con los diálogos, o una focalización exacta o estás perdido. En fin, cine de Haneke, un director que arrastra del odio a la admiración (hablo de mí mismo) aunque siempre desde la reflexión provocada por su obra. Ojalá hubiera media docena de estos por aquí sueltos.

Daniel Auteuil está estupendo y Juliette Binoche bien a secas.

Voy a poner una pega que sí me parece importante. Igual que el lenguaje que se utiliza en literatura para narrar un sueño ha de ser el adecuado y muy distinto al utilizado para, por ejemplo, describir un paisaje, el que se usa en cine debe modificarse para contar una cosa u otra. Haneke es un esfuerzo que no hace nunca. Es lineal en su discurso (me refiero a los registros narrativos que utiliza). Existe un registro más próximo a lo onírico. Le guste o no. Y no se puede contar todo de la misma manera.

Pues eso. Que le echen un vistazo. Merece la pena. Además, descubrirán a qué lado están. Odiadores o amantes. Anímense.

G. Ramírez

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