Gansters, metralletas, chicas rubias atolondradas, detectives, policías corruptos, la mano floja del más cobarde con las mujeres, ciudades deprimidas, alcohol, tabaco, juego ilegal. Un héroe y una heroína (esta vez morena y descendencia india). Esos fueron siempre los ingredientes del cine negro. Y son los que utiliza Michael Mann en Enemigos Públicos. Una película que pasó excesivamente desapercibida por las pantallas de proyección cuando es excelente.
A veces me pregunto por qué un tipo de cine se encuadra en una época concreta y ya no puede hacerse nunca más. Parece ser pecado mortal o una traición horrible con los clásicos. Es como si eso que se contó ya no tuviera matices ni posibles interpretaciones y fuera territorio intocable. El cine negro tuvo su momento de esplendor y no caben (defienden algunos) versiones modernas. No terminan de gustar ni a críticos ni al gran público. Una pena.
En el caso de Enemigos Públicos es una auténtica injusticia que no sea reconocida como una gran película. El vestuario es francamente bueno, los escenarios magníficos y los actores están más que bien (quizás el inexpresivo Christian Bale no encaja del todo con el trabajo del resto). Todos los detalles están cuidados al máximo, con gran cuidado, casi mimo. Y, lo más importante, es que el trabajo del director es impecable. Hace crecer a los personajes con cada gesto. Es verdad que ayuda mucho un guión con diálogos excelentes (alguna que otra intervención del Dallinger roza lo literario aunque se queda en el territorio que corresponde, en el del cine). A todo esto se le suma una trama bien construida, un ritmo trepidante y (todo hay que decirlo) un millón de disparos formando un conjunto que arrastra al espectador con solvencia.
La película cuenta la historia de John Dillinger (Johnny Depp), de cómo se convierte en un héroe nacional (roba bancos durante la gran depresión aunque el dinero de los clientes no lo toca jamás), de cómo una mujer llamada Billie Frechette (Marion Cotillard) es capaz de enamorarle tan sólo con aceptar al villano tal y como es, compartiendo sueños. La película cuenta cómo fueron los primeros intentos del FBI por modernizar sus procesos en la investigación criminal. La película cuenta cómo el progreso en el mundo del crimen acabó con lo tradicional. Robar bancos frente a las apuestas ilegales de las que podían vivir los malos, los polis y los políticos sin arriesgar el pellejo. Pero, sobre todo, la película cuenta cómo la violencia genera violencia, cómo el ser humano se trastorna con un arma en las manos. Porque Michael Mann ataca la historia desde ese lado humano del criminal (casi costumbrista como ocurría en la literatura negra), desde el lado salvaje y atroz, pero sin renunciar a mostrar el contrario. Así es el hombre. De paso aprovecha para investigar el ego de alguien como Dillinger, el ego que acaba con los héroes si no son inmortales. Y este ganster no lo era, claro.
Elliot Goldenthal firma la partitura de Enemigos Públicos. Un lujo. Incluye esta banda sonora un tema interpretado por Diana Krall titulado Bye Bye Blackbird que servirá de eje sonoro en la relación de los protagonistas.
Vi la película el verano pasado en un cine de Santa Cruz de Tenerife. Recuerdo que salí emocionado, algo que no me ocurre con frecuencia. Pasó que pude ver una película de cine negro (de las buenas) sin recurrir al reproductor de DVD. Y es que el buen cine lo es en cualquier momento y en cualquier lugar.
Esta mañana me apetecía escribir sobre una película que no he visto nunca. No sé quién la dirige, por ejemplo. Ni cuál es su reparto de actores. No imagino su banda sonora, ni su fotografía. Tampoco conozco al osado que se atrevió un día a adaptar ese guión. Ni idea.
Yo quería referirme, quiero escribir esta mañana, sobre el significado de la química según Goethe. La química entre las personas, el feeling que todos sufrimos cada tres o cuatro siglos, unos más desenfrenados y ardientes que otros, pero siempre incontenible y huracanado. Inexcusable.
