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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




Un cuadrilátero es la imagen del éxito pasajero, del dinero ennegrecido, del sufrimiento de un pobre diablo y la riqueza de unos pocos gracias a un boxeador o a un luchador que tiene dibujado el horizonte siempre dentro del propio ring. Porque más allá de las cuerdas no hay casi nada para ellos.

A pesar de los promotores y de los managers sin escrúpulos, de la prensa sensacionalista o de los amaños de combates, la vida sigue adelante. Porque hay futuros. Enclenques, oscuros y tristes, pero futuros al fin y al cabo. Tres películas excelentes pueden servir de referencia para saber cómo han visto algunos autores esa relación de los deportistas con los bajos fondos del deporte y con sus propias miserias.

'The Fighter' (2010). La lucha por las raíces

Excelente película. Sostenida de principio a fin por un actor del que siempre he pensado que era un marmolillo. Christian Bale. Reconozco que en 'The Fighter' interpreta su papel de forma primorosa. Se integra con su personaje al máximo, se transforma físicamente, vocaliza como lo haría el verdadero Dicky Eklund. Fantástico, de verdad. Le acompaña Melissa Leo. Contenida, elegante dentro de un personaje cutre y casi ridículo que se rodea de una especie de tribu arcaica (sus hijas). Excelente película que parece hablar de boxeo cuando, en realidad, lo que trata de explorar es esa relación tan íntima que se crea en las familias y que permite al individuo agarrarse a sus raíces llegado un momento difícil, esa ruptura que llega para dejar sellado por siempre jamás un pacto entre hermanos, padres e hijos que nunca se traiciona, pase lo que pase. El boxeo es un vehículo magnífico que se presenta lejos de los tópicos de siempre, con realismo y la profundidad necesaria, pero sin que arañe un gramo de importancia a lo fundamental. Excelente película que firma David O’Russell. Este director puede gustar más o menos, aunque tiene un indiscutible talento al contar historias y al dirigir actores. El montaje es de lo más acertado. No hay un minuto que sobre y nada se echa de menos gracias a la focalización perfecta de la acción y la utilización de recursos adecuada.

La película narra cómo Micky Ward 'El Irlandés' (Mark Wahlberg defiende el papel con solvencia) logra luchar por el campeonato de mundo de boxeo. Pegado a su hermano Dicky, viejo boxeador y viejo drogadicto, pegado a su madre, a una familia incómoda. Y a su novia Charlene (Amy Adams; ésta defiende su papel, a secas). Narra los conflictos que se generan en la familia con las nuevas incorporaciones, cómo la sabiduría de la experiencia puede subir a un ring con clara ventaja sobre la ilusión o el miedo. Narra como una familia entera claudica ante sí misma si es necesario. Excelente película por su emotividad, por su música arrolladora, por su autenticidad.

'El luchador' ('The wrestler', 2008). La vida en soledad

Randy 'The Ram' Robinson (Mickey Rourke) es un luchador profesional de wrestling que se arrastra por circuitos mediocres y va saliendo adelante como puede. En los años 80 fue una figura cotizada; pero la edad, los excesos con las drogas y su falta de cuidado con el entorno familiar, le han convertido en un hombre solitario que busca un refugio imposible en una bailarina (Marisa Tomei) y en su hija (a la que abandonó muchos años antes). Intenta rehacer una vida que nunca existió hasta que comprende que su mundo está encerrado en un ring lleno de perdedores, luchadores sin futuro y una muerte acechante. La película es estupenda. Darren Aronofsky, el director, busca a los personajes con largos travellings realizados con el steadicam desde la espalda, encontrando matices en ellos que nos desvelan lo más íntimo de sus estados de ánimo. No es una película explícita en su desarrollo aunque deja pistas suficientes para que podamos entender la trama en todo su desarrollo. El personaje encarnado por Mickey Rourke crece desde el primer momento. Intenta vivir del pasado sabiendo que no hay posible futuro que le pueda hacer feliz. La elección de este actor fue todo un acierto. Podríamos decir que iba maquillado desde casa. Ya saben ustedes que los excesos de Rourke han sido grandes y su aspecto es muy similar al que tendría alguien en las mismas circunstancias que 'The Ram'.

Se podría hacer una lectura de la película bastante cercana al mesianismo. Presten atención al diálogo entre el luchador y la bailarina sobre Cristo. Vean cómo se ofrece la sangre del luchador después. Y, en la escena final, no dejen de fijarse en esos brazos en cruz del protagonista antes de...

