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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




Un cuadrilátero es la imagen del éxito pasajero, del dinero ennegrecido, del sufrimiento de un pobre diablo y la riqueza de unos pocos gracias a un boxeador o a un luchador que tiene dibujado el horizonte siempre dentro del propio ring. Porque más allá de las cuerdas no hay casi nada para ellos.

A pesar de los promotores y de los managers sin escrúpulos, de la prensa sensacionalista o de los amaños de combates, la vida sigue adelante. Porque hay futuros. Enclenques, oscuros y tristes, pero futuros al fin y al cabo. Tres películas excelentes pueden servir de referencia para saber cómo han visto algunos autores esa relación de los deportistas con los bajos fondos del deporte y con sus propias miserias.

'The Fighter' (2010). La lucha por las raíces

Excelente película. Sostenida de principio a fin por un actor del que siempre he pensado que era un marmolillo. Christian Bale. Reconozco que en 'The Fighter' interpreta su papel de forma primorosa. Se integra con su personaje al máximo, se transforma físicamente, vocaliza como lo haría el verdadero Dicky Eklund. Fantástico, de verdad. Le acompaña Melissa Leo. Contenida, elegante dentro de un personaje cutre y casi ridículo que se rodea de una especie de tribu arcaica (sus hijas). Excelente película que parece hablar de boxeo cuando, en realidad, lo que trata de explorar es esa relación tan íntima que se crea en las familias y que permite al individuo agarrarse a sus raíces llegado un momento difícil, esa ruptura que llega para dejar sellado por siempre jamás un pacto entre hermanos, padres e hijos que nunca se traiciona, pase lo que pase. El boxeo es un vehículo magnífico que se presenta lejos de los tópicos de siempre, con realismo y la profundidad necesaria, pero sin que arañe un gramo de importancia a lo fundamental. Excelente película que firma David O’Russell. Este director puede gustar más o menos, aunque tiene un indiscutible talento al contar historias y al dirigir actores. El montaje es de lo más acertado. No hay un minuto que sobre y nada se echa de menos gracias a la focalización perfecta de la acción y la utilización de recursos adecuada.

La película narra cómo Micky Ward 'El Irlandés' (Mark Wahlberg defiende el papel con solvencia) logra luchar por el campeonato de mundo de boxeo. Pegado a su hermano Dicky, viejo boxeador y viejo drogadicto, pegado a su madre, a una familia incómoda. Y a su novia Charlene (Amy Adams; ésta defiende su papel, a secas). Narra los conflictos que se generan en la familia con las nuevas incorporaciones, cómo la sabiduría de la experiencia puede subir a un ring con clara ventaja sobre la ilusión o el miedo. Narra como una familia entera claudica ante sí misma si es necesario. Excelente película por su emotividad, por su música arrolladora, por su autenticidad.

'El luchador' ('The wrestler', 2008). La vida en soledad

Randy 'The Ram' Robinson (Mickey Rourke) es un luchador profesional de wrestling que se arrastra por circuitos mediocres y va saliendo adelante como puede. En los años 80 fue una figura cotizada; pero la edad, los excesos con las drogas y su falta de cuidado con el entorno familiar, le han convertido en un hombre solitario que busca un refugio imposible en una bailarina (Marisa Tomei) y en su hija (a la que abandonó muchos años antes). Intenta rehacer una vida que nunca existió hasta que comprende que su mundo está encerrado en un ring lleno de perdedores, luchadores sin futuro y una muerte acechante. La película es estupenda. Darren Aronofsky, el director, busca a los personajes con largos travellings realizados con el steadicam desde la espalda, encontrando matices en ellos que nos desvelan lo más íntimo de sus estados de ánimo. No es una película explícita en su desarrollo aunque deja pistas suficientes para que podamos entender la trama en todo su desarrollo. El personaje encarnado por Mickey Rourke crece desde el primer momento. Intenta vivir del pasado sabiendo que no hay posible futuro que le pueda hacer feliz. La elección de este actor fue todo un acierto. Podríamos decir que iba maquillado desde casa. Ya saben ustedes que los excesos de Rourke han sido grandes y su aspecto es muy similar al que tendría alguien en las mismas circunstancias que 'The Ram'.

Se podría hacer una lectura de la película bastante cercana al mesianismo. Presten atención al diálogo entre el luchador y la bailarina sobre Cristo. Vean cómo se ofrece la sangre del luchador después. Y, en la escena final, no dejen de fijarse en esos brazos en cruz del protagonista antes de...

'Más dura será la caída' (1956). El engaño de todos

Última película de Humphrey Bogart. No llegó a ver su estreno puesto que murió poco antes. La película ataca un asunto turbio, sangrante: los engaños a los que son sometidos los boxeadores, las trampas que se hicieron siempre en el mundo del boxeo, la falta de escrúpulos de los managers con sus pupilos. Bogart interpreta el papel de un periodista, Eddie Willis, que no tiene trabajo y decide apuntarse a una estafa de tamaño gigantesco. Un boxeador argentino, el Toro Moreno, (interpretado por Mike Lane y que nos lleva a percibir esa mezcla entre lo pueril y lo estúpido que acompaña siempre a los púgiles) es un paquete y no podría ganar a un boxeador mediocre que le bailase treinta segundos sobre el ring. Llega a EEUU de la mano de Nick Benko (Rog Steiger) un promotor sin moral y sin el menor problema para exprimir a una persona y abandonarla de inmediato. Aunque en la película aparecen, por ejemplo, Max Baer o J.J. Walcott, no esperen encontrar una película sobre la técnica del boxeo. Se habla del entorno, de la falta de moral y, también, de la posible redención de las faltas (¿?). Una excelente última película de Bogart.

