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Dos minutos, cuarenta segundos y una claqueta




 


Películas con el jazz presente funcionando como hilo conductor hay muchas; bandas sonoras repletas de buen jazz hay muchas; músicos de jazz que han probado suerte en el cine no son pocos; pero nunca antes me había encontrado por el camino una película que parece hablar de jazz sin que se hable de jazz. Esa película es ‘Whiplash’ (2014), un drama escrito y dirigido por Damien Chazelle. Todo en la película parece envuelto en jazz aunque, sin embargo, no está tan claro que sea así una vez que nos levantamos de la butaca.

Si hablamos de la película como un producto más del mercado, no puedo negar que es un trabajo con ritmo que habla de la competición en la que se convierte la vida llegado un momento determinado (suele coincidir con ese tiempo en el que fijamos objetivos y decidimos pelear por ellos).  Técnicamente, la película presenta una factura impecable. Es casi espartana en todos los aspectos, pero se saca un partido extraordinario de la iluminación, del sonido, del montaje… En este sentido la película es estupenda. La trama está bien armada y las interpretaciones son más que notables.  El protagonista es Miles Teller que defiende su papel con mucha solvencia (su personaje es un joven baterista, Andrew Neiman, obsesionado con triunfar en el mundo del jazz, capaz de dejar atrás todo si así se consigue llegar a la meta). Por otro lado tenemos a J.K. Simmons que interpreta el papel secundario. Simmons encarna a Terence Fletcher, profesor de una de las mejores escuelas de música de Nueva York, terrible, violento y desalmado con sus alumnos. Simmons está soberbio y su papel pudiera llegar a parecer una clara muestra de enaltecimiento de la enseñanza brutal para que los buenos lleguen a ser los mejores. Ya sabe usted, eso de ‘la letra con sangre entra’. Viendo ‘Whiplash’ no hay más remedio que acordarse de ‘El sargento de hierro’ o ‘La chaqueta metálica’ o ‘Platoon’. Ese es el nivel.

Por tanto, si hablamos de cine, todo en orden. Pero la película aspira a ser una película en la que el jazz tenga una presencia grandiosa de modo que se convierta en un personaje más. Y aquí llegan los problemas serios.

Y es que el jazz no consiste en tocar muy, muy, rápido. Eso es una chorrada en la que insiste el director de la película desde el principio. Y es que el jazz consiste en (de forma muy especial) improvisar. Es verdad que, como en cualquier otro tipo de música, la partitura es básica, pero también lo es la improvisación y eso lo olvida Damien Chazelle. Los estudiantes de la banda de Fletcher parecen autómatas y hacen jazz encorsetado, difunto. Eso no es jazz, puede ser cualquier otra cosa menos jazz. A esto hay que sumar la actitud del protagonista ante el aprendizaje musical. No existe un solo músico de jazz que no haya aprendido participando en las famosas ‘jazz sessions’, tocando con los amigos y con músicos dispuestos a poner en común lo que saben.


El protagonista de la película es baterista. Muy bien. Es, junto con el contrabajista, el encargado se construir y sostener una base rítmica fundamental en cada tema, pero no es solista (salvo raras excepciones) y debe ser capaz de reaccionar ante la improvisación de los compañeros de combo o de la big bang o de lo que sea. No se conoce un buen baterista de jazz incapaz de adaptarse, al momento, a lo que llegue. En la película, esto parece formar parte de la ciencia ficción.

Por último, es muy importante señalar un asunto que llama poderosamente la atención desde el punto de vista musical. El director insiste en comenzar los ensayos desde compases concretos y en el jazz esto no funciona así. En jazz se toca el tema desde el principio al final; como mucho se comienza en un momento concreto buscando corregir alguna cosa. El director tener en cuenta (la próxima vez) que existen personas que se llaman músicos y que pueden ver sus películas.

En fin, esta es una película que se deja ver y gusta, que plantea asuntos muy interesantes en su trama, pero jazz, lo que se dice jazz, más bien poco.

G. Ramírez



Durante mucho tiempo, Andrei Tarkovski defendió que las imágenes de sus películas, los sonidos que insertaba en cada escena (ya fuera el agua corriendo o el viento soplando), cualquier cosa que enseñase, no eran más que eso, lo que veíamos. Buscar símbolos, buscar significados ocultos que no fueran más allá del propio objeto y cómo lo recibía la capacidad sensorial de cada espectador, era intentar encontrar algo que no estaba. Durante el rodaje de Sacrificio y después, reconoció que esa película estaba llena de esos símbolos. Creo yo que reconocía así que su cine, de forma inevitable, lo estaba. Cosas del arte. Ningún autor, ni en literatura, ni en cine, ni en pintura, ni en cualquier manifestación artística, puede evitar que aparezcan aunque sea muy lejos de sus intenciones. Incluso cuando la intención no existe.

Sacrificio es una de las mejores películas filmadas de todos los tiempos. Es una obra maestra indiscutible. Gustará más o menos, incluso algunos no aguantarán más de quince minutos frente a la pantalla, pero eso no la convierte en mejor ni en peor película. Obra maestra. Sin discusión.

Siendo un niño muy pequeño (Tarkovski), sus padres se separaron. A partir de ese momento vive con su madre, su abuela y su hermana. Según contó el mismo, su casa se sostenía sobre una estructura matriarcal muy acusada. Eso marca al director ruso para siempre. Él se casó en dos ocasiones y, parece ser que su primera mujer era muy parecida a su madre. Quería acaparar la vida de todos, todo giraba a su alrededor. Era como un cuenco en el que la vida de todos cabía. La segunda de sus mujeres fue especialmente incisiva en la vida de Tarkovski. No como la madre, sino desde fuera. Intentaba controlar cada movimiento del director. Debe ser por eso que las mujeres en el cine de este hombre sólo acceden a papeles amables cuando se trata de mujeres que aglutinan la vida de otros para proteger o son esposas sumisas y amantes perfectas de otros personajes. Si no es así, los personajes femeninos en el cine de Tarkovsky desarrollan rasgos inquietantes, casi agresivos. Hary en Solaris desprende una sexualidad que roza lo hostil. Es miedosa en ese aspecto. En Sacrificio, Adelaida (Susan Fleetwood), roza el histerismo; se mueve por la pantalla intentando ordenar el mundo de todos aunque es incapaz de entender y hacerse entender por otros. Su sexualidad es excesiva en todos los sentidos aunque parece guardada en un mundo propio que es inaccesible. Las mujeres ocupan un lugar extraño en el cine de este director.



En Sacrificio (Offret), Tarkovski se cuenta a sí mismo. Sobre esto no hay duda posible. Se trata de una película autobiográfica que, además, muestra con toda claridad a los personajes representando a personas reales de su mundo. Y, como ya he dicho, muchas de las cosas que negó antes de rodar esta película aparecen con claridad como realidades arrastradas en su cine desde mucho antes. Esa negación de lo simbólico es, ahora, una puerta abierta a la interpretación por parte del espectador, según el propio Tarkovski.

