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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




 

Sean Connery.

Auric Goldfinger (villano de esta película interpretado por Gert Fröbe) es el personaje más perverso de todos a los que se tuvo que enfrentar el 007 encarnado por Sean Connery. Para muchos, este es el mejor trabajo de todos los que componen la serie hasta que llegó ‘Casino Royale’ en 2006. Lo cierto es que fue la película que desató las pasiones por el agente secreto. Los martinis se consumieron más que nunca, los Aston Martin se vendieron como churros, y todos querían vestir un smoking blanco como el de Bond tras bucear y destruir el cuartel general de los narcotraficantes. Y lo cierto es que la película es fantástica. Un guion poderoso y bien armado (la novela de Ian Fleming es estupenda), unas interpretaciones de primer orden, la fotografía exacta (repetía Ted Moore) y una dirección hábil y sin altibajos de Guy Hamilton. ‘James Bond contra Goldfinger’ ('Goldfinger', 1964) acumula casi todo lo que serían las películas de James Bond. La ironía del agente, la confrontación directa entre el bien y el mal (nunca puede vencer este último), la belleza femenina, el valor de los héroes, traiciones, engaños. Todo James Bond. O casi.

Las mujeres tienen una importancia extraordinaria en la saga y dejan de ser objetos sexuales para aparecer en la trama de forma activa e importante; con ellas llega la iluminación necesaria para descubrir matices nuevos en el agente secreto (de Bond sabemos mucho cuando conocemos su relación con las mujeres). Pero en ‘Goldfinger’ es, todavía, mayor. La muerte por asfixia cutánea de Jill Masterson (una explosiva Shirley Eaton que era el referente erótico de la época) o el cambio en la tendencia sexual de Pussy Galone una vez que conoce a 007 (serenamente bella la actriz Honor Blackman), son algunos ejemplos. James Bond, no sólo corteja a toda mujer que se pone por delante, además, puede cambiar a cualquiera de ellas. Cosas de la época que, ahora, resultan impensables.

Sean Connery y Gert Fröbe.

Auric Goldfinger es el villano. Magnífico. Se trata de un hombre impotente, ludópata, obsesionado con el oro, malvado, incapaz de sentir compasión por nada ni nadie. Lo encarna Gert Fröbe de forma magistral. Fue una pena que el actor no pudiera aprender a hablar en inglés puesto que fue doblado en la versión original. Auric Goldfinger crece enormemente durante la película como personaje y termina dibujándose como el malvado de los malvados. Además, le acompaña Oddjob (Harol Sakata), un secuaz tan terrible como el propio Goldfinger, que mata lanzando su sombrero metálico como si fuera un boomerang o a guantazo limpio. Los malos suman esfuerzos.

Por primera vez, Bond dispone de gadgets (ingenios facilitados por la sección Q del MI6) que nunca retornarán en perfecto estado a su punto de origen. Por primera vez, vemos el mítico Aston Martin de Bond. Ametralladoras, cortinas de humo, chorros de aceite, asientos que saltan por los aires con el pasajero incluido. Entre vehículos y transmisores, Bond se convierte en todo un espectáculo.

Aparte de escuchar el tema clásico de la serie, en Goldfinger, Shirley Bassey interpreta el tema principal de la película; una canción compuesta por John Barry que desbancó del número uno de las listas a los mismísimos Beatles. Casi nada. La partitura rebosa emoción, intensidad y una colosal fuerza.

Esta es la película que marcó un antes y un después para Connery, para los productores, para los fans de James Bond. Es un peliculón en todos los sentidos.

G. Ramírez


Que las artes y la violencia tienen una extraña relación es una evidencia. Y que el cine es el escaparate artístico que se nutre de esa violencia, con todos sus matices, es otra. La guerra, tal vez, es la expresión máxima de la locura humana. Por eso son muchas las películas a las que podemos acudir si queremos abordar este asunto. Tan sucio como bello cuando el ser humano lo transforma en motivo artístico.

