A finales de los años 40, Boris Vian escribió El Otoño en Pekín, una novela donde ni el otoño ni Pekín tienen la más mínima trascendencia. Tampoco la tiene que este texto lo esté escribiendo Sonia o lo esté escribiendo yo: de cualquier forma, será un cuento chino. En las paredes de mi casa, que es la misma casa donde Sonia podría estar escribiendo este texto, pero que yo les digo a ustedes que no lo está escribiendo Sonia sino que lo estoy escribiendo yo, me da últimamente por hacer pintadas. La pared azul añil que sustituyó al ocre que había hasta entonces y que pintamos una mañana de septiembre, emitía voces cada vez que pasaba por ella – y yo doy muchas vueltas, soy un gran paseante-, instándome a su rápida intervención. Una noche, después de vaciar dos botellas de champagne del caro, ya que Sonia y yo somos de gustos refinados, cogí la tiza.
El Emperador de la China.
Varios meses atrás llegué a la casa de Sonia, cuando casi no era mi casa, pero que después ya fue mi casa, vayan ustedes a saber cómo es la vida, con una botella roja y una película roja, ambas en ambas manos. Normalmente reniego de lo escénico, pero no así de lo operístico: la existencia es más dulce si se propician las situaciones adecuadas con el tono adecuado y, además, no puedo evitarlo.
Tengo que esperar a que acaben de dar las interminables campanadas de las doce del mediodía y se acabe el dichoso Ángelus con que me regalan día a día los feligreses cercanos para poder continuar.
Ahora.
Les iba a decir que Marco Polo, cuando realizó su tercer viaje a la China, le contó más de tres relatos al Emperador y que, entre ellos, relató el cuento del círculo de tiza, una versión italiana mucho más modesta que la que imperaba desde hacía siglos en el Cáucaso, pero que como el Emperador se tragaba lo que fuera con tal de que alguien le contara algo, surtió efecto.
Cuando cogí la tiza, me preparé a dibujar pues, un círculo blanco irregular –tengan en cuenta el champagne-, en la pared azul añil. Sonia contemplaba la escena desde el sofá naranja, que era mucho más naranja desde que compramos la aspiradora y, al pasarla la primera vez, comenzó a surgir el color como si saliera de una fábrica textil de un suburbio de Nanking.
El francés siempre ha sonado estupendamente, así que le dije en francés: ce n’est pas une image juste, c’est juste une image. Y la escribí.
Dos horas después de la escena que les contaba que sucedió meses atrás, cuando ya habíamos visto la película roja y, por supuesto, nos habíamos tomado el vino de la botella roja, comenzamos a imaginar la casa entera llena de pintadas, como las que salían en la película. Yo no paraba de cantar Mao, Mao y ella se reía porque decía que no había conocido jamás a nadie que cantara tanto.
Malditos burgueses maoístas. Dos semanas después de hacer la primera pintada, hice otra, esta vez con una frase de Walter Marchetti, aquel músico que estudió en Darmstadt con John Cage y que, en julio de 1964, un mes después de nacer yo, creó junto a Juan Hidalgo el grupo ZAJ (del que me comprometo a hablarles si en alguna otra ocasión Sonia me deja que le escriba un texto y lo firme ella).
La frase de Marchetti decía: Piense en una obra, pero no la escriba ni la ejecute jamás y pertenece a un catálogo que comienza así: Toda frontera (también las del arte, y en este caso, las de la música) es simplemente una línea que nos separa del terror. Precisamente por eso, toda frontera debe ser atravesada. Una leyenda china nos puede ayudar a comprender este terror del mito fronterizo…
Yo ya había visto un par de veces la película roja, pero me hizo mucha ilusión verla con Sonia, ya que nadie hasta el momento me había dejado pintar en su casa, al menos no de una manera tan cercana a la praxis marxista-rojo pasional.
La palabra burgués es anticuada, quizá por eso me guste. Las películas políticas, de las que me tragué algunos tostones en los últimos 70’, me parecen fascinantes, tan antiguas como la palabra burgués, tan retorcidas en su estética de partido comunista francés o griego o polaco, en salas de arte y ensayo o cine-clubs, hoy ya, deliciosamente demodés.
Películas chinas vi pocas, afortunadamente.
Un cuento chino.
Me gustan las cosas que hablan de otras cosas que están muy lejos y de las que se tiene sólo una leve imagen: no me gusta que los chinos me hablen de China, pero me encanta que un francés, que no es francés sino suizo, titule una película La china refiriéndose a alguien que ni es chino, ni vive en China, ni seguramente haya ido jamás allí.