G. Ramírez


La importancia de 'Zodiac' es que es una película alejada de los territorios comunes que tanto se transitan en las películas que tratan asuntos que tienen que ver con los asesinos en serie y con las investigaciones policiacas. El ritmo narrativo, sin que ocurra nada deslumbrante o especialmente inquietante, no decae en ningún momento aunque hay que advertir que el realizador se toma su tiempo para contar lo que quiere. La primera hora y media es, en ese sentido, soberbia. La tensión que se vive cuando uno de los personajes en el último tramo de la película baja a un sótano con un sospechoso es brutal. La película se salpica de escenas inquietantes, de momentos descorazonadores, de imágenes perversas.

Pero es verdad que habrá espectadores que dirán que la película es lenta y que la obsesión que nos relatan es reiterativa en exceso. No les faltará razón porque lo que David Fincher, junto con el guionista James Vanderbilt, nos quiere contar es la obsesión de los personajes que quieren escapar de un laberinto creado por un asesino en serie. La ficción trata de recrear la realidad y una obsesión es lo que.

La puesta en escena de Fincher es elegante hasta más no poder. La dirección actoral sobresale sobre todo lo demás y los actores principales (todos masculinos) entregan un trabajo estupendo. Destaca Robert Downey Jr. encarnando el papel de periodista excéntrico, bebedor e iluminado. Pero Jake Gyllenhaal, Mark Ruffalo y Anthony Edwards consiguen defender sus papeles sin dificultad alguna. El vestuario, la iluminación, el maquillaje o la peluquería, muy bien. Cada cosa hace el papel que toca y todo está perfectamente ordenado en esta película.

Lo que cuenta 'Zodiac' es la historia de una obsesión protagonizada por dos policías y dos empleados de un periódico. De 1966 a 1978, un asesino en serie provocó un enorme pánico entre la población de San Francisco. Envió cartas a diferentes redacciones y anduvo jugando con todos sin que le descubrieran. Se le conoció como ‘El asesino del zodiaco’. Nunca se pudo descubrir su identidad.

Si alguien piensa en esta película como el thriller en el que hay persecuciones, espectáculo emocionante y crímenes creativos, que vaya eligiendo otra cosa. Esta película no es la suya. En esta lo que va a encontrar es una planificación de cada escena riguroso y minucioso, una historia enredada sobre sí misma, unos personajes que van creciendo y evolucionando poco a poco. Y un arranque de hora y media fuera de lo normal en cuanto a tensión se refiere. Porque no hay excesos de sangre ni crueldad aunque cada asesinato logra poner los pelos de punta.

Acompaña la acción una banda sonora que no invade en ningún momento territorios que no son suyos y se agradece que no se utilice para marcar tempos que no corresponderían a un guion como este.

Es posible que, pasados unos años, esta película se mire como revolucionaria, como verdadera obra de arte del cine. Es el tiempo el que permite que eso suceda sin que existan equivocaciones. Es sin duda una de las mejores películas estrenadas en lo que llevamos de siglo.

G. Ramírez


‘El Gran Hotel Budapest’ es una película luminosa, muy divertida, llena de melancolía, un trabajo que dibuja una Europa imposible en el periodo de entreguerras. El espíritu de Ernst Lubitsch y el universo literario de Stefan Zweig están presentes en cada toma. Esta película es, sencillamente, deliciosa.

'El Gran Hotel Budapest' es una película del realizador Wes Anderson filmada en 2014. Cuenta una de las historias de amistad más auténtica y divertida que se recuerdan en los dos o tres últimos lustros. Lo hace de forma coral y lo hace intentando dibujar la Europa de entreguerras, la decadencia, el territorio de la melancolía que nos obliga a echar la vista atrás para reinventarnos en nuestra propia modernidad.

'El Gran Hotel Budapest' es color, es ironía y sarcasmo, es ternura y es cine; también, es el universo literario de Stefan Zweig.

El que condene a Wes Anderson por ser un esteta caprichoso y poco más estará cometiendo un error enorme. En el cine de este hombre, la planificación de cada escena es milimétrica, los encuadres precisos y originales, la elegancia en el movimiento de la cámara una especie de bálsamo, los montajes son inteligentes, las bandas sonoras formidables. Cada detalle es cuidado hasta el extremo. En esta película, además, el guion se salpica de frases rotundas que permiten a los personajes principales creer sin descanso. Todo está preparado para estar al servicio de la trama principal, de esa historia de amistad a la que me refería.