'Más dura será la caída' (1956). El engaño de todos

Última película de Humphrey Bogart. No llegó a ver su estreno puesto que murió poco antes. La película ataca un asunto turbio, sangrante: los engaños a los que son sometidos los boxeadores, las trampas que se hicieron siempre en el mundo del boxeo, la falta de escrúpulos de los managers con sus pupilos. Bogart interpreta el papel de un periodista, Eddie Willis, que no tiene trabajo y decide apuntarse a una estafa de tamaño gigantesco. Un boxeador argentino, el Toro Moreno, (interpretado por Mike Lane y que nos lleva a percibir esa mezcla entre lo pueril y lo estúpido que acompaña siempre a los púgiles) es un paquete y no podría ganar a un boxeador mediocre que le bailase treinta segundos sobre el ring. Llega a EEUU de la mano de Nick Benko (Rog Steiger) un promotor sin moral y sin el menor problema para exprimir a una persona y abandonarla de inmediato. Aunque en la película aparecen, por ejemplo, Max Baer o J.J. Walcott, no esperen encontrar una película sobre la técnica del boxeo. Se habla del entorno, de la falta de moral y, también, de la posible redención de las faltas (¿?). Una excelente última película de Bogart.

G. Ramírez


La importancia de 'Zodiac' es que es una película alejada de los territorios comunes que tanto se transitan en las películas que tratan asuntos que tienen que ver con los asesinos en serie y con las investigaciones policiacas. El ritmo narrativo, sin que ocurra nada deslumbrante o especialmente inquietante, no decae en ningún momento aunque hay que advertir que el realizador se toma su tiempo para contar lo que quiere. La primera hora y media es, en ese sentido, soberbia. La tensión que se vive cuando uno de los personajes en el último tramo de la película baja a un sótano con un sospechoso es brutal. La película se salpica de escenas inquietantes, de momentos descorazonadores, de imágenes perversas.

Pero es verdad que habrá espectadores que dirán que la película es lenta y que la obsesión que nos relatan es reiterativa en exceso. No les faltará razón porque lo que David Fincher, junto con el guionista James Vanderbilt, nos quiere contar es la obsesión de los personajes que quieren escapar de un laberinto creado por un asesino en serie. La ficción trata de recrear la realidad y una obsesión es lo que.

La puesta en escena de Fincher es elegante hasta más no poder. La dirección actoral sobresale sobre todo lo demás y los actores principales (todos masculinos) entregan un trabajo estupendo. Destaca Robert Downey Jr. encarnando el papel de periodista excéntrico, bebedor e iluminado. Pero Jake Gyllenhaal, Mark Ruffalo y Anthony Edwards consiguen defender sus papeles sin dificultad alguna. El vestuario, la iluminación, el maquillaje o la peluquería, muy bien. Cada cosa hace el papel que toca y todo está perfectamente ordenado en esta película.

Lo que cuenta 'Zodiac' es la historia de una obsesión protagonizada por dos policías y dos empleados de un periódico. De 1966 a 1978, un asesino en serie provocó un enorme pánico entre la población de San Francisco. Envió cartas a diferentes redacciones y anduvo jugando con todos sin que le descubrieran. Se le conoció como ‘El asesino del zodiaco’. Nunca se pudo descubrir su identidad.

Si alguien piensa en esta película como el thriller en el que hay persecuciones, espectáculo emocionante y crímenes creativos, que vaya eligiendo otra cosa. Esta película no es la suya. En esta lo que va a encontrar es una planificación de cada escena riguroso y minucioso, una historia enredada sobre sí misma, unos personajes que van creciendo y evolucionando poco a poco. Y un arranque de hora y media fuera de lo normal en cuanto a tensión se refiere. Porque no hay excesos de sangre ni crueldad aunque cada asesinato logra poner los pelos de punta.

Acompaña la acción una banda sonora que no invade en ningún momento territorios que no son suyos y se agradece que no se utilice para marcar tempos que no corresponderían a un guion como este.

Es posible que, pasados unos años, esta película se mire como revolucionaria, como verdadera obra de arte del cine. Es el tiempo el que permite que eso suceda sin que existan equivocaciones. Es sin duda una de las mejores películas estrenadas en lo que llevamos de siglo.

G. Ramírez


‘El Gran Hotel Budapest’ es una película luminosa, muy divertida, llena de melancolía, un trabajo que dibuja una Europa imposible en el periodo de entreguerras. El espíritu de Ernst Lubitsch y el universo literario de Stefan Zweig están presentes en cada toma. Esta película es, sencillamente, deliciosa.