Elegir de entre todas las películas de la historia cinematográfica las mejores o las más representativas es, sencillamente, imposible de hacer sin dejar fuera de la lista trabajos de extraordinaria calidad. Por tanto, ese no es el objetivo. La idea es hacer un repaso para seleccionar esos aspectos bélicos o narrativos o cinematográficos que explican la guerra (si es que eso es algo posible) y su relación con el arte.

Si no ha visto alguna de las películas de las que se habla aquí, no lo lea. Se desvela parte de la trama de algunas de ellas.

Este es el resultado...


La estupidez. ‘¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú’ (1964). ¿Somos estúpidos? ¿Dependemos en exceso de las máquinas? ¿Una pequeña cosa es suficiente para que se produzca un cataclismo? Sí. Stanley Kubrick optó por filmar una película sobre todas estas preguntas manejando el humor como alternativa. Y digo bien, preguntas. Porque se plantean muchas aunque no se dan soluciones. Termina la película de forma poco alentadora mostrando una sociedad devorada por sí misma y pagada de sí misma y todo de sí misma. El guion es divertidísimo, el montaje sencillo y eficaz, la fotografía inmejorable, y la cámara se mueve con delicadeza y acierto milimétrico. Los personajes encarnan el ridículo más absoluto y desasosegante. Resulta inolvidable esa escena en la que un hombre debe salvar al mundo entero y, para ello, debe destrozar una máquina expendedora ya que no tiene cambio y sólo tiene a mano una cabina telefónica pública desde la que tiene que llamar al presidente de EE.UU. La trastienda del mundo tal cual.


Lo que queda atrás. ‘El Cazador’ (1978). Sólo puede cumplir una promesa el que conserva sus principios intactos, el que no renuncia a sí mismo ni por amor, ni por dinero, ni por su propia vida. Cuando Michael (Robert DeNiro), ya de regreso de Vietnam, comprueba que lo que dejó atrás al marchar a la guerra seguirá siendo un absurdo si no viaja para hacer que vuelva su amigo; que, sólo siendo ese cazador que siente ser, puede librar de la muerte a Nick (Christopher Walken); y cuando siente eso, no se lo piensa dos veces. Regresa a Vietnam para cumplir la promesa que le hizo a su amigo. Pero Nick, drogadicto y completamente tarado, se levanta la tapa de los sesos recordando a su amigo que morir bien es morir de un solo disparo en la cabeza. Y el mundo se queda sin esperanza. Michael pierde a su amigo, a la que podría haber sido su esposa, a sus amigos. Nada queda intacto. Ni siquiera él pensando en si está bien lo que hizo o no. La guerra lo destroza todo porque todo queda atrás.


La poética del combate. ‘La delgada línea roja’ (1998). Cuando pensamos en la guerra pensamos, inevitablemente, en los ejércitos, en las armas o en las estrategias. Pensamos en algo ajeno y lejano a lo que el hombre aspira. Sin embargo, nos olvidamos de las personas, las motivaciones que les llevaron a un campo de batalla o a no abandonarlo, de sus sentimientos (sólo hablamos de valentía o coraje o miedo atroz). Y olvidamos, también, un entorno que siempre está para dar o quitar con brutalidad. Con guerra o sin ella. Malick propone una nueva poética de la guerra, una nueva estética de la guerra. Un gran todo formado por cosas pequeñas, casi insignificantes. Vemos la guerra desde el personaje; aparecerán matices que convertirán la misma cosa en un cataclismo personal y colectivo o en el milagro de la vida de las plantas. Y como vehículo narrativo el monólogo interior. Los personajes quieren entender qué es lo que pasa a su alrededor. Malick les hace recorrer un camino terrible arrastrando el bien y el mal; el miedo, la locura, la idea de Dios. Les hace transitar un camino oscuro que les lleva hasta ellos mismos.


