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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




 


La violencia entre los jóvenes, una forma de vida depravada y fuera de ese marco que entendemos como ético o moral, es algo que se puede retratar de muchas formas. Una de ellas es desde la crudeza más absoluta, desde la falta del maquillaje que la ficción utiliza para convertir el horror en algo llevadero. ‘The Tribe’ es un ejemplo de brillante crueldad.
Cuando la realidad está teñida con tonos mugrientos, la ficción es, inevitablemente, dolorosa. 
El cine es un arte que se compone de distintas partes y una de ellas, imprescindible, es la verosimilitud. Por tanto, aunque sea tremendo, repugnante o tóxico, los guionistas y realizadores, están obligados a mostrar universos de ficción que sin un grado determinado de crueldad o fealdad, no pueden funcionar en pantalla. Esto provoca que algunas películas no sean recibidas con agrado por algunas personas que entienden el cine como puro entretenimiento o como un escaparate para la zona más amable de la realidad convertida en fábula. Es una opción como otra cualquiera y nadie puede criticarlo, pero esas personas pierden la ocasión, inevitablemente, de comprobar que el cine puede ser un artificio portentoso cuando alguien quiere pisar territorios peligrosos para la consciencia. 
‘The Tribe’ (‘Plemya’, 2014) es una película del realizador ucraniano Miroslav Slaboshpitsky. Un trabajo demoledor que no deja una sola puerta abierta a la esperanza para los personajes ni para los espectadores; es una película tan bien rodada como rematada; es un canto a la imposibilidad de vivir con normalidad una realidad hostil que solo es acogedora para algunos y en algunos lugares. 
En ‘The Tribe’ los personajes no hablan porque son sordomudos. Ellos solo se comunican a través del lenguaje de signos. No oyen. Y el espectador solo escucha el sonido ambiente sin saber lo que se dicen entre unos y otros. Tan solo en una escena se puede oír el murmullo de un grupo de personas que espera a entrar en un edificio. Por tanto, se establece un juego interesantísimo. El espectador escucha lo que lo personajes ignoran aunque al mismo tiempo no puede entender los diálogos que se producen entre los protagonistas. No hay subtítulos, solo silencio. Escuchamos sin que nos hablen o sin decir nosotros mismos y eso representa el silencio más perturbador de todos.
 


Por otra parte, ‘The Tribe’ es una película que cuenta la vida en un centro de educación especial para sordomudos. Se podría decir que la película es similar a esas historias que suceden en un colegio mayor norteamericano o en una universidad cualquiera. La diferencia es que en unas películas vemos canchas de baloncesto, aulas estupendas y animadoras moviendo pompones; y en esta solo alcanzamos a ver mugre, una depravación que deja perplejo, maldad en cada esquina y la cara más perversa de una sociedad acostumbrada a sufrir, que entiende la vida como una especie de tránsito en el que lo mejor que puedes hacer es sobrevivir sin mostrar escrúpulo alguno. El glamour se cambia por la depresión más profunda e intensa. 
La planificación de cada escena es especialmente brillante. Planos fijos eternos y planos secuencias interminables. Las escenas filmadas con steady cam son especialmente brillantes. Y es que cuando el lenguaje no aparece por ninguna parte es obligado que la cámara siga al personaje para entender. Por tanto, los primeros planos son inservibles y el juego plano-contraplano resulta innecesario por no aportar casi nada. 
‘The tribe’ nos hace pensar en ‘Elephant’ (2003) de Gus Van Sant o en ‘Tiro en la cabeza’ (2008) de Jaime Rosales. 
Miroslav Slaboshpitsky realiza la película con inteligencia y echando originalidad al asunto. No obstante, la historia que cuenta ya está narrada un millón de veces. Otra cosa es que no tenga remilgos a la hora de ser brutal al contar las cosas y que sea muy original utilizar recursos que, hasta ahora, eran desconocidos.
Otro aspecto destacable es que los actores y actrices son sordomudos en la realidad y ninguno de ellos es profesional. 
Esta película es la historia de un grupo de jóvenes sordomudos que viven en un centro de educación especial en el que han conseguido formar una banda de delincuentes que utiliza cualquier tipo de violencia, la prostitución o el delito más salvaje, para mantener un tipo de vida que, por otro lado, es penoso en todos los aspectos. Una de las jóvenes prostitutas y el muchacho que llega más tarde al centro mantienen una relación. El amor, los celos y el sexo, hacen saltar por los aires toda la maquinaria y la tragedia dentro de la tragedia aparece arrasando todo lo que encuentra en el camino. 
Si la película es dura en general, un par de escenas son completamente perturbadoras. Por la forma de presentarlas y por lo que enseñan. Si la violencia es en sí misma desagradable, en esta película se convierte en algo atroz. El arco dramático de los personajes va creciendo cuando las dosis de brutalidad les dibuja con trazo fino. 
Es esta una de las películas que, el que escribe, ha tenido mayores dificultades para terminar de ver sin levantarse de la butaca. Y no por ser una mala película, puesto que no lo es, sino porque la consciencia y la conciencia se convirtieron en centrifugadoras que provocaban una sensación difícil de soportar. Saber que la realidad esconde algunas zonas parecidas a esta pone los pelos de punta a cualquiera que quiera considerarse normal.

G. Ramírez

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