Una vez, hace ya unos años, después de superar varios episodios químicos con finales inútiles e infructuosos todos, y rendida ya ante mi desastrosa vida sentimental, yo me propuse escribir en serio sobre el asunto y no se me ocurrió otra cosa que escribir el guión de un corto-homenaje a Goethe con la intención de vomitar todas mis catástrofes amorosas. De gritarle a todo un planeta lo que yo, desde mi perspectiva cada vez más pesimista, pensaba sobre el amor, esa palabra tan rotunda que todos pronunciamos tan alegremente sin saber muy bien de dónde proviene, cuál es su significado exacto, las infinitas connotaciones que posee…
Para escribir mi osado guión, yo me basé en Las afinidades electivas de Goethe, novela basada en el tratado químico (De attractionibus electivis) de un tal Torbern Bergman, un químico sueco del XVIII que pretendía una explicación de ciertas reacciones químicas. El tal Bergman buscaba la razón por la que, por ejemplo, si se pone un trozo de una tierra calcárea unida a un ácido débil en una solución diluida de ácido sulfúrico, éste toma la cal y el ácido débil se desprende de forma gaseosa. Goethe representa en su historia la atracción y la afinidad, el abandono y la unión, en forma de doble descomposición química. En una cruz dónde cuatro elementos químicos hasta entonces unidos dos a dos, entran en contacto, dejando su anterior unión para unirse de otro modo. Las afinidades empiezan a ser interesantes cuando producen separaciones…
La tierra calcárea, el ácido débil, el sulfúrico y las formas gaseosas son perfectamente sustituidos por personajes: Eduard, Charlotte, Ottilie y el Capitán.
Mi pretencioso y personalísimo homenaje a Goethe fue escrito con todo mi amor hacia él un invierno etílico y nublado bajo luz naranja, y rodado un verano de resacas y tempestades marcado por mi ausencia y un bonito tratado científico.
El fugaz rodaje de mis afinidades electivas, que observé de lejos y con unas enormes gafas de sol, el visionado posterior de esa cinta, y la incomprensión de ésta por parte de la audiencia, me llevó a la siguiente conclusión:
Es inútil pretender adaptarlo todo a imágenes. Es más conveniente dejar estas cosas por escrito. Los tratados químicos como los ensayos metafísicos. Las novelas brillantes deben permanecer intactas e inadaptables. Brillantes.
No existe casting posible para escoger a un Eduard o a una Ottilie. No existe secuencia que describa a un ácido débil desprendiéndose de forma gaseosa. Ni iluminación que ilumine soluciones diluidas de ácidos sulfúricos.
O, a lo mejor, sí, pero como decía la última frase de mi guión: No acostumbro a destrozar las novelas de las que hablo aquí.
Dejemos a los químicos poetas en paz.
Considerada desde la fatalidad, toda elección es ciega y conduce a la desgracia (Walter Benjamin).
Prácticamente al final de la película Martin (personaje principal) le dice a su amigo que si eso (lo que ha pasado) fuera una mala película de cine se llamaría El Vigilante Nocturno. Martin tiene toda la razón del mundo. Lo malo es que, efectivamente, eso que nos han contado es una mala película y se titula El Vigilante Nocturno. Un pestiño.
El argumento es previsible, muy previsible. Es verdad que es algo que arrastra desde siempre el género de suspense en cine. Se ve venir quién es el asesino y esas cosas. Pero, aunque muchos han defendido esta película desde que se estrenó, el danés Ole Bornedad (director) no logra disimular ni un elemento que pudiera dar pistas al espectador. El escenario en el que se mueven los personajes pasó en su momento (la película se estrenó en 1994) por ser asfixiante y gélido, el mejor de los posibles. Creo yo que un depósito de cadáveres, pasillos oscuros y las luces apagadas no son nada del otro mundo. Los personajes se perfilan desde lo inverosímil que es justo de lo que huye cualquiera que hace cine o literatura. También se dijo que el principal (Martin) era capaz de ser valiente y vulnerable, cuerdo y loco. ¿No es mejor utilizar dos personajes para presentar eso? Me parece un error presentar a un tipo soberbio y humilde. Se es una u otra cosa. Y los experimentos suelen ser un desastre.
Lo mejor de la película es el arranque. Un vigilante entrado en años deja su puesto por razones que no aparecen claras para que Martin lo ocupe. Todo queda en el aire. Esa es la única forma de tratar un tema como este. Contar todo es un error. Por tanto, la película va de más a menos. Crea unas expectativas que no se cumplen en ningún caso. Lo peor que puede pasar en una trama.
No merece la pena decir más. Es posible que si alguien decide echar un vistazo a la película pueda pensar que soy excesivamente crítico. Pero es que cuando se ha visto cine y te cuentan, una y mil veces, la misma cosa, te terminas aburriendo. Y lo que cuenta Bornedad ya me lo sabía desde que vi las primeras películas en el cine de barrio. Sólo otro punto de vista original y que aporte algo especial sirve. Lo de este danés no es el caso.
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