No a la guerra. ‘La infancia de Iván’. (1962). Andrei Tarkovski se estrenaba con este trabajo. Es una película bélica. Pero, desde el primer momento, se percibe un claro antibelicismo que toma la forma de la muerte, la locura, la angustia o la tortura. Y, además, se aleja de lo bélico. Demuestra que no son necesarios los elementos militares y propios de una guerra para aterrorizar al espectador. El director utiliza la belleza para enfrentarla a la zona más oscura del ser humano. Un ser humano capaz de lo mejor y lo peor. Capaz de destruirse a sí mismo. La belleza de la niñez frente a las zonas oscuras de una existencia sin ella. Tarkovski intenta no señalar con claridad los límites entre realidad y sueño, entre posible e imposible. Es lo improbable lo que toma protagonismo durante buena parte del metraje (incluido todo lo mostrado con imágenes documentales al final de la película; cierto aunque increíble). Todo presentado con una excelente fotografía expresionista (Vadim Yusov) que busca planos inclinados, borrosos, muchas veces fijos y largos. La asombrosa escena del beso en lo alto de la trinchera nos enseña que el amor, que la pasión, arrasa con todo, incluso con la propia guerra.



La épica. ‘Lawrence de Arabia’. (1962). Lawrence de Arabia narra dos historias fundamentales. La de la independencia del pueblo árabe y la de la independencia de un hombre. La primera llena de batallas en las que los árabes intentan acabar con el poder turco. La segunda llena de batallas de Lawrence contra sí mismo. Es esta zona expositiva, sin duda alguna, la más importante de la narración. Porque la película es el personaje. Y el escenario. Un pueblo árabe que busca su propia identidad recuperando su tierra es necesario para entender el conjunto, pero no dejan de ser complementos. Lawrence es ambiguo. Busca la excelencia sabiéndose limitado. Hace algunas cosas para ser adorado y, al mismo tiempo, busca la libertad y el progreso de un pueblo entero; es entrañable y cruel; ama y desprecia la misma cosa; llora la muerte de una persona cuando, minutos después, provoca la de cientos. Sueña ser lo imposible por lo que sufre de principio a fin. Fascinante es la muestra que nos llega con la película de lo que supone el choque de culturas. Lo que parece salvaje contrapuesto a una educación exquisita que resulta ser atroz. El desprecio del occidental que va cavando su propia tumba frente a lo hostil del entorno y del que lo ocupa. Lo que supone un disfraz que termina cayendo por su propio peso.


El espectáculo. ‘300’ (2006). La película es una demostración de buena narración, de técnica cinematográfica moderna y de cómo esas cosas de las que nadie se acuerda (vestuario y peluquería, por ejemplo) pueden influir decisivamente en el producto final. La película se rodó utilizando la técnica de superimposición de croma. Ya saben, eso de poner a trabajar a los actores delante de un fondo de color. Más tarde, con los ordenadores dejan la cosa impecable y nadie diría que todo se trata de un corta pega inmenso.

Los tonos oscuros (grises y negros) prevalecen durante todo el metraje salvo cuando la acción tiene lugar en Esparta. Allí predomina el amarillo (casi dorado) iluminado y virado ligeramente para encontrar un contraste más contundente. Y, sobre esas tonalidades, destacan las capas rojas de los guerreros espartanos. Snyder es fiel al trabajo de Frank Miller al presentar cada secuencia dentro de una gama de colores y matices que indican el camino seguro hacia la tragedia.

Snyder nos arrastra desde el principio hasta el mundo que crea. Utiliza el director un narrador (Dilios) para poder presentar la historia que quiere contar de forma verosímil. Los seres monstruosos que van apareciendo pueden, así, formar parte de la ficción del propio Dilios. La trama se ajusta bastante a lo que sucedió en realidad. Pero no importa. Porque la trama (un disparate total) se hace verosímil al instante. Esa es la magia del cine, esa es la magia del relato. Lo verosímil no tiene nada que ver con lo verdadero.