Alexander (Erland Josephson) es el protagonista. Es un hombre sin carácter, pero reflexivo, sensible y muy honesto con la forma de entender el mundo y a sí mismo. Después de producirse un desastre nuclear, decide sacrificarse (porque cree en ello) desde su pequeñez para que el mundo vuelva a ser lo mismo. Está convencido de que un esfuerzo personal de cada ser humano modificaría el mundo definitivamente. Es un hombre de cierta edad que, por ello, es capaz de entender las cosas. Y culto. Para él, la naturaleza es la fuente de todo. Es sagrada. Y, desde esa convicción y la capacidad de comprensión que aporta la madurez, comprende que el mundo no puede seguir adelante. Además, no le interesa si su actitud será comprendida o no por el resto de personas. Todo esto es muy de Tarkovski. Muchas veces habló del mundo como algo sagrado, como algo con lo que hay que interactuar.



Las referencias religiosas a lo largo de la película son muy numerosas. Incluso el personaje de Otto ( Allan Edwall) se puede considerar como un ángel bueno que se dedica a anunciar el camino de salvación a Alexander. Él es, por ejemplo, el que le dice que ha de dormir con María (la elección del nombre no es casual; se trata de una mujer bondadosa y comprensiva). La ofrenda no puede ser sólo dejar de hablar. Ha de dormir con ella, con la que vive junto a la iglesia que ahora está cerrada, con la que es bruja (En el buen sentido, dice el personaje; es decir, la que acumula sabiduría. No piensen en pócimas o verrugas en la nariz). Alexander, así lo hará, y (del mismo modo que en Solaris) ambos personajes tendrán una unión mística que acaba con todas las leyes físicas del mundo. Levitan.

Los sueños se superponen a la realidad. En algún momento de la película, no sabemos si el personaje sueña o ve una realidad que nadie ve. Quizás sean estas las zonas más oscuras y difíciles de interpretar. La reflexión personal de Alexander siempre va más allá de la del resto de personajes que son incapaces de entender nada de lo que ocurre. No parecen personas porque no lo son porque les falta ese entendimiento, esa búsqueda de sí mismos, la búsqueda de lo trascendente.

Creo que no es necesario decir que la cámara de Tarkovski va moviéndose con una elegancia descomunal. El trabajo del fotógrafo (Sven Nykvist) es magnífico y la iluminación es la exacta en cada toma. Los planos fijos tienen una longitud perfecta. Todo está bien, en su sitio.

Desvelar algo más de la película o intentar explicar parte de la simbología (eso es como explicar un poema, es como matar un poema) no procede. Esto hay que verlo, experimentarlo.

G. Ramírez



Todo lo que se hace en la vida se ve marcado por un antes y un después, por un momento en el que pierdes la inocencia o en el que entiendes que las cosas son como son, muy distintas de lo que tratamos que sean.

Descubrir el cine de Andrei Tarkovski, para el que escribe, fue lo que dibujó el punto de inflexión entre entender el cine como una forma de entretenimiento que se disfrutaba desde una butaca y entenderlo como la muestra de un universo creado desde una mirada que obliga a eso, a mirar, a crear la propia para entender y hacer propio lo visto. El entretenimiento desplazado por el sentimiento. Dicho de otro modo, me conmocionó tanto como antes lo había hecho la literatura de William Faulkner. Y esto es como decir que el mundo se puso patas arriba.

Antes de Tarkovski, antes de Faulkner, todo cabía. Había rincones donde guardar cada cosa. A partir de Las palmeras salvajes de Faulkner, la literatura menor, la puramente comercial, desapareció. El interés por ella se quedó en nada. A partir de Nostalgia de Tarkovski, el cine de entretenimiento, las cosas que se decían sobre el cine (también), se evaporaron. Ya sé que estoy escribiendo sobre una película, sobre la que desplazó mis intereses hasta lugares áridos para muchos e incómodos para otros. Pero crean que lo que van a leer se ha escrito desde un pudor descomunal, sabiendo que todo lo dicho (salvo los datos más técnicos) no sirve de nada cuando se trata de cine auténtico. El objetivo es uno sólo. Acercar al que se deje hasta las profundidades, no ya del cine, sino de uno mismo. Ni siquiera aspiro a ser yo el que lo haga. Me refiero al cine del director ruso que marcó la frontera entre la verdad del cine y la personal de muchos.

Dejé de ver películas. Sólo quería mirar la pantalla buscando otro mirar (el del director, no sólo el de Tarkovski), construir un mundo desde lo que veía, hacer mío lo necesario para ir trazando las líneas maestras de mi forma de entender el cosmos.

Aprendí algo fundamental. Ya lo sabía por Faulkner, pero en cine me faltaba constatarlo. Los lenguajes son diferentes y todo requiere una fase de aprendizaje. Aprendí que la trama no lo es todo. No es más que un vehículo fundamental que nos lleva hasta el objetivo último, la construcción de esa mirada, de esa voz que nos relata el mundo entero. No es la trama, no, es el lenguaje que se utiliza, lo que convierte en importante lo narrado. En el caso de Tarkovski, su lenguaje poético y hondo, la imagen que evoca (siempre), el despertar las sensaciones que va acumulando en la pantalla de forma casi mágica. El lenguaje de los sentidos, el lenguaje preciso, el lenguaje universal.



Nostalgia habla del sentimiento que produce la aparición del recuerdo, el que nos hace desear estar en el lugar donde ocurrió eso mismo, recuperar el tiempo perdido durante el que no pudimos vivir eso que añoramos. Pero, en Nostalgia, vemos todo esto envuelto por lo estéril de la sensación, por lo imposible que es conseguirlo dadas las circunstancias en las que se encuentra ese universo que nos propone Tarkovski. Nuestros recuerdos nunca se ajustan a la realidad sino a lo que aspiramos que sean. Nunca nada será lo mismo excepto en nuestro recuerdo. Y esto es lo mismo que decir que debemos renunciar a nuestro propio yo, a lo que creemos ser, a nuestra conciencia y a nuestro mundo personal. Terrible la idea que maneja este hombre. Por cierto, nunca de forma explícita. Él siempre deja que sea la imagen, la poesía, la que nos lleve a sacar nuestras propias conclusiones.

El personaje principal de Nostalgia es Andrei Gorèakok, poeta ruso que viaja por Italia intentando conseguir información sobre un compositor ya muerto. Lo hace en compañía de Eugenia, su traductora. Ella siente una gran atracción por el poeta que no se ve correspondida. Ella es incapaz de ver más allá de lo material, de entender que el mundo es la suma de todo; no es si o no, es si y no. Y no muestra ninguna capacidad para tener fe. No sólo la fe religiosa sino la que representa la posibilidad de ver, de creer. Una de las primeras imágenes de la película en la que vemos a la mujer incapaz de arrodillarse y de entender lo que ocurre dentro de una iglesia es maravillosa. Lo material frente a lo espiritual en estado puro. Por cierto, en esta escena, Tarkovski, aprovecha para dejar claro el papel de la mujer en su cine. Ambos se encuentran con Doménico (un hombre que se enclaustró en su casa durante años). Doménico, al contrario que Eugenia, representa la fe misma, la capacidad de ver (no se trata, insisto, de una fe estrictamente religiosa), la posibilidad de traspasar los objetos con la mirada para descubrirlos en su totalidad, de entender lo simbólico una vez descubierto. El poeta representa la imposibilidad absoluta de encontrarse consigo mismo, cansado de contemplar la belleza terrenal y no querer convivir con la zona oscura de ese mismo territorio.