Hace unos años, preparando un proyecto de cine con un amigo artista, le dije que se iba a titular: El final de un cuento chino. Como mi amigo me conoce tuvo la delicadeza y la no grosería de preguntarme el porqué de ese título.
Cuando era pequeño leí un poema de Rubén Darío, al que tenía en mucha estima sólo porque se llamaba igual que yo, que se titulaba Chinerías y Japoneserías. Delicioso, viniendo de alguien que no conocía Oriente. Las cosas son mejor así, yo, por ejemplo, jamás pienso ir a China.
La última frase que he escrito en la pared azul, hace un par de días, dice: Una mujer a la que siempre la sigue una orquesta, no debe temer por su banda sonora. La frase no es ni de Godard, como la primera, ni de Marchetti, como la segunda. Es mía, y tiene mucho que ver con este texto que tan gentilmente me está dejando Sonia escribir.
En 1967 yo tenía tres años y mi padre me contó que, una vez, había visto a un chino por la calle. Por supuesto, el chino tenía coletas, un sombrero triangular y unos dientes muy grandes, hacía reverencias y sonreía todo el tiempo, con las manos metidas en su chaqueta, de rojo intenso con ribetes dorados.
Ahora estoy mirando la pared, también azul añil -nos sobró pintura- con la que está pintada mi habitación y estoy pensando en coger la tiza y escribir parte de este texto (o el texto entero, o lo primero que se me ocurra) y llenarla, así que voy a ir terminando.
Cuando termine de lo que sea, si Sonia me deja, les mandaré unas fotos. También les podemos invitar a ver la película en casa, esta u otra que les guste, tenemos un montón.
Ah, sí, se me olvidaba.
El 4 de marzo de este año, alrededor de las 14,30 horas, un amigo al que invitaron a ir a Pekín a hacer una performance, pero que finalmente no fue porque no pagaban nada y tenía que buscarse hasta los billetes, nos hizo a Sonia y a mí una foto muy chula delante de la Abacería de San Lorenzo.
Cuando nos la enseñó nos acordamos inmediatamente de aquella tarde en que vimos la película roja y nos bebimos el vino rojo.
Me voy a un chino a comprar más tizas. Une minorité a la ligne revolutionaire correcte, c’est plus une minorité.
(La Chinoise, Jean Luc Godard, 1967). Texto cortesía de Rubén Barroso.
En 1997, Wong Kar Wai dirigió Happy Together una película basada en el relato titulado The Buenos Aires affaire y escrito por Manuel Puig. El título fue escogido ex profeso, repitiendo el que The Turtles había dado a su éxito de los años 60. De hecho, una versión de Frank Zappa se incluye en la película.
Debo reconocer que entre mis filias se encuentran las películas de Won Kar Wai. Los dramas los borda como nadie. Es difícil encontrar, hoy en día, a directores que construyan personajes como él lo hace, que dibuje mundos como él lo hace. En realidad, lo que digo no es más que parte de mi propia subjetividad, pero a mí siempre me alegra, me deja la sensación de ver buen cine.
Sus combinaciones son espectaculares, extrañas. Se imaginan una pareja de gays de Hong-Kong, con una relación amorosa espantosa, que marchan a Argentina para poder conocer las cataratas de Iguazú. Una película con una fotografía que parece más propia de las películas de los años 50-60, de la Nouvelle Vague que no de una película de finales de los 90, que se mueve a ritmo de tango y donde el amor entre dos hombres les va a llevar a su destrucción. Amar como la antesala de la destrucción. Una locura, es cierto, pero el mundo está lleno de locos que amaron y cavaron su propia fosa mental por amar lo que sabían que no debían. De esto es precisamente de lo que habla esta película.
Ho Po-Wing (Leslie Cheung) y Lai Yiu-fai (Tony Leung Chiu Wai) son la pareja gay de Hong Kong que mantienen una relación tormentosa. Una relación poblada de discusiones, desencuentros y odios viscerales que les lleva a dejar su relación cuando ya están en Argentina. Ante la falta de dinero para poder volver a Hong-Kong, Lai Yiu-Fai encuentra trabajo como portero de una discoteca.
Ho po-wing, reaparece en la vida de Lai tras recibir una paliza. Durante el tiempo que han estado separados, el primero se ha dedicado a la prostitución. Pero Lai no puede vivir sin Ho. Aparece de nuevo en su casa, pidiendo que le ayude. Le recoge e intenta volver a retomar su relación. Los dos lo intentarán, sobre todo Lai quien realmente ama a Ho.
