El mundo es una cosa grandiosa que se complica cada día más. El ser humano avanza y lo hace a base de complicarse la existencia. Para que ese progreso tome forma es necesario que las desigualdades sean desproporcionadas, que el individuo se sienta solo, que un paso adelante en la construcción del cosmos signifique otro atrás en el proyecto del hombre (la meta es llegar a ser tan persona como sea posible y parece que lo hacemos en dirección contraria). Quizás los tiempos pasados no fueron mejores, pero seguro que fueron más fáciles, más simpáticos y dejaban más espacio al ser humano).
Algo parecido a esto es lo que plantea Woody Allen en su película Días de Radio. No es la mejor de sus comedias. No lo es, ni mucho menos. Aunque es agradable, entrañable y divertida. Ni destacan las interpretaciones de ninguno de los actores o actrices (Woody Allen pone en movimiento a Diane Keaton, Mia Farrow, Julie Kavner y Danny Aiello entre otros (a sí mismo también) como pequeñas partículas que configuran un todo y los papeles no tienen la grandeza suficiente como para sobrevivir por sí solos), ni se trata de un guión especialmente brillante. Pero el conjunto se percibe como una obra deliciosa en la que se recrea un mundo dibujado como germen de lo que somos (los decorados y el vestuario son notables). El presente no deja de ser el producto del pasado.
La radio es el nexo entre las personas, es la excusa para seguir un camino o buscar una alternativa, es un sentimiento común que modela a los individuos por igual. El mundo se narra desde un micrófono a través de historias inconexas que suman para que el hombre pueda moverse. Porque desde la ficción todo se hace comprensible. Leyendas absurdas, ventrílocuos (¡¡en la radio!!), ataques interestelares, jóvenes enamorados; todo está en la radio de los años 40. Cada persona se integra, la integra en su existencia. Las melodías representan a alguien o a algo, trasladan de un lugar o a un tiempo distinto del vivido. Cada cual busca en la radio la carencias que soporta en su realidad. Allen se plantea una pregunta: ¿Qué es la vida sino lo que queremos que suceda? La imaginación tiene un lugar privilegiado en cada uno de sus personajes y es por ello por lo que evolucionan. Esto nos lo muestra el director encadenando gags que, entre cómicos y entrañables, dibujan un universo sencillo que si no fuera por ciertas personas sería maravilloso.
Lo que sí destaca es la banda sonora de la película. La selección de partituras es magnífica (jazz y música de cabaret). La vida se escucha y se desarrolla al ritmo de esa música que va resonando en el interior del sujeto. Buena música. Buena de verdad.
¿Hasta qué punto podemos confiar en las personas? ¿Un hombre o una mujer enamorados son fiables? ¿Son los adolescentes una banda de desequilibrados contestones o lo son los adultos que cumplen más de cuarenta años? ¿Se puede amar a alguien mientras se ama a un tercero? ¿Puede cambiarse un amor por otro sin que ocurra una hecatombe emocional?
Estas son preguntas que asaltan al espectador cuando echa un vistazo al cine de Woody Allen. Incluso en su primera época ya dejaba algunos apuntes sobre estos asuntos cuando hacía comedias desenfadadas, frescas y críticas con los sistemas. Y estas preguntas nos hacen colocarnos ante una situación incómoda. Depende de la edad del espectador, eso es verdad. Me refiero a ese tener que elegir entre la sensibilidad y la intuición por un lado o la inteligencia por otro. Parece que, según vamos cumpliendo años, estamos obligados a utilizar más esa inteligencia. Es cosa de jóvenes lo de permitir que sensibilidad e intuición arrasen con todo. Y digo que lo parece porque es la única forma de que no se organice un desastre a tu alrededor. Un jovencito cerebral que calcula todo o un hombre maduro que se deja llevar por sus primeras sensaciones en cuanto se le cruza una mujer nos parece un loco. En el caso de las mujeres ocurre lo mismo, claro.