A través de Doménico, el poeta descubre, quizás recuerda, que un hombre en sí es un universo completo, el hombre y su entorno configuran un mundo (la escena en la que entran en casa de Doménico me parece una de las más asombrosas de la historia del cine y descubre, quizás recuerda, que el sacrificio personal es de una importancia infinita). Todo es anuncio de lo que llegaría con la siguiente y última película de Tarkovski. Sacrificio. Todos toman por loco a Doménico, acomodados en una vida fácil, carente de esfuerzos que tengan que ver con lo espiritual, con el entorno o con algo que no pueda tocarse. El mundo se dibuja como una gran trampa que debemos reinventarnos si queremos pasar por cuerdos. Otra razón más por la que perdemos la conciencia propia, la capacidad de añorar lo que fuimos. Ni siquiera lo sabemos. Nos lo robaron o lo dejamos por el camino.

De eso va, en esencia, esta película. Más no puedo ni quiero decir. Todo esto empieza a parecerme absurdo. Como mucho puedo añadir algún aspecto técnico por si sirve de ayuda. Por ejemplo, no pierdan de vista el uso que hace Tarkovski de los espejos, de como el reflejo (suelen ser espejos viejos, muy estropeados) nos lleva a encontrarnos con nosotros mismos, pero también con la muerte, con lo que escondemos. Tampoco pierdan de vista el uso que hace este autor del sueño, ese lugar en que todo se mezcla, ese lugar en el que realidad, sueño e invención forma una misma cosa. En esta película esos sueños acumulan buena parte de la intensidad narrativa. Y, por último, presten atención a las imágenes que presentan los objetos que muestran la imposibilidad de sentir nostalgia porque lo deseado desde la distancia ya no existe; lo que nos lleva a sentir nostalgia de nuestra propia nostalgia. Una Biblia, un peine con mechones de pelo enredados y una botella. Esa es una de ellas. Miren con atención e intenten vivir la sensación sin filtros. Sobre todo olvidando todo lo que ha leído aquí. Mirar el cine de Tarkovski es una experiencia inolvidable que tiene poco que ver con cualquier otra cosa.

G. Ramírez



Hay quien dice que, con el cine de Andrei Tarkovski, el espectador corre el riesgo de quedar prendado por un movimiento de la cámara, por un encuadre o, en definitiva, por la forma de narrar. Es decir, que cabe la posibilidad de que prime el continente sobre el contenido. Los personajes y sus dramas pasan a segundo plano, el sentido último de una secuencia desaparece. Lo que no saben, o no parecen ver los que afirman esto, es que el cine de Tarkovski es eso: la percepción a través de la lírica de una historia narrada. El que se queda atolondrado con una imagen (eso y sólo eso) es que no se está enterando de nada. Posiblemente, tampoco se enteraría al leer un poema de César Vallejo. Aclaro que hablo de percepción, de ese no enterarse de nada. No lo hago de comprender. Porque la cosa no es comprender o dejar de hacerlo. Eso está unos escalones más arriba.

El espejo es una de esas películas de las que enterarse es complicado y es una de esas películas que no todo el mundo entiende. Cuando cine es sinónimo de poesía suele ocurrir. Porque El espejo es Tarkovski y Tarkovski es la mirada poética. Y porque hay que añadir que el director indaga en las bodegas propias convirtiendo la obra en algo críptico. Ya lo avisa él al comenzar. Vemos cómo una mentalista trata de solucionar un problema del habla a un joven. Es tartamudo. Para hablar bien es necesario abrir las puertas de par en par y dejar que todo brote sin obstáculos. Hay que entrar hasta el fondo, remover y dejar ver. El director convierte esta película en su recuerdo; para ser más exactos, en la forma de recordar y ordenar el pasado. Fragmentos, falta de linealidad, rupturas espacio temporales, mezcla entre sueño y realidad.

Maneja el director el concepto de tiempo con habilidad para que la narración funcione. En realidad, lo que hace Andrei Tarkovski es presentar una serie de escenas inconexas (eso parece al principio) que encajan, poco a poco, cuando el espectador percibe que es el tiempo lo que ordena todo. El pasado es el motor del presente. Del futuro. Cada instante mueve el todo para que pueda ser. El tiempo es lo único que tiene el hombre. Es escaso y nos convierte en seres ansiosos. Además, ese tiempo es el de todos. El pasado es común, el presente lo vivimos en comunidad y el futuro es el de todos. Por esto, Tarkovski va y viene en el tiempo narrativo con soltura, sin miedos. Por eso, los personajes de Tarkovski pueden ser encarnados por los mismos actores (por ejemplo, madre y esposa del narrador son interpretados por la misma actriz).

El director se recuerda a sí mismo. Es ese el primer espejo que aparece en la película. Los otros (hay varios) son en los que se pueden mirar generaciones enteras para ver lo mismo. El pasado es siempre un enorme espejo.



El espejo anuncia asuntos que aparecerán de forma insistente en el cine de Tarkovski o ya conocidos. La relación entre él y su hijo; el abandono del padre; la educación a cargo de las mujeres; la separación en la pareja; el amor como forma de éxtasis (la escena de la madre levitando y pidiendo calma a su marido porque ella le ama es inolvidable y muy parecida a la de Solaris). Son los aspectos que llenan de contenido la narración. Y lo llenan porque buscan la explicación última del sentido de una vida. Sin pasado no somos nada. Ese es el eje principal que mueve el relato y convierte en una amalgama perfecta esos contenidos que anotaba. Todo buscando explicación a esa falta de confianza que tiene el ser humano en su propia naturaleza.



Técnicamente, El espejo es una demostración grandiosa de lo que es el cine. Los encuadres, la planificación de cada secuencia; las imágenes que llenas de sonidos, casi de olores, toman una fuerza colosal. Como es habitual en el cine de este director, el agua y el fuego cobran una relevancia especial. Ambos elementos aparecen como reparadores, destructores, amenazantes y envolventes, dependiendo de cada momento y de toda la realidad. Cada gota, cada llama, se convierte en momento único. Son esas imágenes compuestas por el agua, el fuego; pero, también, por un objeto que cae o la leche derramada sobre la mesa, las que usa Tarkovski, junto con la voz en off del narrador, para llevarnos de un lugar a otro, de un tiempo a otro y que se convierte en lugar común gracias a la potencia de la imagen. Esa voz en off corresponde a la propia consciencia del director y no puede ser más acertado el rigor con el que todo se pliega a esa mirada.

Margarita Terejova defiende su papel de madre y esposa con fuerza y credibilidad. El guión de Alexandr Misharin y del propio Tarkovski es profundo, justo en su medida y toma mucha fuerza expositiva al complementarse con los poemas de Arseni Tarkovski (padre del director). Una delicia que arrastra hasta lo más profundo del narrador. Hay que sumar la partitura de Eduard Artemiev y los fragmentos de piezas de Bach, Pergolese y Purcell que se colocan con acierto a lo largo del metraje.

La película se mezcla desde una amalgama de realidad, sueño y ficción; tal y como hacemos al recordar. Y es el recuerdo de Tarkovsky dosificado para entender lo que le pasa; tal vez nuestros propios recuerdos dosificados para entender nuestros presentes. No hay futuro sin pasado. Del mismo modo que no habría cine (el que conocemos hoy) sin el de Tarkovski.