'El Gran Hotel Budapest' es una película del realizador Wes Anderson filmada en 2014. Cuenta una de las historias de amistad más auténtica y divertida que se recuerdan en los dos o tres últimos lustros. Lo hace de forma coral y lo hace intentando dibujar la Europa de entreguerras, la decadencia, el territorio de la melancolía que nos obliga a echar la vista atrás para reinventarnos en nuestra propia modernidad.

'El Gran Hotel Budapest' es color, es ironía y sarcasmo, es ternura y es cine; también, es el universo literario de Stefan Zweig.

El que condene a Wes Anderson por ser un esteta caprichoso y poco más estará cometiendo un error enorme. En el cine de este hombre, la planificación de cada escena es milimétrica, los encuadres precisos y originales, la elegancia en el movimiento de la cámara una especie de bálsamo, los montajes son inteligentes, las bandas sonoras formidables. Cada detalle es cuidado hasta el extremo. En esta película, además, el guion se salpica de frases rotundas que permiten a los personajes principales creer sin descanso. Todo está preparado para estar al servicio de la trama principal, de esa historia de amistad a la que me refería.

Ralph Fiennes defiende su papel con una contundencia, con una solvencia, que tira de espaldas. Maravilloso trabajo. Le acompaña un Tony Revolori asombroso. Los dos están estupendos. Pero Bill Murray, F. Murray Abraham, Adrien Brody, Edward Norton, Harvey Keitel, Jude Law, Willem Dafoe o Jeff Goldblum o Tilda Swinton, entre otros y con papeles muy cortos, convierten sus intervenciones en algo divertido y extravagante. El espectador siente que todos disfrutan de lo lindo delante de la cámara.

No puedo seguir sin destacar cómo nos cuentan la huida de la cárcel de unos presos espantosos, violentos y sanguinarios (casi todos) que resulta muy, muy, graciosa. Anderson es capaz de contar lo horrible arrancando una sonrisa del espectador.

El fotógrafo Robert D. Yeoman busca el color imposible, la luz necesaria para que la realidad se torne surreal, y la belleza hasta en los objetos más cutres.

Otro aspecto más que interesante de la película es el narrador elegido. Es el mismo tipo que, en literatura, se conoce como narrador apoyado. Un escritor cuenta lo que le contó una persona que encontró tiempo atrás en el Gran Hotel Budapest y que había vivido la acción en el pasado lejano. Estos filtros permiten a Wes Anderson cierta versatilidad con las voces y todo tiende a tener un hueco en el conjunto sin que se le pueda acusar de utilizar puntos de vista erróneos.

Anderson utiliza elementos de animación que acompañan a los personajes. Consigue con ello que todo se tiña de cierta melancolía, de esa autenticidad que aporta la fantasía y, sobre todo, de un humor cristalino magnífico.

La película es muy agradable para el espectador. Y los más cinéfilos disfrutarán con las constantes referencias a Ernst Lubitsch.

Mientras Wes Anderson siga creando personajes como Monsieur Gustave y su ayudante Zero podremos continuar reconciliados con el cine.

G. Ramírez

Nunca antes ningún director de cine se había atrevido a contar las cosas de un modo tan brutal, sin concesiones de ningún tipo y sin un ápice de esperanza. Béla Tarr mira el mundo, intenta comprender la existencia, hace una película y nos la coloca sobra la espalda como una carga de la que jamás nos podremos deshacer. El cine de este realizador húngaro es excepcional. Aunque no faltan los que se aburren como ostras mirando la pantalla.

La pobreza o la soledad son una desgracia. Claro que sí. Pero la peor de las desgracias es despertar cada día teniendo que repetir las rutinas a las que obligan esa pobreza o esa soledad. Se puede ser pobre, pero lo insoportable debe ser sentirse pobre, o solo, o condenado, cada día sin excepción. Si es verdad eso que decía Samuel Beckett (que en la vida de una persona no sucede absolutamente nada) la desgracia, como rutina o como meta, suena insoportable.

‘The Turin Horse’ (‘A Torinói Io’, 2011) es una película firmada por Béla Tarr. Nos presenta un ambiente pre apocalíptico en un blanco y negro bellísimo (absolutamente necesario puesto que nada hay más gris que el fin del mundo) que intenta localizar las sombras, los pliegues de la luz, los brillos casi improbables que, si se buscan, se encuentran.