La claridad expositiva. ‘Apocalypse Now’ (1979). Francis Ford Coppola entregó el espectáculo más abrumador, espeluznante y, si se quiere, extravagante, jamás filmado. Él y John Milius escribieron el guion adaptando (muy libremente)’ El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad. Aborda el regreso del hombre a su estado más primitivo puesto que todos somos lo mismo desde que el ser humano lo es. Se alternan momentos de acción con otros de cierta tranquilidad, pero sin perder la tensión en ningún instante. Porque el personaje del coronel Kurtz (Marlon Brando) se va desarrollando sin aparecer hasta el final. Porque la evolución del resto de personajes va desarrollándose a la par. No se puede entender al coronel sin entender y atender a todos los que van apareciendo en pantalla. Una fotografía impecable, una banda sonora convertida en símbolo y un despliegue de medios descomunal y bien gestionado son las señas de identidad de la película. La escena del ataque del regimiento de caballería resulta inolvidable. Helicópteros, música de Wagner y, sobre todo, el coronel Kilgore. Robert Duvall interpreta el papel aportando una credibilidad impresionante. Y su personaje es el que aclara a Willard (encarnado por un Martin Sheen extraordinario) y al espectador algo fundamental: Si Kilgore está al frente de un regimiento nadie puede acusar a otro de estar loco o de ser un asesino (cosa que ocurre con Kurtz). Kilgore es capaz de arrasar una aldea para que sus hombres puedan practicar surf. Es un ser cruel y terrible. Todos en Vietnam son así. El hombre es así.


La inocencia. ‘Objetivo Birmania’. (1945). Los norteamericanos tienen una clara tendencia hacia la exaltación de lo propio. De igual potencia que cuando se trata de dibujar a sus enemigos (reales o imaginarios) como monstruos tenebrosos.

Es importante echar un vistazo a la película en versión original. La traducción que se realizó en España es espantosa. Los diálogos se modificaron de forma absurda; la banda sonora perdió calidad en cada nota de la partitura y los efectos de sonido se diluyeron e incluso desaparecieron. Fue rodada en 1945. Eso significa que es más inocente que maliciosa o dura o violenta. Inocente en todos sus ángulos, casi infantil en algunos aspectos. Ni gota de sangre, ni una sola escena en la que podamos ver algo horrible. Muchos muertos, eso sí. Matanzas en toda regla. En esta película se enfrenta la bondad, heroicidad y glamour de los soldados norteamericanos con la cara de mal genio, los gritos terribles y la maldad de los japoneses. La película se presenta sobre la base de un espléndido montaje en el que se elimina lo superfluo y convierte la trama (lineal de principio a fin) en algo perfectamente comprensible y atractivo.

El guion busca desarrollar las psicologías de los personajes aunque no deja cabos sueltos al centrarse en la misión militar dejando sugerido todo lo que puede herir sensibilidades. Es Errol Flynn el que acapara toda la atención. Su personaje condensa el grueso de los valores que se defienden en la película.


La locura. ‘El hundimiento’. (2004). Si un hombre ha entendido mal una filosofía, una forma de vida o el mundo entero, ese ha sido Adolf Hitler. Y con él arrastró a un pueblo. Y arrasó muchos a base de pasar el rodillo de su maquinaria de guerra allá donde llegaba. Oliver Hirschbiegel firma un buen trabajo no exento de controversia por mostrar a Hitler en su faceta bondadosa y gentil. Ya les digo yo que era un monstruo. No obstante, la película está bien dirigida, con cuidado. Por ejemplo, el trabajo con los actores es sobresaliente. Tanto es así que son ellos los que logran que la película termine siendo notable. Bruno Ganz está espléndido. Su caracterización ya es magnífica, pero su interpretación es deslumbrante. Casi todo el peso interpretativo del conjunto recae sobre él. Es posible que ‘El hundimiento’ contenga una de las escenas más duras para el espectador de la historia del cine. Ver (aunque sea en el cine) a una madre asesinando a sus seis hijos, con una calma demoledora, no es plato de buen gusto para nadie. Todo en la trama es una locura o está próximo a ello, pero esto es excesivo. La película habla de lo absurdo del fanatismo, de cómo la falta de esperanza solventada con un falso futuro es el germen del desastre.