G. Ramírez



El hombre y Dios. El hombre y el entorno. El hombre y el hombre. Cuando se mira lo cotidiano intentando ver más allá, buscando lo profundo, todo se puede convertir en milagroso, en algo especial y único. Eso es el cine de Tarkovski.

Hay quien necesita que pasen cosas en una pantalla de cine para que lo ve le interese o, simplemente, le agrade. Planos cortos que hacen que la acción avance con gran rapidez, una trama divertida, la música acompañando para que ayude a entender. Cosas así. Y hay quien necesita sentir cosas cuando mira la pantalla. La trama tiene una importancia relativa (no es lo más importante); la acción, el ritmo narrativo, se imprime desde la comprensión personal; la música es una ayuda para matizar lo visto. Cosas así.

Son opciones igual de buenas. No seré yo el que critique una u otra. Pero lo que sí me atrevo a afirmar es que la primera impide llegar a entender un tipo de cine que roza la genialidad. Y es una pena. También es verdad que el criterio personal comienza a formarse en territorios superficiales de la realidad observada. Es decir, que pasar por esas primeras fases, buscando entretenimiento y poco más, es necesario. Incluso, no deben olvidarse nunca jamás porque cada momento demanda algo distinto y una de las cosas pedidas puede estar en esa zona de arriba. Dicho esto, conviene recordar que un buen espectador ha de ir dando los pasos necesarios para encontrarse con el cine de peso, con un tipo de cine que propone, más allá de pasar el rato, un encuentro íntimo con nuestra forma de entender algunas cosas.

Los asuntos que trata este director están muy próximos a la búsqueda de sentido, a la expresión de preocupaciones que el hombre tiene desde que lo es (hombre) y que lo hace desde una simbología y un lenguaje poético que convierte el mundo en algo mucho más importante de lo que algunos quieren que sea. Tarkovski no hubiera filmado jamás una película sin incluir la exploración del alma humana.

Stalker es una película inmensa, grandiosa, genial y, por ello, mal entendida por muchos, incomprensible para otros, aburrida para casi todos. Y no digo que sean más o menos listos o que su gusto esté atrofiado. Ni mucho menos. Creo que el problema está en ese aprendizaje del que hablaba antes, tan necesario para llegar al lenguaje poético, a la expresividad.



El guión de Stalker nace del relato de Arkadi y Boris Strugatski titulado Picnic en el camino. El mismo Tarkovski lo escribió junto a los autores del original para rebajarlo en gran medida de los materiales propios del género de ciencia ficción. En la antigua Unión Sovietica se consideraba cosa de niños este género y Tarkovski no mostraba agrado por él. Lo que se cuenta (en la película) es cómo un Stalker acompaña a dos hombres hasta lo que se conoce por La Zona y dentro de ella a una habitación (aquí se puede hacer realidad cualquier deseo y, por eso, las autoridades lo tienen prohibido. ¡¿Quién sabe lo que puede desear una persona?!). La Zona es un territorio prohibido por las autoridades en la que se cree que cayó un meteorito y en la que, sin lugar a dudas, se produjo una gran conmoción. No puede transitarse en línea recta, no puede hacerse el regreso por el mismo camino que se hizo al llegar. El agua ocupa gran parte de La Zona, la vegetación es virgen, el silencio es total, las construcciones están derruidas o en un estado muy precario. Allí pueden verse los restos de armas oxidadas e inservibles, lo que podrían ser cadáveres de personas. El Stalker (Aleksandr Kajdanovsky) acompaña a un escritor (Anatoli Solonitsin, actor preferido del director) y a un científico (Nicolai Grinko). Sólo conocemos su ocupación. Nunca nos dicen el nombre de los personajes. ¿Qué es ese viaje? ¿Dónde lleva? ¿Para qué ha de realizarse? Poco a poco descubrimos que es un viaje en busca del yo personal de cada uno de ellos; que el sentido de la existencia está al alcance de unos hombres (el escritor y el científico) incapaces de pegarse a la realidad, cegado por lo material uno y por su ego teñido de falsa belleza el otro. Logran hacer el viaje. Logran regresar. El Stalker sabe lo que supone ser feliz. Los otros se acercan a esa felicidad y se verán obligados a modificar sus miradas. Esto es, de forma muy resumida, el asunto que trata de ventilar Tarkovski. El hombre y Dios. El hombre y el entorno. El hombre y el hombre. La Zona es el lugar en el que se entabla la conversación con uno mismo. La habitación el lugar en el que se habla con Dios.

Planos interminables (Tarkovski hace que la cámara se pare tanto como sea necesario para que lo relevante aparezca sin posible error), diálogos profundos, una fotografía impresionante (Alexander Kniajinski hizo un trabajo que casi roza lo perfecto y dejando que el director invadiese ese terreno, casi sagrado y exclusivo, del director de fotografía que tanto le gustaba pisar a Tarkovski), un sonido evocador y cuidado al máximo (Vladimir Sharun acostumbrado al director logró que todo lo escuchado se acompasara con la imagen hasta extremos delirantes) y unas interpretaciones maravillosas (hay que sumar a la de los tres protagonistas la de Alisa Freindlich que hace de esposa del Stalker). Eso es Stalker.



Todas las obsesiones del director están en esta película. Nostalgia y Sacrificio también las recogen, pero ya de una forma menos pura puesto que el director rueda la primera condicionado por su ausencia de Rusia y la segunda sabiendo que la muerte (la suya) estaba por venir con rapidez.

Hay una escena al final de la película que llama poderosamente la atención. Es de una belleza aplastante, pero creo yo que induce a error si no se mira con atención. La hija del Stalker lee un libro. Cuando deja de hacerlo, mira los vasos que hay sobre la mesa. Comienzan a moverse sobre el tablero. Uno llega a caerse al suelo. De fondo el ruido del tren se hace más fuerte. Podría parecer que ese movimiento es producido por la fuerza mental de la niña. Al fin y al cabo, es hija de un Stalker. Sin embargo, al comienzo vemos una escena muy similar. Vasos en movimiento y el paso de un tren cercano. El espectador; al principio, cuando aún no sabe qué es lo que van a contarle; mira la secuencia y ve vasos en movimiento por el efecto de un tren que pasa cerca. Al final, tiende a ver algo sobrenatural aunque si reflexiona se planta ante la secuencia sabiendo que está viendo algo normal y corriente convertido en belleza pura. Y eso es el cine de Tarkovski. Cuando se mira lo cotidiano intentando ver más allá, buscando lo profundo, todo se puede convertir en milagroso, en algo especial y único. Es magia. La del lenguaje que transporta al interior de cada uno de nosotros. Magia de la de verdad. Sin trucos.

El hombre y Dios. El hombre y el entorno. El hombre y el hombre. Cuando se mira lo cotidiano intentando ver más allá, buscando lo profundo, todo se puede convertir en milagroso, en algo especial y único. Eso es el cine de Tarkovski.