Ralph Fiennes defiende su papel con una contundencia, con una solvencia, que tira de espaldas. Maravilloso trabajo. Le acompaña un Tony Revolori asombroso. Los dos están estupendos. Pero Bill Murray, F. Murray Abraham, Adrien Brody, Edward Norton, Harvey Keitel, Jude Law, Willem Dafoe o Jeff Goldblum o Tilda Swinton, entre otros y con papeles muy cortos, convierten sus intervenciones en algo divertido y extravagante. El espectador siente que todos disfrutan de lo lindo delante de la cámara.

No puedo seguir sin destacar cómo nos cuentan la huida de la cárcel de unos presos espantosos, violentos y sanguinarios (casi todos) que resulta muy, muy, graciosa. Anderson es capaz de contar lo horrible arrancando una sonrisa del espectador.

El fotógrafo Robert D. Yeoman busca el color imposible, la luz necesaria para que la realidad se torne surreal, y la belleza hasta en los objetos más cutres.

Otro aspecto más que interesante de la película es el narrador elegido. Es el mismo tipo que, en literatura, se conoce como narrador apoyado. Un escritor cuenta lo que le contó una persona que encontró tiempo atrás en el Gran Hotel Budapest y que había vivido la acción en el pasado lejano. Estos filtros permiten a Wes Anderson cierta versatilidad con las voces y todo tiende a tener un hueco en el conjunto sin que se le pueda acusar de utilizar puntos de vista erróneos.

Anderson utiliza elementos de animación que acompañan a los personajes. Consigue con ello que todo se tiña de cierta melancolía, de esa autenticidad que aporta la fantasía y, sobre todo, de un humor cristalino magnífico.

La película es muy agradable para el espectador. Y los más cinéfilos disfrutarán con las constantes referencias a Ernst Lubitsch.

Mientras Wes Anderson siga creando personajes como Monsieur Gustave y su ayudante Zero podremos continuar reconciliados con el cine.

G. Ramírez

Nunca antes ningún director de cine se había atrevido a contar las cosas de un modo tan brutal, sin concesiones de ningún tipo y sin un ápice de esperanza. Béla Tarr mira el mundo, intenta comprender la existencia, hace una película y nos la coloca sobra la espalda como una carga de la que jamás nos podremos deshacer. El cine de este realizador húngaro es excepcional. Aunque no faltan los que se aburren como ostras mirando la pantalla.

La pobreza o la soledad son una desgracia. Claro que sí. Pero la peor de las desgracias es despertar cada día teniendo que repetir las rutinas a las que obligan esa pobreza o esa soledad. Se puede ser pobre, pero lo insoportable debe ser sentirse pobre, o solo, o condenado, cada día sin excepción. Si es verdad eso que decía Samuel Beckett (que en la vida de una persona no sucede absolutamente nada) la desgracia, como rutina o como meta, suena insoportable.

‘The Turin Horse’ (‘A Torinói Io’, 2011) es una película firmada por Béla Tarr. Nos presenta un ambiente pre apocalíptico en un blanco y negro bellísimo (absolutamente necesario puesto que nada hay más gris que el fin del mundo) que intenta localizar las sombras, los pliegues de la luz, los brillos casi improbables que, si se buscan, se encuentran.

Se cuenta en la película la historia de un hombre, de su hija y del caballo que poseen. Arranca la cinta justo después de ocurrir esa anécdota protagonizada por el filósofo Nietzsche (03.01.1889) que se abalanzó sobre el cuello de un caballo desfallecido al que hostigaba su dueño sin piedad. Nietzsche rompió a llorar y dijo “Madre, soy tonto” (“Mutter ich bin dumm”). A partir de ese momento, la consciencia del filósofo se vio mermada durante los diez años que siguió con vida. Divide Tarr el relato en seis partes. Cada una de ellas corresponde a un día de los seis días que Dios utilizó para crear el universo. El séptimo descansó. Tarr desmonta el chiringuito divino con esas seis partes (30 planos secuencia). Y luego descansa, también. Prometió no volver a hacer cine. Dios y Tarr decidieron callar al acabar con sus creaciones. Porque callar es una forma de descansar.

‘The Turin Horse’ incluye una banda sonora bastante particular. Música de chelos repetitiva, casi obsesiva. Y se podría decir que el ruido del viento forma parte de esa música. El viento es un personaje más de la narración que llena de polvo y hojas muertas la escena.

El mundo se acaba porque ya nada tiene sentido. Y Tarr lo representa a su manera. Las reiteraciones de las rutinas de padre e hija, su pobreza, su falta de esperanza. Los personajes no se quejan. El caballo; utilizado tantas veces por realizadores como, por ejemplo, Tarkovski; está acabado, está medio muerto y ahora representa la falta de ánimo, de fuerzas. Ni se mueve, ni quiere comer. El fin del mundo no se puede detener. El pozo de agua ya está seco, no quedan ganas ni de comer. Y el espectador se encuentra en medio de todo este lío que no perdona a nadie.

La cámara de Tarr es extraordinaria. Si, por ejemplo, el caballo es encerrado en el establo, el realizador nos lo va a mostrar desde un encuadre exacto con el que podamos sentir cómo el animal queda a oscuras, solo, a las puertas de la muerte. Porque la muerte del equino representa la de todos y es necesario que el espectador la sienta como suya. Nos deja mirando la pantalla, las puertas del establo cerradas, todo el tiempo que sea necesario. Lo consigue, ya lo creo que lo consigue.