El realismo. ‘Salvar al soldado Ryan’. (1998). Nunca jamás se habían rodado escenas bélicas tan realistas como son las que ocupan los primeros quince minutos de esta película. Y esto no se puede explicar, es necesario ver esas escenas para digerirlas. El resto, francamente, puede resultar prescindible.

Nirek Sabal 


Imaginemos que un muchacho de trece o catorce años se aburre en casa, o pasa más tiempo del deseado por sus padres frente a la consola. Ya sabemos lo que va a pasar. Tarde o temprano, le dirán que sería mejor que se pusiera a leer un buen libro. Vamos a seguir imaginando. El muchacho, que está en edad difícil, decide, por una vez, buscar un libro en la estantería de su padre. Los recomendados para su edad le parecen relatos para lo que ellos llaman friki. Casi al azar, agarra un ejemplar de ‘El corazón de las tinieblas’ de Joseph Conrad. Se sienta y comienza la lectura. A los quince minutos, la humanidad ha perdido a un posible lector. No le interesa nada de lo que le cuentan; el lenguaje le parece anacrónico, difícil; es todo un esfuerzo pasar de línea. Alguien puede decir que ese libro no es para un chico de su edad. Yo digo que esa es la excusa estúpida que se utiliza para justificar que nuestros jóvenes lean (sólo) libros de niños magos. Si papá o mamá se ocupasen de guiar cualquier tipo de lecturas otro gallo cantaría. Ah, claro, es que papá y mamá no leen, o leen otras cosas o no tienen tiempo. Perdón, no me acordaba.

Puestos a imaginar, sigamos los pasos de nuestro jovencito por la casa. Decide ver una película. Busca y encuentra una copia de ‘Apocalypse Now’. Esta es de guerra, piensa. Y se anima con ella. Se la traga de principio a fin. Alguna parte le aburre algo más, pero termina viendo todo. Alguien puede decir ¡pero bueno, si esta película es violenta y horrible! ¡Cómo mi niño va a ver algo así! Lo dicen porque no se acuerdan de que su niño ha estado matando miles de enemigos en su consola y que si no lo ha hecho -porque en casa lo tiene prohibido- lo hará en casa de un amigo y sin ningún tipo de control. Oh, pero se produce un milagro. El chaval pregunta a su padre sobre la película. Comentan algunas cosas y nuestro jovencito se queda fascinado cuando su padre le dice que la película es una adaptación de la novela de Conrad. El muchacho vuelve a ver la película un par de veces sin terminar de entender lo que le cuentan y, voilà, un buen día lo intenta con ‘El corazón de las tinieblas’, por si caza algo más.

Creo que, más o menos, en este lugar es en el que estamos. Las generaciones nuevas saben ver las cosas muy bien. Igual que antes se contó de maravilla mientras otros escuchaban con atención o se leyó en soledad. Ahora, la puerta de entrada es la imagen. Entonces, la pregunta obligada es ¿por qué no intentamos que los muchachos lleguen al mundo de la ficción a través del cine para que luego traspasen la frontera hacia la literatura? ¿Qué peligro vemos en ello?

Un niño puede tardar en leer un libro entre dos o tres semanas. Eso si lo acaba. Un niño puede tardar en ver una película lo que dura esta. Hora y media. Dos horas. Lo que sea. El mundo se mueve a toda velocidad. ¿Se perderá por el camino la literatura? No. Rotundo. Quien se interesa por un aspecto concreto del arte termina interesado por el arte entero. Se trata de descubrirlo. Porque quien aprende a ver un mundo nuevo en una película quiere descubrir otro más donde tenga que buscar. Ese esfuerzo para buscar pasa a ser accesorio.

He de decir, por no ser tramposo, que todo esto es el resultado de observar los progresos de mis sobrinos con respecto al relato. Con uno intenté que la literatura fuese la primera de las opciones. La cosa salió regular. Otro es el que está leyendo a Conrad. Y los pequeños harán lo que quieran. Sólo les tengo prohibido leer algunos libros que parecen estar escritos para tontitos y las obras de teatro en las que el actor sale al escenario dando voces para que ellos hagan lo mismo al contestar preguntas idiotas. Tonterías las justas. Ah, y son chicos de lo más normales. Buenas notas, capacidad para debatir los asuntos de su interés, tienen amigos y se relacionan con naturalidad. En fin, normales y corrientes.