G. Ramírez

Esta película de Tarkowski llega de la mano de una magnífica novela escrita por Stanilaw Lem. Se ajusta en lo que puede y en lo que quiere el director ruso al texto original. Y, según el propio Lem, no fue una adaptación que le hiciera mucha gracia. Le pareció excesivamente melancólica, simbólica y reflexiva. Esto suele pasar cuando se encuentran poetas y novelistas. Tarkowski es poeta además de director de cine. Lem es novelista con unas características muy especiales. En la película se incluye una primera parte y un final que en la novela no aparecen. Son los lugares en los que Tarkowski reflexiona más y nos muestra su propia lectura. Pero esto debe quedar en anécdota. Tanto la novela como la película son autónomas y deben valorarse por separado. Una anécdota.

Kris Kelvin (Donatan Banionis) es psicólogo. Ha de viajar a un planeta lejano llamado Solaris para decidir si la misión espacial instalada en ese planeta es viable o no. Los tres tripulantes que habitan la estación (aunque su capacidad en mucho mayor sólo quedan ellos) envían mensajes confusos y alarmantes. Cuando Kelvin llega se encuentra con un panorama desolador. Uno de los tres tripulantes, su amigo Guibarián, ha muerto. Encuentra a Snawt (Anatoli Solonitsin) y a Sartorius (Yuri Yavet). Ambos intentan ocultar lo que tienen en sus habitaciones, tienen un comportamiento alterado y casi violento. Kelvin descubre que Snawt tiene un bebé en su habitación y Sartorius un enano. No entiende nada, claro. Pero él mismo recibe la visita de su esposa Hary (Natalia Bondarchuck) que murió diez años antes después de ingerir veneno por no sentirse querida (por Kelvin). A cada uno se le aparecen recuerdos, sueños o cualquier fragmento de su mente. La tesis que manejan los científicos es que el océano del planeta Solaris es un ente vivo y pensante que puede influir en la mente de los tripulantes. Las materializaciones se componen de neutrinos (no de átomos) que se estabilizan por la influencia del planeta. Pues, sin entrar en detalles, eso es, más o menos, lo que cuenta esta película. Me refiero a la trama, claro, porque la película de Tarkovski va mucho más allá.

La estética de la película no se parece a la habitual de este género. Ni vemos efectos especiales maravillosos (en realidad no los hay ni buenos ni malos), ni los trajes espaciales son sofisticados (en realidad los personajes visten del mismo modo que podrían hacerlo para comprar en unos grandes almacenes) y el mobiliario llega a ser clásico en algún momento (candelabros en las mesas, obras de arte en las paredes, libros...). Sirvan estos apuntes para que imaginen esa estética de la película. Pero Tarkovski es Tarkovski y conviene mirar despacio y con cuidado lo que enseña en pantalla. Por ejemplo, la geometría tiene una importancia notable. El círculo; eso que hace del hombre un ser en constante movimiento, eso que puede convertir el mito de Sísifo en nuestro día a día si no le ponemos remedio, si no vamos más allá de lo material; se dibuja constantemente en el espacio en el que se desenvuelven los personajes (ventanas, la propia estación espacial). Si sumamos el encuadre de la pantalla podríamos ver un intento de representación de lo que conocemos como cuadratura del círculo. Son frecuentes, por ejemplo, las tomas en las que la figura humana aparece con el círculo detrás. Sin entrar en más profundidades, lo que quiero decir es que el espacio acompaña al mensaje. Lo evoca y de esa zona debería llegar la reflexión del que mira. Ya sé que esto es difícil de ver. Por eso, pasados treinta minutos de proyección un quince por ciento del aforo, duerme plácidamente y se pierde el resto de la película.


Estamos frente a una película de ciencia ficción con personajes que caminan en calzoncillos, vestidos con ropa convencional, mesas de comedor adornadas con candelabros. Nos explican el mundo desde un lugar lejano y perdido en el cosmos. Un lugar que no podemos entender sin comprender el entorno más cercano, nuestro pequeño mundo, el personal. Y es que, en realidad, eso es lo que significa el género de la ciencia ficción. Y todo esto aderezado, bien con el Preludio Coral en Fa menor de J. S. Bach, bien con los sonidos electrónicos de Eduard Artemiev. Los espectadores van cayendo como moscas. Duermen o se aburren terriblemente. Todo es tremendamente lento, evocador, reflexivo, difícil de comprender. Para muchos un auténtico aburrimiento. Si no van más allá de lo que se ve en la pantalla no hay nada que hacer. Esa es la propuesta de Tarkovski. Pero, claro, los hay que lo intentan sin intuir qué evocan las imágenes, la música, por qué hay que reflexionar...

¿Qué es eso que quiere contar el director de la película? ¿Qué esconde tanto rectángulo y tanto círculo? ¿A qué viene tanta melancolía en los personajes? ¿Por que Tarkovski añade un prólogo y un epílogo en su película si en la novela no aparece? ¿Qué es Solaris? ¿Es necesario ser tan lento al narrar? ¿O es que no es tan lento ni tan insoportable?

Voy a elegir algunas secuencias que creo pueden servir de resumen (imperfecto) de la película y, por tanto, del tema que trata.

Vuelvo a insistir en algo muy importante. Hablo de una película y no de la novela.


Primeras escenas que se desarrollan en casa del padre de Kris Kelvin. 

Antes del viaje espacial. Tarkovski se recrea en mostrar la relación del protagonista con la naturaleza, con su planeta, se recrea en su pequeñez y en su incapacidad para comprender lo que oye o lo que ve. También en la falta de comunicación con su familia. Me gusta, especialmente, una escena que no parece importante y, sin embargo, a mí me ofrece una de las claves para entender todo lo demás. Dos niños se encuentran. Se saludan y comienzan a jugar. Sin más. No hay prejuicios. Los adultos, sin embargo, huyen unos de otros, no logran entenderse entre ellos. La conexión de los seres humanos con su entorno y entre ellos se ha perdido. ¿Se puede progresar como persona en esas condiciones? Los niños se comunican entre ellos, quieren saber de los animales, reaccionan ante algo inesperado (una tormenta hace que corran divertidos junto a su perro mientras Kelvin ni se mueve, ni entiende lo que le pasa). La soledad del ser humano dibujada con una categoría fuera de serie. Un personaje que ya ha estado en Solaris le pregunta a Kelvin si quiere destruir lo que todavía no comprenden anulando la misión. Kelvin dice que tiene muy claro su objetivo y para ello ha realizado un estudio técnico mastodóntico. Sólo cree lo que ve, no le interesa nada más. El problema de lo trascendente, la mística de Tarkovski que se acompaña de música sacra, de la música de Bach. ¿Qué es conocer? ¿Hay algo más allá del objeto, es importante lo simbólico o sólo cuenta lo científico? Tarkovski no ofrece respuestas. Eso es mucho más apetecible que un afán por enseñar. Llega la reflexión del espectador. O una siesta monumental.

Kelvin llega a la estación espacial y escucha un mensaje grabado para él de parte de su compañero Guibarián (muerto). En el mensaje se deja entrever la causa de la muerte. No ha sido por miedo. Eso es lo que sabemos. Da igual cómo sucedió. Lo importante es el porqué. Sabremos junto a Kelvin que la muerte se produjo por vergüenza. Esta vez alguien acaba con su vida por vergüenza. La que le causa ser de ese modo, sus recuerdos, los conflictos sin resolver, la cobardía para afrontar su propia vida, por no entender, la incapacidad de amar, de cuidar el entorno; en definitiva, la falta de humanidad. Otro de los conflictos que plantea Tarkovski. La solución en la mente del individuo. Sólo. El hombre ha de sentirse estafado por sí mismo. Durante la película, el propio Kelvin experimenta esa vergüenza, pero descubre que es a través del amor, del no renunciar a sí mismo, la única forma de remediar el desastre. El camino es el arrepentimiento, la búsqueda dentro y la proyección sobre otros es la única solución. Amar.



