Keoma es el último gran exponente de ese subgénero que encandiló en la década de los 60 y 70, surgido en Italia y conocido por todos como el spagetti western, era una visión alejada de la narrativa perfeccionista hollywoodiense de héroes con el pecho más grande que cualquier otro, de discursos fascitoides, de trajes que no se ensuciaban, de damas incorruptibles y artificiosas. Una visión que se acercaba más a la verdad, una realidad sucia donde los buenos no son tan buenos ni los malos unos cabrones sin remedio, donde la porquería llegaba a ser poesía; donde la muerte, violencia y el sexo estaban a la orden del día, porque esto último es lo que nos hace humanos. Sexo, amor, violencia, sangre y muerte.
Con este western asistimos al cierre de una etapa del cine con mayúsculas, una larga trayectoria con un largo desarrollo y evolución en la que quedarán grandes hombres, grandes nombres y grandes gestas que contribuyeron a crear todo un lenguaje cinematográfico desde que empezó este género con Asalto y robo a un tren de Porter a principios del siglo pasado pero que a día de hoy son ignoradas por el sector más joven. ¿Una del oeste? Vaya tostón ¿no? es lo que llevo escuchando toda mi vida. Pero aquí estoy, hablando de una obra maestra como Keoma, interpretada por el mítico Franco Nero y dirigida por el irregular Enzo G. Castallieri, uno de esos directores como Sergio Corbucci que nacieron a la sombra de la leyenda de Sergio Leone, los cuales trabajaron en sus películas. Sin embargo, Enzo va un paso más allá de la espectacularidad y la sobriedad aportada por Leone, aplicando un lenguaje próximo al surrealismo en lo concerniente a los flashbacks (brillantemente introducidos) que tiene nuestro protagonista, tomando incluso elementos cercanos al cine de terror más clásico y sabiendo lo que tenía entre manos, una obra que marcaba ya el final de una etapa acentuándolo en el tono de la película con ese viento susurrante, casi de tormenta que todo se lo lleva; con unos personajes que están condenados a morir desde el principio; con esa evocación al pasado donde todo fue mucho mejor; con esa recreación de la muerte a cámara lenta; con esa destrucción palpable de todo el entorno, en definitiva, un experimento crepuscular que dio pie a una maravilla del séptimo arte, tanto a nivel de realización, como de fotografía y dirección de actores. Una de esas obras de las que no se oye hablar, pero que son parte de la historia. Pero ¿de qué va el argumento?
Cierto, no he hablado de ella en lo concerniente al guión ni he querido destripar gran cosa, porque lo que quiero es que la consigan ver por el medio que sea, que la disfruten como yo, sin saber de qué iba y a lo mejor, quizás, se sorprendan. Seguro que no se arrepienten. Muchos diréis pero si aún se hacen westerns. Sí, es verdad y no negaré que desde Sin perdón de Clint Eastwood el género está volviendo poco a poco y lentamente, o que incluso en los últimos films de Tarantino se dejen notar ciertas influencias spaguettianas, pero salvo contadas excepciones, es un género muerto, que apenas da pie a la experimentación, enclaustrado ahora en un cierto existencialismo en sus argumentos. No, yo no quiero eso. Si me dan a elegir prefiero el spaghetti western más puro, aquel de las frases lapidarias, de la suciedad palpable, de los duelos a muerte bajo el sol, el de la música de Ennio Morricone. Ya no molan los tipos duros de noble corazón. Ahora se llevan los hombres lobos depilados con azúcar en cada palabra que sueltan por la boca. Qué lástima.
Los hábitos a ver cine se han modificado notablemente. Lo que antes era un movimiento del sujeto hacia la soledad y el silencio, hoy ya no lo es.
En primer lugar, en las salas de proyección, los espectadores hablan, comen, atienden mensajes en el móvil (algunos atienden llamadas). Esa magia que antes se imponía en la sala por lo sagrado del momento (sagrado es toso aquello que conmociona al ser humano) o por los acomodadores que velaban por eso que falta ahora y tanto añoramos; esa magia, ya no está. El espectador va a pasar el rato y eso incluye (por lo que se ve) hacer lo que le da la gana.
Por otra parte, hoy las películas se ven en casa. Bien en el televisor, bien en el ordenador. Incluso se ven en el automóvil. Eso permite que, además de atender a la película, podamos escribir o charlar con el que tenemos a la derecha mientras besamos al de la izquierda y levantarnos para beber agua. O parar la proyección si nos da la gana.