Se cuenta en la película la historia de un hombre, de su hija y del caballo que poseen. Arranca la cinta justo después de ocurrir esa anécdota protagonizada por el filósofo Nietzsche (03.01.1889) que se abalanzó sobre el cuello de un caballo desfallecido al que hostigaba su dueño sin piedad. Nietzsche rompió a llorar y dijo “Madre, soy tonto” (“Mutter ich bin dumm”). A partir de ese momento, la consciencia del filósofo se vio mermada durante los diez años que siguió con vida. Divide Tarr el relato en seis partes. Cada una de ellas corresponde a un día de los seis días que Dios utilizó para crear el universo. El séptimo descansó. Tarr desmonta el chiringuito divino con esas seis partes (30 planos secuencia). Y luego descansa, también. Prometió no volver a hacer cine. Dios y Tarr decidieron callar al acabar con sus creaciones. Porque callar es una forma de descansar.

‘The Turin Horse’ incluye una banda sonora bastante particular. Música de chelos repetitiva, casi obsesiva. Y se podría decir que el ruido del viento forma parte de esa música. El viento es un personaje más de la narración que llena de polvo y hojas muertas la escena.

El mundo se acaba porque ya nada tiene sentido. Y Tarr lo representa a su manera. Las reiteraciones de las rutinas de padre e hija, su pobreza, su falta de esperanza. Los personajes no se quejan. El caballo; utilizado tantas veces por realizadores como, por ejemplo, Tarkovski; está acabado, está medio muerto y ahora representa la falta de ánimo, de fuerzas. Ni se mueve, ni quiere comer. El fin del mundo no se puede detener. El pozo de agua ya está seco, no quedan ganas ni de comer. Y el espectador se encuentra en medio de todo este lío que no perdona a nadie.

La cámara de Tarr es extraordinaria. Si, por ejemplo, el caballo es encerrado en el establo, el realizador nos lo va a mostrar desde un encuadre exacto con el que podamos sentir cómo el animal queda a oscuras, solo, a las puertas de la muerte. Porque la muerte del equino representa la de todos y es necesario que el espectador la sienta como suya. Nos deja mirando la pantalla, las puertas del establo cerradas, todo el tiempo que sea necesario. Lo consigue, ya lo creo que lo consigue.

János Derzsi (el padre) hace un papel monumental. Erika Bók (la hija) defiende el papel de forma impresionante. Ellos solos frente al final de todo. Unos gitanos durante unos segundos y un vecino durante unos minutos les acompañan. Son pocos los personajes, son pocos los objetos que vemos. Y, además, faltan las parejas. Un solo caballo tirando del carro; falta la madre-esposa; a él le faltan un brazo (no lo mueve) y un ojo (el otro es de cristal). La carcoma ha dejado de roer después de 40 años.

Los diálogos son escasos y muy precisos. El guion es simple aunque el realizador nos lo echa encima para sepultarnos. En la última escena todo se oscurece. Termina fundido a negro.

G. Ramírez

‘Hijos de los hombres’ (‘Children of men’, 2006) es una película sobrecogedora, terrible. El planeta Tierra se ha convertido en un monumental caos que lo ha transformado en un enorme vertedero, en un lugar muy poco amable para vivir. Las mujeres dejaron de ser fértiles dieciocho años atrás y la extinción del ser humano es cuestión de tiempo. Gran Bretaña parece que es el último bastión en el que la civilización occidental puede aguantar la destrucción total. Es el único país en el que todavía hay ejército y es manejado por un Gobierno opresor y cruel. Solo los británicos tienen oportunidades puesto que el resto de las personas son consideradas refugiados y tratadas como ganado. Sin embargo, en manos de un grupo terrorista se encuentra la única esperanza para la Humanidad. Existe.

Técnicamente, la película es soberbia. Cuarón utiliza el plano secuencia de forma espectacular. Para el que no lo sepa, un plano secuencia es una toma sin cortes de larga duración. Esta elección es muy acertada porque Cuarón busca que el espectador se implique en la acción al cien por cien. De paso, en este caso, la cámara nerviosa y, a veces, al hombro, convierte el plano secuencia en un documento con el que se dibuja la realidad. O casi. Se hacen espectaculares cuando el realizador obliga a los actores a regresar sobre sus propios pasos. Es fácil intuir que se necesita un cuidado especial, milimétrico, casi de exactitud quirúrgica.

Todo lo que vamos conociendo coincide con lo que sabe el personaje principal, Theodore Faron (encarnado por un excelente Clive Owen). Theo ve y el espectador ve; Theo escucha y el espectador escucha. Nada que no vea el personaje puede saberlo el espectador. Llega al extremo la intención del realizador cuando incluye un leve pitido en el sonido de la película. Es el mismo que siente Theo desde que una bomba estalló muy cerca de él (ocurre al comenzar la cinta). Que el punto de vista esté tan pegado al personaje, obliga a Cuarón a entregar la información precisa a través de los carteles de las paredes, de la televisión, de los grafitis... Cosas de ese estilo.