János Derzsi (el padre) hace un papel monumental. Erika Bók (la hija) defiende el papel de forma impresionante. Ellos solos frente al final de todo. Unos gitanos durante unos segundos y un vecino durante unos minutos les acompañan. Son pocos los personajes, son pocos los objetos que vemos. Y, además, faltan las parejas. Un solo caballo tirando del carro; falta la madre-esposa; a él le faltan un brazo (no lo mueve) y un ojo (el otro es de cristal). La carcoma ha dejado de roer después de 40 años.

Los diálogos son escasos y muy precisos. El guion es simple aunque el realizador nos lo echa encima para sepultarnos. En la última escena todo se oscurece. Termina fundido a negro.

G. Ramírez

‘Hijos de los hombres’ (‘Children of men’, 2006) es una película sobrecogedora, terrible. El planeta Tierra se ha convertido en un monumental caos que lo ha transformado en un enorme vertedero, en un lugar muy poco amable para vivir. Las mujeres dejaron de ser fértiles dieciocho años atrás y la extinción del ser humano es cuestión de tiempo. Gran Bretaña parece que es el último bastión en el que la civilización occidental puede aguantar la destrucción total. Es el único país en el que todavía hay ejército y es manejado por un Gobierno opresor y cruel. Solo los británicos tienen oportunidades puesto que el resto de las personas son consideradas refugiados y tratadas como ganado. Sin embargo, en manos de un grupo terrorista se encuentra la única esperanza para la Humanidad. Existe.

Técnicamente, la película es soberbia. Cuarón utiliza el plano secuencia de forma espectacular. Para el que no lo sepa, un plano secuencia es una toma sin cortes de larga duración. Esta elección es muy acertada porque Cuarón busca que el espectador se implique en la acción al cien por cien. De paso, en este caso, la cámara nerviosa y, a veces, al hombro, convierte el plano secuencia en un documento con el que se dibuja la realidad. O casi. Se hacen espectaculares cuando el realizador obliga a los actores a regresar sobre sus propios pasos. Es fácil intuir que se necesita un cuidado especial, milimétrico, casi de exactitud quirúrgica.

Todo lo que vamos conociendo coincide con lo que sabe el personaje principal, Theodore Faron (encarnado por un excelente Clive Owen). Theo ve y el espectador ve; Theo escucha y el espectador escucha. Nada que no vea el personaje puede saberlo el espectador. Llega al extremo la intención del realizador cuando incluye un leve pitido en el sonido de la película. Es el mismo que siente Theo desde que una bomba estalló muy cerca de él (ocurre al comenzar la cinta). Que el punto de vista esté tan pegado al personaje, obliga a Cuarón a entregar la información precisa a través de los carteles de las paredes, de la televisión, de los grafitis... Cosas de ese estilo.

El personaje principal es otra de las razones por las que el espectador bucea en la acción desde el principio y la hace suya. Theo no tiene fe, se siente descreído, siente que las esperanzas se esfumaron tiempo atrás. Es todo dudas, se siente ignorante y oprimido. Y en él, en sus manos, queda el destino de la humanidad. Menuda faena. Y por ello el espectador se involucra desde muy pronto.

Julianne Moore, aunque en un papel corto, está estupenda. El resto del reparto cumple muy bien. Destacan Michael Caine (fumando maría y con aspecto de yeyé) y Chimetel Ejiofor (la escena del parto es enternecedora e intensa).

La puesta en escena es espectacular. Todos los detalles están cuidados al máximo. Parece que ese mundo que se ve desde una verja es real.

En los años 70, Michael Campus dirigió ‘Edicto siglo XX: Prohibido tener hijos’. Contaba justo lo contrario que ‘Hijos de los hombres’ aunque tocaban el mismo asunto: la natalidad cero. Protagonizaron la película Oliver Reed y Geraldine Chaplin. La película no triunfó. Tal vez esta de Cuarón sí lo hizo porque los espectadores percibieron una cercanía muy poco gratificante entre ficción y realidad.

Magnífica película.

G. Ramírez

‘Green Book’ (2018) es una lección maravillosa sobre cómo hacer cine de corte clásico; una lección de cómo hacer que la forma narrativa sea independiente del fondo del relato aunque cada cosa sea complementaria de la otra; una lección de humor fino, elegante y atemporal; una lección sobre cómo contar algo ya sabido haciendo parecer que es novedad mundial. Y una lección de dirección actoral. No creo que sea necesario decir que, además, los amantes de la música estarán encantados con una banda sonora en la que se incluyen temas maravillosos de la música clásica y del jazz. Los pies se mueven sin parar desde el principio. Y no solo por la partitura sino porque la película en su conjunto desprende buen rollo, vitalidad y confianza en el ser humano a espuertas.

‘Green Book’ es una película que se construye desde la contraposición. Cada cosa tiene su contraria. Si se nos recuerda un estereotipo que se aplica o aplicaba a los afroamericanos, otro, esta vez sobre los italo norteamericanos que en los años sesenta vivían en nueva York, es presentado con gracia, con buen sentido del humor y en busca de la caricatura más saludable. La melancolía y la tristeza del pianista protagonista se enfrenta a las ganas de vivir y al optimismo del chófer. El caso es que el mundo siempre puede estar del revés dependiendo del punto de vista desde el que se mire.