Esta claro que la variedad de los formatos ha resultado ser una fábrica de diferentes tipos de espectador. Y, por tanto, de usos respecto a una película de cine.
Hay que añadir la falta de tiempo que padece gran parte de la población. Los que trabajan porque trabajan; los que estudian, carrera tras carrera antes de trabajar, porque estudian; los que no trabajan porque buscan empleo; todos andan a la caza y captura de un rato libre para hacer tres o cuatro cosas a la vez.
Esto no es nuevo. Hace años que viene sucediendo. Y hace años que algunos lo vieron con claridad y sacaron provecho.
Metan todo lo dicho hasta ahora en una coctelera. Agiten. ¿Qué tenemos? Buen cine para la televisión. Algo que el espectador espera con ganas, que no le quita mucho tiempo y le permite hacer otras cosas. En fin, series de televisión. Ya no sé si hay que decir gran televisión o gran cine. Está todo muy pegado. Desde luego, yo diría gran cine.
Algunas de estas series son una castaña pilonga. Eso es verdad. Pero las buenas lo son de verdad. E incluyen todos los ingredientes que se pueden exigir en el cine sumados a los del formato pequeño.
Dos ejemplos. Uno clásico. Otro muy actual.
Doctor en Alaska o un mundo paralelo y delicioso.
Esta serie es, sencillamente, deliciosa. Personajes bien trenzados que hacen de contrapunto y se explican entre ellos. El mundo que se dibuja de forma surrealista o mágico y siempre entrañable. El guión ágil, divertido e inteligente. Insólito comparado con lo que nos sirven a diario las cadenas de televisión. Valores que el ser humano está olvidando sueltos por la pantalla y que llegan desde el amor, el sarcasmo, la ironía, la muerte o el disparate.
Un joven doctor en una ciudad lejana en el centro de ninguna parte (Alaska) y un grupo de habitantes delirantes que hacen vivir al muchacho situaciones llenas de buen humor, humildad, amistad, filosofía, materialismo o lo que toque. Por cierto, la tensión sexual que se mantiene entre los personajes principales está trabajada de forma magistral durante toda la serie. Y la música es exquisita.
Sería una pena que no lo intentaran. Por supuesto, los jóvenes disfrutan de lo lindo.
Sin emoción el cine no es nada. Una película llena de emoción es una experiencia única, inolvidable y el motor (al menos durante unos minutos) de la imaginación del espectador. Por eso una película es grande o se queda en simple pasatiempo. El caballero oscuro dirigida por Christopher Nolan e interpretada por Christian Bale (algo soso como siempre), Michael Caine (más que correcto como siempre) y Heath Ledger (fantástico como nunca), entre otros; es una excelente muestra de tensión narrativa mantenida sin fisuras de principio a fin, de construcción de personajes a través de un guión bien armado y con el tiempo narrativo medido y ajustado al tempo, de fotografía cuidada (Wally Pfister), una muestra de lo que puede significar para el espectador la construcción de un estado emocional que se mueve como un pendulo entre la inquietud y ese remover la consciencia que se consigue lanzando mensajes claros y contundentes.
Los efectos especiales son magníficos. La banda sonora acompaña la acción como si quisiera acariciar cada imagen con solvencia y delicadeza (la partitura la firman Hans Zimmer y James Newton Howard), la participación de Ledger asombrosa (la de todos los secundarios muy importante puesto que Nolan los utiliza para lo que debe utilizarse un secundario, para iluminar al principal y hacerle crecer. Bale o Batman (si lo prefieren), a pesar de los pesares, en esta película también lo es).
La película se mueve de un extremo a otro buscando la dualidad, el sí y el no que todo contiene, el bien y el mal. No el sí frente al no o el bien luchando contra el mal sino cada cosa ocupando ese lugar que les corresponde y que se hace inevitable puesto que, antes o después, aparecen para equilibrar la balanza.
Distanciándose tanto como puede de la estética del cómic, buscando un registro propio, Nolan consigue la que es su mejor película. No se enreda en tiempos narrativos difusos o fórmulas tremendamente exigentes con el espectador. Ni maneja conceptos que termina equivocando (el director) como le sucedió al firmar Origen (en la que se hace un lío monumental entre lo que es sueño y pensamiento consciente). Con El caballero oscuro se limita a contar una historial casi lineal y a contarla más que bien.
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