Me gustan muy poco las películas por las que se pasean los soldaditos con pinta de valientes, con cara de poder conseguir cualquier cosa si entran en combate, compañeros inolvidables de otros grandes soldaditos y patriotas grandiosos. Hacer patria (intentar hacerla) con estas cosas me parece bisutería pura. Lo peor es que de estas se filman cada año unas cuantas y, encima, algunas se convierten en éxitos clamorosos. Suelo huir cada vez que veo un casco, una ametralladora o lo que sea, pegados a una bandera (casi siempre norteamericana). Tengo poco tiempo para malgastar.
Sin embargo, con la película Black Hawk Derribado de Ridley Scott me pasa justo lo contrario. Regreso a ella cada cierto tiempo. No sólo porque narra un desastre militar descomunal, no sólo porque muestra lo que puede ser un grupo de personas aterrorizadas y desmoronado, no por eso. Detrás de la trama se puede ver un trasfondo muy interesante que implica a esa aldea global tan falsa como lesiva que nos venden a diario como si fuera la solución de continuidad para esta civilización que padecemos. Porque la aldea global integra a unos cuantos ricos. Los pobres siguen estando aislados con intenet, un mercado global o cualquier otro invento. Siguen siendo la cloaca global. Allí las guerras no se ganan ni se pierden. Son eternas. Y, desde luego, no podemos solucionar nada mientras no abramos los ojos y la mente. El desastre que enseña Scott es el que se produce en cada desencuentro cultural, es una hecatombe diaria. La secuencia que más me gusta ver de la película es esa en la que un grupo de vehículos blindados que recibe plomo para parar un tren y que suelta matando a todo lo que se mueve, está detenido. Antes de continuar, un hombre negro, con el cadáver de un niño ensangrentado en los brazos, cruza entre las máquinas de guerra completamente ausente. Ni se ocupa de mirar. Su mundo se acaba no más allá de ese niño muerto. Y los soldaditos que quieren ser héroes pensando que van a librar una gran batalla que salvará la humanidad. Qué cosas.
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