Piensen sobre ello. Tal vez estemos más de acuerdo de lo que pueda parecer en principio.

Nirek Sabal

Roger Moore

Roger Moore fue un actor bastante mediocre. Sólo su tono de voz era destacable. Y eso hizo que nunca lograra encarnar un personaje como el de James Bond con cierta calidad. Su participación en la saga de 007 fue un desastre absoluto desde un punto de vista cinematográfico. Otra cosa bien distinta es que las películas de esa saga fueran una fuente de ingresos segura y que millones de espectadores se acercaran a las películas de James Bond.

‘Moonraker’ es una película desastrosa. Tanto como entretenida. Persecuciones, peleas, imágenes impactantes y espectaculares y unos efectos especiales que eran asombrosos en la época del estreno, son los ingredientes de un trabajo que se podían haber ahorrado los productores, el realizador y los actores. Para que la hecatombe fuera total, el personaje interpretado por Richard Kiel (Tiburón) se termina enamorando y cruzando la frontera que le llevaría a la zona luminosa de la realidad. 

Este es el decimoprimer título de la saga oficial y la cuarta aparición de Roger Moore como protagonista. Acompañaron a Moore una bellísima Lois Chiles (muy sosa, también), Corinne Clery, Michael Lonsdale como villano (tampoco está bien en su papel) y los ya conocidos de ocasiones anteriores Bernard Lee (M), Lois Maxwell (Moneypenny) y Desmond Llewelyn (Q). Dirigió este desastre Lewis Gilvert. El guion de ‘Moonraker’ es la adaptación libre de la tercera novela de Ian Fleming, tan libre que no tiene nada que ver. El nombre del villano, y sólo eso, es lo que se salva. Nada más. Y siendo el relato de Fleming una pequeña joya de la novela de género es una pena tanto destrozo.

‘Moonraker’ costó un dineral de la época: treinta y cuatro millones de dólares. Se rodó en Alaska, Guatemala, Londres, Venecia, Florida, Río de Janeiro y Francia; los efectos especiales fueron una cosa de locos y las escenas de acción fueron rodadas con gran despliegue de medios técnicos. El productor Albert R. Broccoli recupero su dinero y ganó una buena cantidad a pesar de todo.

En ‘Moonraker’ el agente secreto James Bond viaja al espacio en busca de la verdad que encierra un plan trazado por Hugo Drax, un hombre aparentemente generoso y de buena voluntad que es, en realidad, un tipejo megalomaníaco, que planea extinguir la Humanidad para sustituirla por una nueva generación nacida de las parejas que ha seleccionado. Y el viaje se convierte en una acumulación de tonterías increíbles.

Richard Kiel.

Roger Moore, con aspecto de abuelo, intenta parecer lo que no puede ser. Mueve entre dos y tres músculos durante la película y no logra dar verosimilitud a su trabajo. Se convierte en una pesadilla para los fans de la saga, para los que saben que el personaje original es otra cosa.

Lo bueno de la película, además de los efectos especiales, es la música. Regresaba John Barry y dejaba temas estupendos como ‘Bond Arrives To Rio’ y ‘Boat Chase’, o la canción ‘Moonraker’, interpretada por Shirley Bassey. La partitura incluye, además, fragmentos de ‘Los siete magníficos’ (Elmer Bernstein), ‘Romeo y Julieta’ (Tchaikovsky), Chopin y del tema ‘James Bond’ (Monty Borman).

El fotógrafo Jean Tournier, que 1973 ya colaboró en ‘Chacal’ logra un trabajo colorista, muy luminoso, acorde con las intenciones del realizador, esto es, cine de diversión, superficial y vacío. Y le toca lidiar con un 007 en el espacio o saltando de aviones mientras se lía a guantazos.