Sensibilidad, intuición, inteligencia. Woody Allen, en 1.979, vuelve a meter los ingredientes en la centrifugadora y ¡voilà! Otro peliculón. Y, encima, mostrando un escenario completamente grandioso. La ciudad de Nueva York. Pero no cualquier Nueva York. Nos muestra esa ciudad que ama y lo hace con sumo cuidado, con una fotografía excelente (Gordon Willis), en un blanco y negro lleno de matices que convierte cada plano de la ciudad en una postal que todos quisiéramos enviar un día. Así, el propio escenario termina siendo un personaje más, un personaje que aparece sin descanso para que los otros (los de carne y hueso) puedan ir evolucionando interiormente y en sus relaciones con los demás. El actante perfecto es lo que construye Allen en Manhattan y con Manhattan. De paso, el director deja bien clarito que una cosa en la costa oeste y otra, bien distinta, la costa este. No hace falta que diga quien sale mejor parado de esta comparación. Otro de los ingredientes que convierten la contemplación de la película en un momento inolvidable es la música de George Gershwin. Delicada, exquisita; mezcla de sinfónica y buen jazz. Temas como Rhapsody in Blue (en el inicio); He Loves, and She Loves o Oh, Lady be Good ayudan a convertir el metraje (ya en sí mismo fantástico) en una delicia. En la película, los temas están interpretados por la filarmónica de Nueva york. Pilotando Zubin Mehta. No se puede pedir más.
Eres el mejor amante que he tenido, dice Sonja a Boris. Será porque practico mucho cuando estoy solo, contesta él. Yo no quiero casarme nunca. Lo único que quiero es divorciarme, exclama Sonja cuando le piden matrimonio. La última noche de Boris Grushenko (Love and Death) es la primera película que el que escribe pudo ver de Woody Allen. Fue en un cine de barrio; Cine Granada se llamaba. En aquella época, una señora que apareciera en la pantalla con algo de ropa menos de lo normal hacía que la película se clasificase como para mayores de 18 años. Yo no los había cumplido. Tuve que hacer algo para poder pasar en la sala de forma ilegal. No sé si puse cara de circunstancias, me puse de puntillas, encendí un cigarro delante del portero con gesto de hombre duro o me jugué todo a una carta sin hacer ridiculeces y coló la cosa por compasión de aquel tipo a la que le daba lo mismo ocho que ochenta. El caso es que entré en aquella sala. Subí al gallinero y descubrí a Allen. Aún me emociona recordar todo esto. No paré de reír. Quizás es el primer recuerdo que tengo riendo con una película para adultos. La escena en la que Boris (Woody Allen) y Sonja (prima de Boris, esposa de Boris, interpretada por Diane Keaton) se encuentran con un español que quiere visitar a Napoleón en Moscú y se lían a botellazos entre ellos, es una de las cosas más divertidas que he visto en mi vida. Así lo viví y así lo quiero recordar. No he vuelto a ver esa película. Me pasa lo mismo que con algunas novelas. Prefiero dejar así las cosas porque estoy seguro que estropearía el recuerdo por la vejez de la película, por la mía propia, porque temo que me parecería mucho más floja que el poso que dejó. Prefiero recordar a Boris bailando alrededor de la muerte, convertido en proyectil humano, hablando de metafísica cuando la cosa debería ser mundana, siendo un cobarde redomado. Prefiero recordar la película como un disparate divertidisimo en la que Napoleón es una pena de hombre, la muerte un coñazo y la literatura rusa algo de lo que uno puede reírse sin cometer un gran pecado (esa mezcla entre lo profundo y lo más cotidiano que forma en su conjunto un universo completo y perfecto, pero no intocable).
Las imágenes y archivos de audio y vídeo que aparecen en este blog han sido incluidos en él por motivos ilustrativos o didácticos, sin ánimo de lucro, bajo el término del uso razonable.