‘Green Book’ es una road movie como todas las demás. Cuenta un viaje en el que lo importante no es el trayecto sino el aprendizaje, lo que sucede en ese viaje. Veremos aprender a los protagonistas, uno del otro. Irán evolucionando, creciendo entre prejuicios que siempre están salvo que todo lo ordene el amor o la amistad. Además, el pianista descubrirá que el mundo reservado a los hombres y mujeres negros del sur de los Estados Unidos de América era muy distinto al que ocupa él. El chófer hace el recorrido contrario. Así es ‘Green Book’.

Peter Farrelly maneja la cámara con mimo, es económico al narrar y hace que sus actores logren unas interpretaciones fantásticas. Viggo Mortensen encarna el papel de Tony ‘Lip’ Vallelonga, el chófer que se encarga de hacer posible una gira muy peligrosa. Estupendo, divertido, comprometido con su personaje. Uno de sus mejores trabajos, sin duda. Mahershala Ali encarna al pianista Don Shirley, un músico negro que destacaba por su virtuosismo y su preparación técnica casi imposible. Don Shirley era de los que pensaban que las cosas solo podían cambiar echando valor y no a base de corcheas bien colocadas en el pentagrama. Y era gay, refinado, triste y elegante. Ali consigue un papel soberbio, apabullante. Contenido en todo momento cuando se trata de un papel que invita a cierto histrionismo.

La ambientación es exquisita. El Nueva York de los años 60 se presenta con pulcritud y lleno de detalles. Los estados sureños, igual. El recorrido por esos territorios es sobrio, más que interesante. La fotografía de Sean Porter, clásica y muy efectiva, resulta preciosa.

Green Book es una de esas películas que nos recuerdan que somos una cosa y la contraria al mismo tiempo, que un blanco puede llegar a sentirse como un negro en situaciones injustas y crueles, que un negro puede y debe ser lo mismo que un blanco. Y que a través de la música se puede expresar rabia o amor interpretando la misma partitura. La dualidad de la realidad está representada en la película.

‘Green Book’ es una auténtica delicia.

Nirek Sabal

Anthony Quinn y Alan Bates.


A pesar de todo, la vida hay que vivirla. Lo mejor que sea posible. Pase lo que pase, sea donde sea. Porque el mundo tiene una característica que no podemos salvar como si no existiera: el mundo es dual, todo tiene su contrario, lo mejor da paso a lo peor y esto, antes o después, cede el puesto a lo mejor

Lo importante es estar vivo y sentirse así. Incluso la muerte ha de tomarse como una cosa más que integra la vida.

Esto podría servir como resumen de la propuesta de Michael Cacoyannis. ‘Zorba el griego’ pretende hablar del mundo como lugar en el que se pueden presentar todo tipo de posibilidades. Y, sobre todo, un lugar que sigue su curso de forma independiente a lo que le puede suceder a un ser humano concreto. El mundo puede ser una ratonera asquerosa y, al mismo tiempo, un palacio impresionante para cualquiera.

Para narrar su historia y profundizar sobre todo esto, Cacoyannis contó con lo preciso. Un escenario árido en el que parece que nada puede sobrevivir salvo la pobreza y la falta de posibilidades. La única zona con vida (un bosque) pertenece a un monasterio; es decir, es propiedad de Dios (esto lo dice el protagonista en un momento de la película), propiedad de lo que el hombre no puede tocar ni controlar. Pero un escenario en el que hay vida. En el que hay vidas que contar.

Contó con varios personajes profundos en su psicología encarnados por un reparto de lujo. Zorba es Anthony Quinn. Un hombre capaz de afirmar que vivir es un problema, que sólo la muerte no lo es; un hombre que ve en los desastres esplendor. El joven escritor Basil es Alan Bates. Un hombre apocado, encorsetado por los prejuicios sociales de un mundo envuelto en sí mismo. La viuda solitaria y deseada por todos los hombres del pueblo es Irene Papas (más guapa no puede ser una mujer). Una mujer que desea vivir lo que es un gran amor y que está condenada desde antes de nacer a no poder experimentar lo que es eso. La dueña del hotel Ritz del pueblo (una casa destartalada y mugrienta) es una extraordinaria Lila Kedrova. La madame del pueblo. Vieja, sola, casi ridícula. Zorba representa el ímpetu, la vida vista desde las ganas de experimentar, la mirada inquieta y rebelde, la valentía. Basil es la estúpida mirada del recato, del temor. La tragedia se encarna en la viuda solitaria; una tragedia inevitable, una tragedia que llega desde las diferencias entre hombres y mujeres. El pasado, lo imposible de un futuro soportado en el recuerdo y en la vejez es lo que representa la dueña del hotel.

Cacoyannis contó con un fotógrafo excepcional (Walter Lassally) y una dirección artística extraordinaria (la película recuerda el feísmo y naturalismo de Federico Fellini). La película se rodó, afortunadamente, en blanco y negro. El realizador entendió que eso que quería contar no se puede presentar de otro modo. Y contó con una banda sonora de Mikis Theodorakis maravillosa y que, pronto, se hizo famosísima.