Lai cuidará de Ho mientras este se recupera, le aseará, le dará de comer, lo atenderá mientras trabaja. Le dedicará hasta su último esfuerzo, mientras que Ho, no mostrará más que una total soberbia y desinterés por Lai comportándose como un tirano al que deben complacer. Pero Lai, pese a todo, intentará complacer a Ho. Sin embargo, la sombra de los celos y las suspicacias planearan constantemente sobre ellos y, finalmente, volverán a romper una relación que no se sostiene. Lai conocerá, en su trabajo a Chang, un hombre amable y cariñoso, el contrapunto a Ho. Los sentimientos de ambos, de Lai y de Chang, se mezclaran hasta el punto que Chang empezará a dudar de su propia condición sexual.
Sidney Lumet escribió el guión de la película Antes que el diablo sepa que has muerto. También la dirigió, claro.
Un título magnífico. La película, aunque con zonas de exposición muy interesantes, no tan magnífica como ese título.
Lumet cuenta algo que ya han contado otros. Un millón de veces, más o menos. Dos hermanos se encuentran en apuros económicos. Finalmente deciden atracar una joyería de Wetchester (Nueva York). Es el establecimiento de sus padres. Un golpe fácil y limpio que se convierte, por supuesto, en un infierno. Todo se va desarrollando dibujándose el peor de los escenarios posibles para los personajes.
El mayor de los hermanos, papel interpretado por Philip Seymour Hoffman, es un ejecutivo de éxito, adicto a la heroína y desastroso en su relación matrimonial. Un personaje que todo lo tiene y todo lo pierde. Es el que trama el plan, es el que se lo propone a su hermano y deja que sea él quien lo lleve a cabo. Se dibuja (como el resto de personajes) a base de retales que terminan siendo un traje mal cortado. Pero traje al fin y al cabo.
El hermano pequeño (Ethan Hawke) es pusilánime, fracasado, desastroso como padre y marido. Este es adicto al sexo. Sobre todo con la mujer de su hermano. Un personaje que nada tiene y nada puede perder aunque tampoco quiere o puede tener. Mete la pata de cabo a rabo destrozando un plan que debería haber sido perfecto.
Albert Finney es el padre de las criaturas. Siente cierto desprecio por su hijo mayor. Y cierta predilección por el pequeño. Se convierte en una fiera a medida que la trama avanza. Un personaje que lo tuvo todo y que le importa un bledo perder hasta los calzoncillos. Su vida deja de tener sentido.
La esposa del hermano mayor y amante del pequeño es Marisa Tomei. Este es un personaje que pudiera parecer que sobra. Nada más lejos de la realidad. Tampoco aparece para iluminar alguna motivación de los principales. No. Es autónomo y bien interpretado por Tomei. Es el personaje que tiene todo prestado, que no es nada por esa razón.
Pues bien, con estos personajes y estos actores, Lumet monta una película que se queda a medio camino. Intenta, avanzando y retrocediendo en el tiempo, ser original. No lo consigue, claro. Y no lo consigue porque eso también está hecho hace un siglo por muchos, pero, sobre todo, porque fragmentar la trama de ese modo no aporta nada a la narración. Hace trocitos la película y los ordena de modo que el espectador va encajando las piezas del puzle para saber lo que pasa. Repite escenas incompletas para lograr cierta coherencia narrativa y facilitar la labor de reconstrucción al espectador. Pero no consigue nada más que eso. No modifica el punto de vista en ningún momento (eso hubiera sido ideal para que los personajes mostraran su forma de ver y crecer tomando forma) sino que modifica la focalización en la narración. Por eso alguien que se pregunte sobre lo que ve no terminará de entender ni de justificar la acción. Dicho de otro modo, quedan muchos cabos por atar, no en desarrollo y final de la trama, sino en su justificación y en la motivación personal de cada uno de los personajes.
Parece mentira que con el presupuesto que manejan algunos y con la experiencia que arrastran cometan errores de esta envergadura. En cualquier caso, la película se deja ver. Incluso el espectador poco exigente puede disfrutar de lo lindo. A mí no me importaría volverla a ver. Si tengo un par de horas libres lo haré.
Parece que en este blog hemos cogido carrerilla y nos hemos animado a hablar de cine porno. A mí me parece bien, existe una gran producción de cine con alto contenido sexual y no podemos ignorar que tiene una gran cantidad de seguidores, mayoritariamente masculinos, dispuestos a disfrutarlo. Y sí, he dicho masculino porque se diga lo que se diga la sexualidad masculina y la femenina son distintas, ni mejores ni peores sólo distintas, y la mayoría de películas están dirigidas a un público eminentemente masculino.
