Cornelius Ryan escribió la novela A Bridge Too Far. William Goldman la adapto para el cine. Y Richard Attenborough dirigió la película homónima de la novela original. Una película bélica que no suele aparecer entre las favoritas de los que dicen entender de cine. Tal vez eso obedezca a a que; a pesar de contar con un reparto de auténtico lujo, un buen guión, medios técnicos más que suficientes, un sonido espectacular y una banda sonora magnífica (compuesta por John Addison); la película narra un hecho histórico pegándose mucho a eso (no intenta narrarlo de forma exacta, ni mucho menos) y no a la búsqueda de universos únicos, al uso de recursos narrativos que aumentan la capacidad expresiva de la imagen (por ejemplo, un silencio en medio de la batalla) o al uso de un discurso de los personajes que, francamente, los convierte más en filósofos de barra de bar que en hombres que van a morir poco después (sólo algunos lo han conseguido sin hacer el ridículo como, por ejemplo, Terrence Malick). Quizás sea por eso. No lo sé. El caso es que la película narra cómo una operación militar puede fracasar por la misma razón por la que un ejército cualquiera triunfa. La disciplina; no rechistar ante las órdenes de un superior; no decir lo que se piensa para no contradecir al de arriba. La misma razón para ganar una guerra que para perderla. ¿Cómo nos cuentan todo esto? Desde la estrategia, desde el despliegue de efectivos, desde los errores, desde las órdenes dictadas detrás de un despacho, desde los heridos. La guerra por dentro. Algo mucho menos amable que desde personajes extraordinarios o, incluso, desde el horror. Otra forma de contar, más selectiva. Me pregunto, siempre después de ver la cinta, qué es la guerra. Y la respuesta es la misma, siempre también. Es la suma de todas esas películas bélicas. Y me parece injusto que, cuando hacer cine es representar una realidad cualquiera desde un punto de vista determinado, se menosprecien algunas de ellas por esa razón (hablo pensando en películas de calidad y no de bazofias que encontramos en cualquier rincón).
La única forma posible de conocer las motivaciones, el estado de ánimo o cómo interpreta lo visto un ser humano, es tener acceso a su conciencia. Cualquier filtro (incluido el lenguaje) que aparezca, entre él y quien quiere saber, hace que la información pierda su pureza y obligue (no ya a creer) a una interpretación más o menos inexacta.
En cine o en literatura, el registro que nos lleva a ese pensamiento ordenado es el monólogo interior. Si escuchamos o leemos lo que un personaje se cuenta a sí mismo, podemos saber de él lo que ve, cómo lo ve, qué significado tiene, la razón por lo que hace una cosa u otra. Y lo más importante de todo, sabremos interpretar eso que dice en un diálogo poco después, un gesto que sin esa información sería uno más y, sin embargo, ahora es relevante.
El monólogo interior es lo que dibuja de forma definitiva al personaje, es lo que nos permite conocer el mundo de otro sin tener que trazar líneas que no nos corresponden. Terrence Malick, después de una largas vacaciones que duraron veinte años, dirigió una película bélica a finales de los años noventa que sorprendió a todos por su calidad narrativa, por los registros utilizados, por el nivel técnico a todos los niveles y por la forma de presentar algo tan terrible como es una batalla. Cuando pensamos en la guerra pensamos, inevitablemente, en los ejércitos, en las armas, en las estrategias estudiadas y perfectas, en las tácticas militares de combate. Pensamos en algo ajeno y lejano a lo que el hombre es en sí (al menos debería). Sin embargo, nos olvidamos de las personas, las motivaciones que les llevaron a un campo de batalla o a no abandonarlo, sus sentimientos (sólo hablamos de valentía o coraje o miedo atroz. Sólo nos compadecemos de los soldados). Y olvidamos, también, un entorno que siempre está para dar o quitar con brutalidad. Con guerra o sin ella.
Malick intentó proponer una nueva poética (si es que existe) de la guerra; una nueva estética de la guerra (esa sí que existe). Eso es algo al alcance de muy pocos. Sólo lo consiguen los que saben que cualquier manifestación artística debe añadir al mundo una nueva forma de mirarlo. El resto repite, una y mil veces, un mundo ya conocido, sin aportar gran cosa o nada.
Hombres que se mueven gracias a su ambición personal, sin dudar un instante al enviar a cientos de personas hacia una sepultura llena de metralla que soporta la ambición personal. Hombres capaces de ver más allá del terror descubriendo que el mundo (desde que suena el primer disparo) mantiene una zona original que se separa del que vivimos guerreando y a la que pertenecemos aunque la abandonemos una y otra vez. Hombres convertidos en bestias salvajes. Hombres aturdidos, miedosos, enloquecidos. Hombres que viven agarrados a un mundo idealizado (el que dejaron al marchar) tan destructivo como el campo de batalla, tan cruel como el estallido de un obús. Hombres moviéndose por un escenario poderoso, hostil, invencible.
Un gran todo formado por cosas pequeñas, casi insignificantes.
¿Cómo consigue Malick que la percepción del espectador no sea la misma de siempre, cómo consigue que sobresalgan las cosas pequeñas? El hecho de poder escuchar unos versos de Walt Whitman no es suficiente. No deja de ser un detalle. Son los monólogos interiores, las voces construidas desde el pensamiento de cada personaje, y los constantes cambios en el punto de vista a medida que se desarrolla la trama. Eso es lo fundamental. Durante todo el metraje iremos viendo la guerra desde uno u otro personaje; aparecerán matices que convertirán la misma cosa en un cataclismo personal y colectivo o en el milagro de la vida de las plantas; la guerra podrá reducirse a un error personal que lleve a la muerte o al sufrimiento que produce ver morir un pájaro.
Las imágenes y archivos de audio y vídeo que aparecen en este blog han sido incluidos en él por motivos ilustrativos o didácticos, sin ánimo de lucro, bajo el término del uso razonable.