Hay películas que no dejan la más mínima marca en el que mira. Otras te divierten durante un par de horas y luego las olvidas. Nada de marcas. Las hay que, durante algunos días, consiguen que te plantees aspectos que, definitivamente, no quieres o no puedes modificar. Tampoco dejan nada más allá de pequeños rasguños. Pero también las hay que funcionan como bombas de relojería que explotan cuando te sientas a observar, que vuelven a estallar en cuanto te descuidas, que se quedan instaladas en cualquier lugar innacesible de la consciencia para quedarse por siempre jamás.
Hubo un tiempo en que creí que lo terrible de la vida estaba aislado de la zona más divertida; que la decencia se encontraba a un millón de kilómetros del territorio más sucio de la vida. Todo ocupaba un lugar aislado y exclusivo. Hubo un tiempo (soy hijo de la última etapa franquista y de la transición posterior) en que nos enseñaban un mundo pulcro y azucarado que nos creíamos de cabo a rabo. Pero hubo un tiempo en el que millones de muros se derribaron casi al mismo tiempo. Muros que no dejaban ver el mundo.
Y pasaron los años. Y llegó Trainspotting.
Aunque ya era una evidencia que el mundo era otra cosa; aunque las cosas se habían colocado en su sitio; fue el día que apareció una realidad pensada por muchos, pero que nadie había convertido en real con esa fuerza y con ese descaro. Si no me equivoco fue en 1996 (es igual) cuando Danny Boyle se plantó con su película dejándose de idioteces y pintando las cosas del color justo.
Ya sé que se habían estrenado cientos de películas durante los veinte años anteriores que intentaban hacer lo mismo, que Kubrick había rodado La Naranja Mecánica para desmontar este garito que llamamos mundo y que, cómo él, lo habían intentado muchos. Pero Trainspotting fue otra cosa. Todo era la misma cosa. Incluso las cosas eran lo contrario a lo que uno tenía grabado a fuego en el pensamiento.
Mark Renton (Ewan McGregor) corre camino de su destrucción. Sus amigos le acompañan. Se drogan, roban, no dan un palo al agua, desean que el mundo no pueda con ellos. Se divierten con cada paso que dan hacia el abismo.Vemos casas asquerosas, gente asquerosa, mucha droga (las escenas que enseñan el momento de meterse heroína son escalofriantes), mucha mierda y, de paso, mucho gilipollas. Usted y yo somos los gilipollas. Todo lo que representa la decencia, el trabajo duro, la familia unida y besucona, todo eso, es la parte gilipollas del mundo. Lo divertido es ser como Renton y sus colegas. El mundo es una mierda, así que yo lo pisoteo.
Perder el tiempo no puede ser bueno. Cuando sucede (al menos en mi caso) la sensación de desazón es tremenda. Si pierdes un rato, por ejemplo viendo una mala película, ese estado de ánimo no deja de ser pasajero. Poco depués la cosa no tiene importancia. Pero si, por ejemplo, filmas un tostón, la cosa ha de ser mucho peor. Los artistan saben lo que hacen. Si el producto final es bueno lo saben. Si es una castaña pilonga lo saben. Les garantizo que Grant Heslov, director de Los hombres que miraban fijamente a las cabras, sabía lo que estaba haciendo al rodar la película y que es capaz de valorar el trabajo de un modo objetivo. Una castaña pilonga, pensará este hombre. Otra cosa es lo que diga en público, claro. El que crea conoce lo que hace. Y digo esto creyendo que sé de lo que hablo.
Heslov intenta una sátira sobre el ejército que se queda en una serie de gags faltos de gracia y que convierten la propuesta en un desastre monumental por aburrido. La falta de continuidad es alarmante. Las pocas ganas que le echan los actores al interpretar sus papeles es abrumadora. Y el grado de idiotez que deja ver el guionista es penosa.
Vamos a ver. En el ejército norteamericano se crea una unidad que aprovechará las capacidades psíquicas de los soldados para vencer al enemigo. Bob Milton es periodista (Ewan McGregor) y descubre, casualmente, la existencia de este grupo de militares con poderes paranormales. Tambien de casualidad, conoce a Lyn Cassady (George Clooney) con el que comienza un viaje a ninguna parte a través del desierto. Cassady es miembro de la unidad especial y disparatada. Se terminarán encontrando a hippie Bill Django (Jeff Bridges) que fue el creador de todo este lío y a un militar que logró desplazar a los dos anteriores siendo malo malísimo (este lo interpreta Kevin Spacey). Drogas, espíritu hippie, técnicas ridículas e ineficaces y muy poca inteligencia en los personajes. Tampoco le sobra al director ya le podría haber sacado mucho más partido a una idea muy divertida. La película deja de interesar cuando acaban los créditos. Los del principio. Más o menos. Ni siquiera ese afán de los militares por convertirse en jedis puede camuflar la incapacidad narrativa del director.