Kelvin regresa a la Tierra. Y este es el final que presenta Tarkovski, el culmen de esa expiación desde el yo. Kelvin vuelve al mismo escenario del que partió hacia Solaris. Ahora escucha, entiende. En la casa ve a su padre. Dentro de la casa llueve. Ahora comprende que todo es lo mismo, la lluvia, el padre, el paisaje. Agua cargada de simbología que cae sobre el padre. El agua tan necesaria para que la vida se produzca, para que pueda seguir su curso. El se reconoce en ese microcosmos en movimiento, donde creó dolor y quiere que desaparezca. Arrepentimiento. Esta escena es una de las escenas más emotivas e intensas que recuerdo.

Kelvin, enfermo, fuera de sí, vestido con la ropa interior y poco más, habla con su compañero en el pasillo de la estación espacial. Le dice «Al mostrar piedad nos vaciamos. Quizás sea cierto que el sufrimiento da a la vida un aire sombrío, lleno de sospechas. Pero yo no lo reconozco». Aquí está la clave de toda la propuesta de Tarkovski. Piedad, amor, entrega. De ese modo la plenitud del hombre es total. Para eso nace un ser humano. Sin ello todo es puro trámite, deja de tener sentido. A través del arte, de la literatura, del conocimiento del cosmos individual, de todo lo material sabiendo que hay algo más de lo que vemos. Todo es simbólico. Detrás de lo que se ve está la realidad. Detrás de lo que queremos ver de nosotros mismos está el yo auténtico. Ya sé que esta lectura es muy antropológica y cargada de mística. Esto es lo que le molestaba a Lem. Tarkovsky se aleja mucho de la ciencia para adaptar la novela.

Por último, Kelvin flota en el comedor de la estación espacial junto a la materialización de Hary. La falta de gravedad hace que floten entre candelabros con sus velas encendidas, entre libros. Un baile armonioso, casi perfecto. Kelvin ha comprendido cuál es el camino. Hary, también, el suyo. Todo sufrimiento es inútil. Se cierra el ciclo. Poco después, el océano de Solaris deja de materializar esos fragmentos de pensamiento de las personas. Sólo falta que Kelvin asimile que ese amor debe ser proyectado sobre la realidad. Por eso regresa a su casa.

Muchos se duermen viendo la película. Es lenta, muy exigente. Los que no ceden y aguantan hasta el final hacen un viaje, un viaje parecido a esos que alguna vez hemos hecho pasando calamidades, a un lugar extraño y lejano, queriendo volver a casa de inmediato, de esos que, una vez digeridos, nos parecen fascinantes porque sabemos que ningún otro nos aportará nada semejante. Así es el cine de Tarkovski. Una maravilla. Pura reflexión. Una invitación a ella.

G. Ramírez


Somos lo que aprendimos, lo que recibimos o perdemos cada día de nuestra vida. En la escuela, en casa, en la calle, de nuestros mayores, de los niños. Pero, también, en ese museo que visitamos a regañadientes siendo unos críos, en el cine o en un campo de fútbol. En cualquier lugar podemos encontrar algo nuevo, aprender, escuchar un consejo o contemplar una imagen que dejará el poso que en algún momento rescataremos entre la sorpresa, el agradecimiento o la fascinación.
 Somos aquel niño que, sin saberlo, se iba creando su propio escenario, un universo blindado frente a los ataques de la realidad. Sí, esa parcela que mantenemos intacta, casi siempre oculta, lo mejor que tenemos y nos modela.

Siendo muy pequeño, mi familia se trasladó a Madrid (mi querido Madrid) desde Toledo (mi amadísimo Toledo). Una ciudad pequeña quedaba atrás y otra enorme, poderosa, llena de oportunidades e inquietante, se convertía en mi mundo.

Mi primer recuerdo de la Gran Vía madrileña (por aquel entonces se llamaba Avenida de José Antonio) me causa, aún hoy, una enorme emoción. Cines, luces, cientos de personas paseando, las bocinas de los vehículos sonando. Desde aquel día, lógicamente, he transitado esa calle miles de veces. Hoy, los cines son pocos, las luces mucho más rácanas, los cientos de personas que caminan por ella (a toda velocidad) llevan varias bolsas de plástico en las manos sin una sonrisa en proyecto y las bocinas no se escuchan. Ni siquiera quedan los trileros que parecían eternos hace unos años. El puesto de castañas asadas es moderno, irritantemente moderno; su dueño habla polaco y usa gas para asarlas. Sin embargo, regreso una y otra vez, para recordar lo que fue. Entre otras cosas, porque en los cines de la Gran Vía asistí al estreno de cientos de películas. Recuerdo y pienso en lo que eso representó para mí.


En aquellos cines comencé a imaginar mundos imposibles que marcaron mi proceso imaginativo. Los Aristogatos, Merlín el encantador o Chitty Chitty Bang Bang. Historias fantásticas que solo un niño puede llegar a entender y aprovechar. Según fui creciendo las experiencias fueron acumulándose; busqué acomodo para las nuevas sensaciones, para las experiencias que llegaban cada semana. Descubrí lo que era el amor en otros. A medida que iba viendo películas, trazaba el dibujo de la que debería ser la mujer de mi vida. Aquellos abrazos, aquellos besos tan ajenos, los hacía míos sin pedir permiso a nadie; era lo que yo deseaba experimentar. Frases que me prometía repetir en el futuro, miradas apasionadas, sacrificios improbables, celos, enredos. Todo estaba en el cine. Después de ver Dos en la carretera de Stanley Donen llegué a creer que entendía las relaciones de pareja. Era joven. Descubrí que algunas cosas de las que me hablaban mis mayores, tomaban forma en las pantallas. Lealtad, valor, compañerismo, entrega. Del cine, siendo un muchacho, se sale pensando que el mundo se rendirá a tus pies porque ya sabes lo que hay que hacer para ser el héroe tantas veces pensado, tantas veces visto. Si una película me marcó en ese sentido fue El puente sobre el río Kwai de David Lean. Entre risas mientras atracaba un banco a las tres, aprendí a bailar con Fred Astaire y Ginger Rogers. Al acabar las películas, Madrid parecía una gigante pista de baile en la que pudiera ocurrir la más inesperada historia de amor. Otros días se podía oler el napalm en cualquiera de sus rincones o se convertía en una enorme Chinatown. Era el tiempo en que los buenos ganaban a los malos. Siempre los vencían. Incluso en el espacio lejano, en lugares insólitos que pude ver, por primera vez, alcanzando la velocidad de la luz a bordo del Halcón Milenario.