El personaje principal es otra de las razones por las que el espectador bucea en la acción desde el principio y la hace suya. Theo no tiene fe, se siente descreído, siente que las esperanzas se esfumaron tiempo atrás. Es todo dudas, se siente ignorante y oprimido. Y en él, en sus manos, queda el destino de la humanidad. Menuda faena. Y por ello el espectador se involucra desde muy pronto.

Julianne Moore, aunque en un papel corto, está estupenda. El resto del reparto cumple muy bien. Destacan Michael Caine (fumando maría y con aspecto de yeyé) y Chimetel Ejiofor (la escena del parto es enternecedora e intensa).

La puesta en escena es espectacular. Todos los detalles están cuidados al máximo. Parece que ese mundo que se ve desde una verja es real.

En los años 70, Michael Campus dirigió ‘Edicto siglo XX: Prohibido tener hijos’. Contaba justo lo contrario que ‘Hijos de los hombres’ aunque tocaban el mismo asunto: la natalidad cero. Protagonizaron la película Oliver Reed y Geraldine Chaplin. La película no triunfó. Tal vez esta de Cuarón sí lo hizo porque los espectadores percibieron una cercanía muy poco gratificante entre ficción y realidad.

Magnífica película.

G. Ramírez

‘Green Book’ (2018) es una lección maravillosa sobre cómo hacer cine de corte clásico; una lección de cómo hacer que la forma narrativa sea independiente del fondo del relato aunque cada cosa sea complementaria de la otra; una lección de humor fino, elegante y atemporal; una lección sobre cómo contar algo ya sabido haciendo parecer que es novedad mundial. Y una lección de dirección actoral. No creo que sea necesario decir que, además, los amantes de la música estarán encantados con una banda sonora en la que se incluyen temas maravillosos de la música clásica y del jazz. Los pies se mueven sin parar desde el principio. Y no solo por la partitura sino porque la película en su conjunto desprende buen rollo, vitalidad y confianza en el ser humano a espuertas.

‘Green Book’ es una película que se construye desde la contraposición. Cada cosa tiene su contraria. Si se nos recuerda un estereotipo que se aplica o aplicaba a los afroamericanos, otro, esta vez sobre los italo norteamericanos que en los años sesenta vivían en nueva York, es presentado con gracia, con buen sentido del humor y en busca de la caricatura más saludable. La melancolía y la tristeza del pianista protagonista se enfrenta a las ganas de vivir y al optimismo del chófer. El caso es que el mundo siempre puede estar del revés dependiendo del punto de vista desde el que se mire.

‘Green Book’ es una road movie como todas las demás. Cuenta un viaje en el que lo importante no es el trayecto sino el aprendizaje, lo que sucede en ese viaje. Veremos aprender a los protagonistas, uno del otro. Irán evolucionando, creciendo entre prejuicios que siempre están salvo que todo lo ordene el amor o la amistad. Además, el pianista descubrirá que el mundo reservado a los hombres y mujeres negros del sur de los Estados Unidos de América era muy distinto al que ocupa él. El chófer hace el recorrido contrario. Así es ‘Green Book’.

Peter Farrelly maneja la cámara con mimo, es económico al narrar y hace que sus actores logren unas interpretaciones fantásticas. Viggo Mortensen encarna el papel de Tony ‘Lip’ Vallelonga, el chófer que se encarga de hacer posible una gira muy peligrosa. Estupendo, divertido, comprometido con su personaje. Uno de sus mejores trabajos, sin duda. Mahershala Ali encarna al pianista Don Shirley, un músico negro que destacaba por su virtuosismo y su preparación técnica casi imposible. Don Shirley era de los que pensaban que las cosas solo podían cambiar echando valor y no a base de corcheas bien colocadas en el pentagrama. Y era gay, refinado, triste y elegante. Ali consigue un papel soberbio, apabullante. Contenido en todo momento cuando se trata de un papel que invita a cierto histrionismo.

La ambientación es exquisita. El Nueva York de los años 60 se presenta con pulcritud y lleno de detalles. Los estados sureños, igual. El recorrido por esos territorios es sobrio, más que interesante. La fotografía de Sean Porter, clásica y muy efectiva, resulta preciosa.

Green Book es una de esas películas que nos recuerdan que somos una cosa y la contraria al mismo tiempo, que un blanco puede llegar a sentirse como un negro en situaciones injustas y crueles, que un negro puede y debe ser lo mismo que un blanco. Y que a través de la música se puede expresar rabia o amor interpretando la misma partitura. La dualidad de la realidad está representada en la película.

‘Green Book’ es una auténtica delicia.

Nirek Sabal

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