Bueno, hay un gran mensaje oculto en cada secuencia. Es necesario creer en algo para conseguirlo. Bueno, son dos. La relación con el entorno es vital para el ser humano. Lo que pasa es que ya me lo sabía y no le he dado mucha importancia.
He vuelto a perder el tiempo. Qué desazón.
Me gustan muy poco las películas por las que se pasean los soldaditos con pinta de valientes, con cara de poder conseguir cualquier cosa si entran en combate, compañeros inolvidables de otros grandes soldaditos y patriotas grandiosos. Hacer patria (intentar hacerla) con estas cosas me parece bisutería pura. Lo peor es que de estas se filman cada año unas cuantas y, encima, algunas se convierten en éxitos clamorosos. Suelo huir cada vez que veo un casco, una ametralladora o lo que sea, pegados a una bandera (casi siempre norteamericana). Tengo poco tiempo para malgastar.
Sin embargo, con la película Black Hawk Derribado de Ridley Scott me pasa justo lo contrario. Regreso a ella cada cierto tiempo. No sólo porque narra un desastre militar descomunal, no sólo porque muestra lo que puede ser un grupo de personas aterrorizadas y desmoronado, no por eso. Detrás de la trama se puede ver un trasfondo muy interesante que implica a esa aldea global tan falsa como lesiva que nos venden a diario como si fuera la solución de continuidad para esta civilización que padecemos. Porque la aldea global integra a unos cuantos ricos. Los pobres siguen estando aislados con intenet, un mercado global o cualquier otro invento. Siguen siendo la cloaca global. Allí las guerras no se ganan ni se pierden. Son eternas. Y, desde luego, no podemos solucionar nada mientras no abramos los ojos y la mente. El desastre que enseña Scott es el que se produce en cada desencuentro cultural, es una hecatombe diaria. La secuencia que más me gusta ver de la película es esa en la que un grupo de vehículos blindados que recibe plomo para parar un tren y que suelta matando a todo lo que se mueve, está detenido. Antes de continuar, un hombre negro, con el cadáver de un niño ensangrentado en los brazos, cruza entre las máquinas de guerra completamente ausente. Ni se ocupa de mirar. Su mundo se acaba no más allá de ese niño muerto. Y los soldaditos que quieren ser héroes pensando que van a librar una gran batalla que salvará la humanidad. Qué cosas.
¿Quieren ver una película pedante, grandilocuente, con un argumento excelente que se derrocha de mala manera? ¿Quieren ver como la historia se supedita a lo estético? Pues tengo lo que ustedes andan buscando: The Pillow Book. Peter Greenaway mete en una coctelera lo asiático con lo que tiene de él, con su particular manera de concebir el cine, y nos entrega un bulto sospechoso, pero aparentemente delicioso que encierra nada.
Cuando nos sentamos frente a una pantalla cada uno buscamos una cosa distinta. Puede que unos sólo quieran disfrutar la estética de lo que allí se nos muestra; de la plástica, otros; además de lo bello y delicioso de la imagen, queremos algo más, una historia y que ésta nos llegue, que como espectador nos encontremos participando en ella. Esta fusión no se consigue, solamente, con una fotografía espectacular, mezclas explosivas de planos extraños y buenas bandas sonoras sino que es necesaria una base, una historia que contar (y, como ya he dicho en muchas ocasiones, contarlo bien), con personajes bien perfilados, que hagan que lo que se cuenta tenga sentido y hacerlo para que el espectador pueda llegar a comprender y situarse en lo que está viendo. Si una película no contiene todos esos elementos, básicamente una historia bien contada y bien mostrada, estaremos frente a otra cosa pero no frente a una buena película. Y eso es de lo que adolece The pillow book, de la conjunción de todos estos elementos. Tenemos historia, tenemos escena, tenemos estética, pero todo tan mal tramado que uno no puede por menos que afirmar que estamos ante una película tendenciosa, engañosa, incongruente, con unas lagunas brutales que la convierten en pretenciosa y en una auténtica estafa.
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