Sentado en mi localidad del patio de butacas, sentí miedo mirando cómo la cabeza de una niña daba vueltas imposibles mientras insultaba a un sacerdote aterrorizado, el horror al creer que la siguiente víctima de un alien o un tiburón colosal sería yo mismo. Escapé de un edificio en llamas del que solo se salía siendo un tipo fuera de normal. Incluso escapé ileso de un terremoto nunca antes visto.

Sentado en mi localidad del patio de butacas, descubrí los cuerpos desnudos que antes no podía imaginar. Descubrí a los antihéroes que conducían taxis y se rapaban la cabeza antes de liarse a tiros. Descubrí que con las cosas de la religión se puede bromear cuando te llamas Brian. Descubrí a la mafia italo-americana. Por primera vez, escuché el nombre de Woody Allen, de Federico Fellini, de Berlanga. No me perdía un solo trailer. Hice de alguna película un mito. El Gran Leboswki, La naranja mecánica, El quimérico inquilino, 8 1/2. Muchas más. Me hice mayor.

Todo lo que soy está teñido por las imágenes inolvidables de las películas de indios y vaqueros que disfruté gracias a que mi padre me llevaba al cine. Por las películas bélicas que me enseñaron la cara más sucia del ser humano. Por las comedias que señalaban un lugar extraordinario de un mundo gris como el uniforme de la policía que repartía leña en la calle y llegaba a entrar en las salas de cine a oscuras buscando marxistas barbudos. Nunca se quedaron a disfrutar del ruido de una gota cayendo en las películas de Tarkovski.

Aprendí a contar historias al mismo tiempo que podía verlas. Las mías propias, las de un niño de Toledo que cuando visitaba a su abuela aprovechaba para contar las maravillas de la capital a los muchachos con los que jugaba. Pero Madrid era Alemania, la campiña francesa, las llanuras del lejano oeste, cualquier cosa. Valoraba a mi público y arañaba escenas y diálogos de aquí y de allá para convertir mi experiencia en algo envidiable.



Crecí, como muchos niños españoles, esperando a que llegase el domingo para que me llevaran al cine; siendo un jovencito, esperando que fuese domingo para gastar mi paga viendo Grease. Las vacaciones eran especialmente mágicas porque cada noche podías ir al cine de verano. Con una manta, por si refrescaba, con la que poder tapar a la chica que te gustaba.

Quise ser Marlon Brando, Al Pacino, Errol Flynn o Harrison Ford. Soñé ser el novio de Marilyn Monroe, Claudia Cardinale, Sofía Loren o Audrey Hepburn. ¡Audrey Hepburn! No he vuelto a ver nada parecido en una pantalla.

Descubrí universos tan imponentes como los que ya conocía en los libros. Bergman, Kurosawa, Kubrick. Y Almodóvar.

Somos lo que vemos, lo que oímos, lo que nos enseñan. Pero, sobre todo, somos lo que podemos llegar a imaginar. El mundo nunca deja de ser nuestro mundo, pero para tenerlo bien agarrado hay que dibujar los límites, hay que indagar en el de los demás.

Por eso hay que llevar a los niños al cine, por eso debemos ir los mayores, por eso los políticos deberían prestar atención a lo que está sucediendo en las salas vacías (en las que siguen abiertas, claro). No imaginar es no vivir. El cine es el sueño de cualquiera reflejado en una pantalla; sus fantasmas, sus miedos, sus inquietudes. Pero, lo más importante, es que el cine es la despensa que nutre la imaginación de una persona. El cine, la literatura, el arte... Despensas medio derrumbadas. ¿Las reparamos entre todos?

Gabriel Ramírez



¿Qué compromiso adquiere un artista con el resto de las personas, con él mismo o con el propio arte? ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Qué relación tiene el arte con el poder? ¿Es el arte un sueño que pueda el hombre realizar? Estas son algunas de las cuestiones que plantea Andrei Tarkovski en su segunda película, Andrei Rublev, rodada en blanco y negro (salvo los últimos planos detalle que se centran en la obra del artista) y dividida en prólogo, ocho episodios y epílogo.

Tarkovski deja claras sus intenciones; intenciones que serían un continuo en toda su cinematografía. Ya estaba casi todo apuntado en La infancia de Iván aunque en Andrei Rublev su poética, su mirada, sus obsesiones, sus fantasmas, lo imprescindible, estallan y quedan estampadas en cada escena.

Esta vez, el director, indaga en el papel que tiene el arte ubicado en el mundo que vivimos, en el papel del artista como artífice y en sus relaciones con el entorno; en lo que representa el poder civil y religioso para el creador; en la lucha interna que vive alguien que trata de elevarse creando obras de arte. Por supuesto, la película avanza sobre la venganza, la traición, la duda, la guerra, la envidia, los clérigos, los príncipes; sobre todo lo que marcaba un momento histórico turbio, difícil, oculto bajo el manto de un dios guerrero y vengativo con corresponsales que se tomaban las cosas muy en serio. Muchos vehículos sobre los que marchar hacia un único tema: el arte y el artista.



Andrei Rublev comienza con un prólogo estupendo y extraño que sirve para anunciar al espectador lo que se va a encontrar más adelante. Un hombre se eleva un su globo aerostático (casero, inseguro, condenado de antemano al fracaso), para caer poco después. El hombre ha podido mirar desde las alturas un mundo violento, un mundo contrario a lo que hace y que trata de evitar su hazaña. Cae y pierde la vida (tal vez, el precio que toca pagar si alguien quiere ser artista). Cuando el hombre cae, Tarkovski nos muestra un caballo que, también, ha caído y trata de levantarse. El caballo suele estar vinculado con la razón. Lo que fue un sueño cumplido (la cámara subjetiva de ese personaje nos ha enseñado lo que ve y deja entrever las sensaciones del tripulante) se convierte en razón arrastrada, inválida una vez que esa mirada desaparece para siempre. Razón y espíritu. Sin una cosa no funciona la otra. El hombre es sus sueños, los sueños son sólo del hombre. Son la misma cosa.

A partir de aquí, asistimos al viaje de Rublev; un viaje que consiste en la vida entera. Pero no siempre veremos el universo desde su punto de vista. Tarkovski lo llega a dejar fuera del relato o como mero observador (por ejemplo, en el capítulo de la fundición de la campana). Los personajes de Tarkovski se dibujan, siempre, desde el entorno y su relación con ellos; nunca desde sí mismos. Rublev deja el monasterio para encontrarse con la crueldad, con la injusticia, con el dolor, con un poder opresivo y fuera de control, con la imposibilidad de entender por parte de los hombres y mujeres puesto que les falta el arte y lo que tienen a su alcance está creado desde el miedo a Dios y el odio a otras personas. El relato es fascinante y cada episodio se adentra en un aspecto distinto. Es verdad que el de la fundición de la campana es especialmente impresionante, pero el resto se encuentran a un nivel altísimo. Es, también, especialmente atractiva la evolución que sufre el personaje con respecto a su fe en Dios. Perdida esa fe, el personaje la pierde en sí mismo. Y esa evolución marcha a contracorriente del reconocimiento del artista por parte de los demás.