Irene Papas.

Con todo eso rodó el director ‘Zorba el griego’. Una película sobresaliente. Llena de escenas que apestan a gran cine. La boda de madame Hortense es un ejemplo de ello.

Todas las líneas argumentales resultan tremendas y dolorosas. Hasta las más esperanzadoras arrastran miserias humanas, defectos del individuo, dolor, soledad. Aunque son las mujeres las que acumulan mayor peso trágico. Pone los pelos de punta pensar sobre los personajes femeninos de esta cinta. La viuda y su condena por no ser propiedad de un hombre. El botín en el que se convierte el hotel a manos de las mujeres del pueblo. La forma de mirar el mundo de su dueña, ese no querer morir y morir.

La película se soporta sobre un guion brillante (adaptación de la novela de Nikos Kazantzakis). Cada frase abre nuevas perspectivas al espectador y, aunque algunas de ellas suenan algo literarias, funcionan muy bien formando un conjunto coherente y lleno de sentido. La película está muy bien contada y finaliza con una escena memorable. Es posible que esa escena fuera la única posible. Es perfecta.

G. Ramírez

La Gran Guerra siempre ha sido la hermana pobre de la II Guerra Mundial; parece que despierta menos interés. Al menos, en lo que a películas de cine se refiere. ‘1917’ era una película necesaria para igualar fuerzas y para poder sumar un excelente título a la lista del género bélico.

La Gran Guerra fue una carnicería muy difícil de explicar. Millones de jóvenes murieron sin sentido alguno. Tal vez algún empresario impresentable hizo negocio aprovechando el conflicto, pero la humanidad perdió mucho por el camino. Si a los muertos en combate, diez millones en el mejor de los casos, les sumamos los fallecidos a causa de la conocida como ‘gripe española’ en el mundo entero (entre cincuenta y cian millones de seres humanos) estamos hablando de entre sesenta y ciento diez millones de muertos durante el conflicto bélico. Se dice pronto aunque representa un desastre monumental, inaguantable. Algo así solo puede contarse desde dentro. Y eso ha hecho Sam Mendes en su película '1917'.

El despliegue técnico es de los que deja atónito a cualquiera. La fotografía es fabulosa, el vestuario exacto, la peluquería y el maquillaje estupendos, la puesta en escena es una maravilla y la planificación del plano secuencia, que Mendes no abandona en ningún momento, es portentoso y se convierte en un vehículo narrativo robusto y definitivo. Es cierto que el plano secuencia juega un poco en contra del crecimiento de los personajes, pero es una herramienta perfecta para contarnos la guerra desde dentro, sin escatimar detalles de todo tipo. El problema de la película no es tanto ese protagonismo del plano secuencia como las lagunas del guion. No son definitivas aunque empañan un poco el conjunto. Solo un poco.

El guion de '1917' es muy simple, cuenta más bien poco. William Schofield (el actor George Mackay encarna este personaje con una solvencia que le abrirá las puertas de muchos trabajos) y Tom Blake (Dean-Charles Chapman está bien aunque algo más discreto que su compañero) deben evitar el ataque, contra las fuerzas alemanas, de un par de regimientos británicos. Son mil seiscientos hombres los condenados a la muerte si se produce la ofensiva puesto que la trampa alemana es formidable. Reciben la orden de ir a dar aviso y van. Son militares. Por el camino suceden cosas y ninguna es buena. Es la guerra más brutal conocida hasta la fecha. Aunque nos quedamos sin conocer las motivaciones de los personajes principales. Este es el gran problema de '1917'. No sabemos cómo crecen William o Tom, sabemos muy poco de ellos, no entendemos por qué hacen esto o aquello.

La cinta se llena de secundarios encarnados por actores de primera fila. Mark Strong, Colin Firth, Richard Madden, Andrew Scott o Benedict Cumberbatch, son algunos de ellos. Y todos interpretan a personajes que sirven como actantes, es decir, que iluminan a los principales; sabemos de los protagonistas gracias a la luz que arrojan. Mendes trata con esto de disimular las carencias del libreto, pero no lo consigue del todo. Además, algunos detalles del texto se suman para restar al conjunto. Poco aunque quedan feos en un trabajo tan admirable. Por ejemplo ¿por qué no enviar la orden de retirada en uno de los aviones que se ven durante la cinta? Las fuerzas aéreas ya eran una realidad en ese momento. Los soldados alemanes aparecen como asesinos sin escrúpulos, borrachos y malos militares (no tienen ni puntería). Cosas de este estilo que no quiero desvelar y que se pueden perdonar.

Comienza la película y te envuelve. Los efectos sonoros y visuales son una maravilla. Y, pronto, comprendemos que Mendes ha elegido la forma en perjuicio del fondo. Eso sí, nos invita a pasear entre la muerte, la indefensión, la soledad, el dolor, el sinsentido, el barro, la sangre y si me apuran, el olor a carne putrefacta y pólvora.

'1917' recuerda a 'Salvar al soldado Ryan' y las trincheras que nos muestran nos hacen pensar en 'Senderos de gloria'. Mantiene una tensión narrativa muy parecida a la de estas películas en su fortaleza.