Un verdadero disparate que no hace honor a lo que es 007. ¿Se deja ver? Pues sí, pero se podría cambiar por un documental de monos saltarines y no pasaría nada.

G. Ramírez

Uno de los momentos definitivos en esta película extraordinaria del realizador Florian Henckel Von Donnersmarck es en el que el personaje principal (un agente de la temible y eficaz Stasi de la antigua RDA) lee un poema de Bertolt Brecht. En la película no se dice, pero ese poema se titula 'Recuerdo de Marie A'. El personaje que es frío, calculador, un auténtico siervo del poder; el arquetipo de lo que es un perro de presa a las órdenes del miedo de Estado como herramienta de poder, arrodillado ante la cosificación de las personas; descubre la belleza de la palabra, la fuerza del arte, imágenes que le cambian la vida. Le volverá a pasar cuando escucha interpretar al piano la 'Sonata de un buen hombre' de la que Lenin dijo que si seguía escuchándola tendría que abandonar la revolución. Y de esto es de lo que habla 'La vida de los otros', del arte, de su importancia, de cómo no debe mezclarse con la política, de cómo une a las personas aunque sus procedencias sean opuestas y, en principio, incompatibles. También habla de los muros centrándose en el que dividió Berlín en dos y en su caída. Pero refiriéndose a esos otros que separan a las personas y que, también, pueden derribarse.

'La vida de los otros' ('Das leben der anderen', 2006) es una obra maestra del cine. El realizador y guionista logra compensar de forma magistral un soberbio guion y una puesta en escena casi quirúrgica.

La acción se desarrolla en la República Democrática Alemana (RDA) durante el año 1984. Este es el mismo año que Orwell eligió para dar título a su novela más famosa, '1984'; una obra que habla de un Estado totalitario y de la vida de las personas bajo el yugo insoportable de una mirada perpetua. Gerd Wiesler, agente de la Stasi, recibe la misión de vigilar a Georg Dreyman, escritor, y Christa Maria Sieland, actriz. La vida del policía cambiará por completo cuando descubra que el mundo es mucho más de lo que el Estado permite.


Este cambio tan brusco de un personaje que se presenta como metódico, calculador, convencido de lo que hace y robotizado, era uno de los problemas más serios del guion. Sin embargo, el actor, un monumental Ulrich Mühe, logra que todo parezca natural. El lenguaje corporal de Mühe es toda una muestra de cómo debe manejarse el gesto, la mirada o un ademán, delante de una cámara. El actor, que murió poco después, se plegó a un guion minucioso, equilibrado y alejado de lo superficial.

Sebastian Koch defiende un papel muy amable y muy carismático. Es el famoso escritor espiado. Ella es Martina Gedeck que logra mostrar un enorme tormento, una gran desazón. El vestuario y el maquilaje de todos es espléndido aunque en el caso de la actriz en perfecto.

La fotografía despliega una amplia paleta de tonos grises y azules, muy adecuados para que lo que se cuenta se tiña del color adecuado. Ayuda a que resplandezca en su credibilidad esa fotografía el grano de la película que nos arrastra a esos años ochenta que resultaron tan decisivos para el futuro del mundo entero.

'La vida de los otros' es drama, es espionaje, es una feroz crítica al poder político que se utiliza para conseguir objetivos personales o ilícitos. La vida de los otros es una película que narra la claudicación del hombre ante el Estado y la tecnología (el apartamento del policía es la muestra de ello; pocos muebles, la televisión frente a la que pasa las horas ese hombre); un cinta en la que nos recuerdan lo patético que resulta acudir al amor de pago intentando imitar al de pareja o lo triste que resulta la entrega de toda dignidad a cambio de trabajo. Es un peliculón emocionante e inolvidable.

Al final de la película, llega a la memoria una frase leída en otra de las obras de Orwell, 'Rebelión en la granja': ‘Todo lo que no es obligatorio está prohibido’. Y pienso: ‘Bendita libertad’.

Por cierto, el final de la película tira de espaldas.

G. Ramírez

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