La película está salpicada de detalles y guiños. Los hombres que luchan en el barro (episodio del juglar) recuerdan mucho al cuadro de Goya Muerte a garrotazos; la ambigüedad propia del cine de Tarkovski aparece con escenas en las que no sabemos si el personaje que vemos es un hombre vivo o un fantasma, si el personaje hace una cosa o sólo la desea (Rublev en la fiesta de campesinos). Todo es símbolo, todo es interpretable. Pero, sobre todo, cada escena de la película se disfruta al cien por cien. Tan sólo hay que mirar con atención la forma de presentar la pasión de Cristo en un paisaje nevado para saber que el cine Tarkovski está más allá (mucho más) del cine comercial. Esa tierra que parece sangrar es impagable.

La puesta en escena en general y los escenarios en particular, son portentosos (el director artístico fue Yevgeni Chernyayev), el vestuario un espectáculo de detalles, la peluquería y el maquillaje fantásticos. Con todo ello se logra recrear un momento histórico como pocas veces se ha logrado. Por otra parte, los actores y actrices están perfectamente dirigidos y logran entre todos una altura interpretativa fascinante.

Miren la pantalla con atención; intenten disfrutar y dejar que las imágenes, los sonidos y toda la simbología hagan su trabajo.

Gabriel Ramírez

En 1962, Andrei Tarkovski se estrenaba con La infancia de Iván, película que dirigió con la mitad del presupuesto inicial puesto que se le encargó una vez iniciado el rodaje. La condición que puso Tarkovski para hacerse cargo del rodaje fue la de no aprovechar nada de lo filmado y reescribir el guión. Quería que el trabajo fuese suyo sin interferencia alguna. Y no es de extrañar que ese fuese su deseo. Este es un autor único, auténtico e inigualable. Cada una de sus películas rebosa poesía, personalidad, profundidad; todo lo que cuenta Tarkovski se convierte en monumento, en obra de arte; algo que no se podría conseguir utilizando secuencias de cualquier otro autor que no fuera él mismo.

La infancia de Iván es una película bélica. Pero, desde el primer momento, se percibe un claro antibelicismo que toma la forma de la muerte, la locura, la angustia o la tortura. Y, además, se aleja de las explosiones, de las cargas o de la búsqueda de elementos patrióticos que realzasen el poderío militar e ideológico del régimen soviético. Tarkovski demuestra que no son necesarios los elementos militares y propios de una guerra para aterrorizar al espectador.

El director utiliza la belleza para enfrentarla a la zona más oscura del ser humano. Un ser humano capaz de lo mejor y lo peor, de crear incluso lo que está más allá de sus posibilidades. Capaz de destruirse a sí mismo. La belleza de la niñez frente a las zonas oscuras de una existencia sin ella. Pero, también, la belleza de lo que da una guerra a cambio de arrancarte algo si se convierte en poesía.


Tarkovski intenta no señalar con claridad los límites entre realidad y sueño, entre posible e imposible (toda su obra estará marcada por esa ambigüedad). Es lo improbable lo que toma protagonismo durante buena parte del metraje (incluido todo lo mostrado con imágenes documentales al final de la película; cierto aunque increíble). Para ello, introduce zonas narrativas instaladas en la belleza de lo onírico, en una falta de una consciencia que coloca al personaje dentro de la realidad más cruel. Impresiona comprobar cómo Tarkovski maneja el lenguaje del sueño, cómo el tránsito de un lado a otro se efectúa con una delicadeza asombrosa. Casi siempre ocurre teniendo al agua como conductora. Una gota que cae en la mano del muchacho y llega a un cubo que es la ventana al sueño que comienza en un pozo (este es uno de los ejemplos). El agua como uno de los cuatro elementos de la naturaleza que son tan importantes en el cine del director ruso. El agua como regeneradora, como zona de paso hacia lo espiritual, como nueva vida, como elemento en constante movimiento (lluvia y evaporación), el elemento que no puede faltar para que el ser humano pueda vivir.


Iván (Nikolai Burlaiev) es un niño explorador del ejército soviético. La acción de la película se desarrolla durante los últimos meses de la segunda guerra mundial. Lo primero que sabemos de él (a través de un sueño) es eso, que es un niño, que vive como tal, que ríe como tal, que disfruta como sólo un niño puede hacerlo. La naturaleza –bella, esplendorosa- es su hábitat natural. Pero despierta; en un lugar oscuro, cerrado; peligroso. El rostro del muchacho parece estar esculpido con el cincel del sufrimiento, del dolor, de la falta. La mirada es fría, penetrante. La infancia que Iván perdió sólo puede ser soñada. De esto es de lo que quiere hablar Tarkovski; de cómo el ser humano deja de ser aunque siga existiendo. Aunque siendo ese el tema principal, el director encuentra huecos para la esperanza, para lo que no dejará nunca de existir a pesar de todo. Una de las escenas más bellas que recuerda el que escribe tiene mucho que ver con esa esperanza, con la posibilidad de amar durante los tiempos de destrucción. María (Valentina Malyavina) pasea por el bosque junto a Kholin (Valentín Zubkov). Ambos son militares. Deben cruzar una zanja; él con un pie a cada lado ayuda a su compañera; ella queda colgada de los brazos de él; él la besa apasionadamente sosteniéndola en vilo. Tal vez sea uno de los besos más apasionados, inesperados y bellos, de la historia del cine. Justo antes de este beso, Tarkovski logra crear una tensión sexual entre los personajes poco frecuente en el cine; una tensión sexual tan potente como la violencia que se puede palpar a causa de la guerra; pero ante la pasión de un hombre y una mujer, el mundo puede venirse abajo. Esta esperanza se alterna con la existencia vacía de ser. El resumen más contundente de la idea llega con la escena en la que un viejo invita a Iván a pasar por la puerta de su isba, una casa que ya no existe. Lo único que se mantiene en pie es el marco de la puerta y un horno. Cuando el niño regresa con los militares que han ido a buscarle, el viejo cierra la puerta con llave, agarrado a los recuerdos que funcionan como memoria futura (¿una verdadera puerta a una pequeña esperanza?).

La puesta en escena está cuidadísima. Tarkovski siempre tuvo fama de ser especialmente puntilloso con los detalles de sus escenarios. Sorprende que parezcan territorios vírgenes los que se utilizan cuando el espectador sabe que allí se rodaron tomas y más tomas de la misma escena. Detallista, sobria. No falta pulcritud de todo tipo que nos acerca al símbolo en lo que se convierte todo lo que usa Tarkovski para narrar. Espejos que reflejan la realidad desde un prisma que sería imposible para el espectador o para los personajes, animales, imágenes religiosas, fuego, agua, frutos. Todo presentado con una excelente fotografía expresionista (Vadim Yusov) que busca planos inclinados, borrosos, muchas veces fijos y largos.

La película está rodada en blanco y negro. No podía ser de otra forma. Los matices desde las sobras convierten el recurso en imprescindible para matizar el estado de ánimo de los personajes. Y los matices desde la claridad (casi siempre en los sueños) que convierten esa zona inaprensible en la única posible para sobrevivir. Cada cosa narrada con un tempo distinto, adecuado.

Impone La infancia de Iván porque es un retrato del horror refugiado en un niño. Impone La infancia de Iván porque es una película de Tarkovski. Impone La vida de Iván porque es una película excelente. Una película que muestra la realidad desde una premisa escrita en la pared de un refugio militar: Somos 8 jóvenes de 18 años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguennos. El resumen de la historia de la humanidad.

Nirek Sabal

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