La tercera batalla de Ypress (es la que se cuenta en la película) es para lo único que ha servido. Porque nada que tenga que ver con la guerra mereció la pena.

G. Ramírez

‘Blade Runner 2049’ dirigida por Denis Villeneuve ha sido algo discutida. Seguramente de forma injusta y, sobre todo, al ser comparada con la cinta de Ridley Scott. Sin embargo, el despliegue técnico utilizado para contarnos la historia del replicante K, de Deckard, de su hija y de su entorno, es fabuloso. Se trata de un trabajo sensacional. Solo por la soberbia fotografía de Roger Deakins ya merece la pena echar un vistazo.

Si hablamos de cine, del mismo modo que si hablásemos de cualquier otra cosa, las comparaciones se hacen odiosas porque entre otras cosas suelen ser injustas. Si en igualdad de condiciones esas comparaciones son antipáticas, cuando se intenta comparar sin ser necesario, pretendiendo que existen condiciones similares en lo comparado sin que sea así, todo se multiplica y los resultados son inservibles.

‘Blade Runner’, la película de Ridley Scott, causó sensación (no al estrenarse sino tiempo después) y marcó la línea que separaría el buen cine de género de los intentos chapuceros. La violencia elevada a la categoría de poesía, el drama elegante rozando el lirismo, una banda sonora tan inolvidable como la estética con la que se presentaba un futuro incierto e inquietante, un guion que dejó boquiabertos a miles de personas y una expresividad que convertía lo explícito en estorbo narrativo, eran ingredientes infalibles de una receta irrepetible y, al mismo tiempo, incomparable.

Por ello, comparar la película de Ridley Scott con ‘Blade Runner 2049’ de Denis Villeneuve no tiene demasiado sentido. Las referencias se hacen inevitables puesto que una es continuación de la otra, pero de las comparaciones se puede prescindir.

Denis Villeneuve trata de no traicionar el espíritu de la primera. Y eso está muy bien aunque es mucho mejor comprobar que el director quiere que la película tenga su propio sello. Villeneuve tira de elegancia y de pulcritud al trabajar con la cámara en busca de encuadres exactos, ritmos indiscutibles y una claridad narrativa impecable.

Ya sabíamos que los replicantes eran una especie de ciudadanos de segunda obligados a hacer todo aquello que los humanos detestan, pero en ‘Blade Runner 2049’ se apuesta por indagar más en el problema. Ya sabíamos que Deckard podría ser un replicante y en la película de Villeneuve que un replicante puede llegar a creer que es humano. Ya sabíamos que el amor entre replicantes era posible y en ‘Blade Runner 2049’ sabemos que los milagros son posibles. Me interesa un aspecto de forma especial. El amor que se puede sentir por un holograma es cierto; tanto como el que sentimos hoy por nuestros contactos más allá de la pantalla del móvil. Me encanta comprobar que un replicante romanticón intenta detener una pelea brutal haciendo escuchar al contrario una preciosa versión de ‘Can’t help falling in love’, algo que no podía ni imaginar.

Los decorados son fantásticos; el derroche de imaginación y un presupuesto monumental se agradecen especialmente. La partitura de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch (sin comparar con la de Vangelis que era una obra de arte indiscutible) es estupenda. Y la fotografía de Roger Deakins un lujo maravilloso (pocos fotógrafos son capaces de aprovechar una oportunidad como esta sin cometer errores, con tanta elegancia).

El guion es algo irregular y no remata asuntos que podrían tener mayor recorrido, aunque no es malo, ni mucho menos. Tal vez deja algún arco dramático sin explorar en su totalidad, pero las carencias son mínimas.

Ryan Gosling (sin un villano, robusto en su composición, enfrente) está bien. Él no es el problema. Lo es ese replicante llamado K (sabemos que lo es desde el primer momento) que no termina de ser redondo. Harrison Ford hace lo que tiene que hacer y lo hace bien. Ana de Armas está estupenda además de guapísima. Sylvia Hoeks defiende un papel algo plano y es la que más baja el nivel... En general, todos están muy bien.

Es posible que veamos mejor esta cinta pasado un tiempo. Suele ocurrir que algunas cosas que nos entusiasman un día son descubiertas con la ventaja que aporta la distancia. Y este será uno de esos casos.

Nirek Sabal

Robert Duvall en 'Apocalypse Now Redux'

Incluso en películas como ‘Apocalypse Now Redux’ el deporte tiene un hueco. En este caso, asistimos a una batalla que se justifica para que algunos de los soldados norteamericanos puedan subirse a su tabla y surfear. Explosiones, disparos, muerte y tablas de surf. El horror, el verdadero horror.

En 1979, Francis Ford Coppola entregó el espectáculo más abrumador, espeluznante y, si se quiere, extravagante, jamás filmado. Todo su trabajo, todo su talento y su prestigio se pusieron en juego durante un rodaje en Filipinas lleno de baches, falta de presupuesto y problemas diversos por doquier.

Francis Ford Coppola y John Milius escribieron el guion adaptando (muy libremente) ‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad. Otra época, otra trama, pero manteniendo buena parte de la esencia del relato: el regreso del hombre a su estado más primitivo puesto que todos somos lo mismo desde que el ser humano lo es, aunque disfracemos nuestra existencia de una forma u otra. Coppola traslada la historia de Conrad a la guerra de Vietnam, una guerra terrible en la que todo lo que sucede se confunde y termina siendo una misma cosa.

Del mismo modo que ocurre en ‘El corazón de las tinieblas’, el entorno es un personaje más, con su propia vida, con su coherencia, con su propio latido.

El guion es espléndido. Alterna momentos de acción con otros de cierta tranquilidad, pero sin perder la tensión en ningún instante. Porque el personaje del coronel Kurtz (Marlon Brando) se va desarrollando sin aparecer hasta el final. Porque la evolución del resto de personajes va desarrollándose a la par. No se puede entender al coronel sin entender y atender a todos los que van apareciendo en pantalla. A todo lo que se enseña.

Desde el principio, Coppola hace una declaración de intenciones. El capitán Willard está siempre en el mismo lugar. Bien porque lo desea, bien porque lo sueña, bien porque, efectivamente, se encuentra allí. Replegado sobre sí mismo, ardiendo en su propio infierno. En él. Un hombre que se asoma al abismo de lo que es -Willard lo ha hecho- jamás regresa. Un abismo en el que todos tenemos parte o la totalidad. Lo sepamos o no.

Una fotografía impecable, una banda sonora convertida en símbolo y un despliegue de medios descomunal y bien gestionado son las señas de identidad de la película. La partitura de Carmine Coppola es inquietante, profunda; se salpica con temas de The Doors, Flash Cadillac, Richard Wagner y de The Rolling Stones, entre otros. La fotografía de Vittorio Storaro logra una conjunción perfecta entre luces, sombras y nieblas, que resaltan los estados de ánimo de los personajes a la perfección.

En ‘Apocalypse Now Redux’ encontramos escenas inolvidables que ya están colocadas entre las más importantes de la historia del cine. También otras que no parecen ser entendidas del todo y son criticadas por romper el ritmo del conjunto sin aportar nada. Un ejemplo de las primeras es el ataque del regimiento de caballería. Helicópteros, música de Wagner y, sobre todo, el coronel Kilgore al frente de sus hombres. Robert Duvall interpreta el papel aportando una credibilidad impresionante. Y su personaje es el que aclara a Willard (encarnado por un Martin Sheen extraordinario) y al espectador algo fundamental: Si Kilgore está al frente de un regimiento nadie puede acusar a otro de estar loco o de ser un asesino (cosa que ocurre con Kurtz). Kilgore es capaz de arrasar una aldea para que sus hombres puedan practicar surf, no permite que un combatiente sea dejado a su suerte salvo que su propio interés aparezca y todo se reduzca a sí mismo. Es un ser cruel y terrible. Todos en Vietnam son así.

El ejemplo de zona expositiva no entendida y criticada con dureza lo encontramos en la que va desde la llegada a la plantación francesa hasta que Willard y sus hombres la dejan atrás. Son muchos los que han dicho que es prescindible y que funciona como una explicación política de la trama. Nada más lejos de la realidad. Tras el ataque que sufre la lancha (la muerte de un compañero; las cartas que habían recibido todos excepto Willard que tiene, a cambio, un informe secreto de sus mandos; la cinta de la madre que escuchamos por encima del resto de sonidos, la pérdida del cachorro de Lance), los soldados descubren un reducto de lo que fue y ya casi no tiene relevancia, poemas recitados por niños, una mesa ordenada y limpia, el discurso vacío del que quiere repetir la historia y está condenado a ello con los matices imponderables. Descubren una buena parte de la realidad olvidada entre tanta locura, pero que sirve a Willard para ver otra parte de su universo (la iluminación es perfecta cuando nos lo enseñan deslumbrado, atónito), otra parte de la verdad. Todo se repite, todo es lo mismo. Una mujer viuda interpretada por Aurore Clément (misteriosa y envuelta por un aura brillante entre lo sucio) representa esa zona del ser humano sensible, conocedor de lo que es, de lo que fue y de lo que será. Es la normalidad narrada. Preparar la pipa (seguramente de opio) a Williard, como siempre hizo con su marido difunto, es el colofón. Y se presenta como casi irreal, tras la mosquitera, como un fantasma del recuerdo. Destaca, también Christian Marquand interpretando a Hubert de Marais. Desde aquí, queda claro que el enemigo no es el ejército de enfrente. Es la propia esencia del ser humano y el entorno, la naturaleza. La selva se muestra silenciosa, amenazante. Los ataques llegan desde ella aunque no vemos al enemigo que esperamos. Se va cerrando sobre el barco, sobre sí misma. A partir de aquí, todo alcanza profundidad, desesperanza. Un sentido que se forma desde la falta de él. Por tanto, de escenas flojas o innecesarias no podemos hablar.

Un espectáculo impresionante salpicado de momentos que deben contemplarse. El paso por el puente Do-Lung; el campamento en el que se encuentran las chicas Playboy, la ya mencionada carga de los helicópteros, el poblado de Kurtz. Todo en ‘Apocalypse Now’ tiene importancia, todo es fantástico y hace mella en el espectador.

G. Ramírez

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