La industria del porno tradicional ha estado centrada, básicamente, en el público masculino, obviando a todo un sector de potenciales espectadores con igual interés por lo sexual.
Por lo general, las películas porno tiene una estética horrorosa, unos actores más horrorosos todavía y una falta de argumento que acompañe lo visual que tumba de espaldas. Por lo general, la mujer no es protagonista de nada sino que es una simple herramienta, son prototípicas, enfermeras cachondas, adolescentes ardientes, o pendones desorejados en bolas y calzadas con unos monumentales stilletos y nada más. Simples objetos que serán hartamente penetradas sin contemplación, con orgasmos descomunales e inconmensurables felaciones.
A las mujeres también nos puede gustar el porno, pero no el porno que hasta el momento se ha venido produciendo. Como dice la directora Erika Lust, el porno debe abrirse a las fantasías femeninas, a sus deseos y a su intimidad. La revolución femenina está llegando al cine pornográfico. Por eso, porque alguien ya piensa así, empieza a ser posible encontrar buen cine porno donde las historias, porque la hay, la contemplan mujeres reales, con hombres que las tratan como tales, donde la estética y una cuidadísima fotografía hacen, por fin, que el porno ese que contiene escenas de sexo explicito, también pueda interesarnos y mucho.
Gigante es una de esas pocas películas que de pequeña me dejaron ver en casa porque los besos eran castos, no había cadáveres, y aunque lo largo de tres horas de peli y de un montón de idas y venidas, los hijos de Jordan y Leslie Benedict sacaban los pies del plato con los típicos conflictos generacionales y cambios sociales de la época, lo cierto es que Jordan acababa aceptando que su primogénito no quisiera ser ranchero y se casara con una medio mulata, su segunda hija hiciera lo propio con el hijo de un vecino que tampoco apuntaba muy alto, y la pequeña que era la más díscola pasara de casarse y se fuera a no sé dónde a estudiar moda, una profesión para señoritas. Al final se trataba solo de una familia unida que permanecía unida. Los hijos se pasaban pero no mucho, la codicia acababa teniendo su precio, los buenos ganaban siempre y allí no había trampa ni cartón.
Mamá tenía predilección por esa peli. El día que ponían Gigante nos preparaba unos sandwiches vegetales de tres pisos de lechuga, tomate, huevo duro, espárragos y mayonesa y un batido de fresa de medio litro por cabeza que podíamos tomar en el salón en pijama y con manta. “Ya veréis qué bonita. Os va a encantar, y lo guapísimo que está Rock Hudson cuando va a comprar un caballo a casa de Elizabeth Taylor y acaba perdiendo el tren de vuelta porque se enamora de ella”. Mamá si ya lo sabemos, nos lo dices todas las veces. Pero ella nada, le daba igual. Igual que cuando ponían Testigo de cargo, nos reventaba siempre el final. “No lo ha matado, lo ha ejecutado” decía dos segundos antes que Charles Laughton para demostrarnos que se lo sabía de memoria.
En Gigante menos mal, no se sabía los diálogos pero nos contaba veinte veces lo de que James Dean era tan inadaptado como en la peli, y que por correr como un loco se había matado en un accidente de coche durante el rodaje y que tuvieron que sustituirle por un doble que hacía como que era James Dean pero no era, y ya en casi todas las escenas le sacaban de lejos y con gafas de sol, para disimular. Yo estaba enamorada de Rock Hudson desde los primeros cinco minutos, y mis hermanas mayores me decían que Rock Hudson era un tortolito y yo un pichón, y que el guapo de verdad era James Dean haciendo de Jett Rink. Mis hermanas eran idiotas. Rock Hudson era tan alto que daba los besos de arriba abajo, porque además lo que se estilaba era que las mujeres fueran pequeñitas, como menudas, para que se notara mucho la diferencia entre ambos y quedara claro quién era el hombre, como en “Lo que el viento se llevó”, que para la escena con Vivien Leigh cuando Clark Gable la conduce hasta el camino hacia Tara con el fondo del cielo rojo, tuvieron que abrir zanjas para que Escarlata caminara por ellas y hubiera más diferencia de altura entre los dos. Eso con Rock Hudson no hubo que hacerlo. Era alto como una torre y tenía una sonrisa con hoyito que me gustaba bastante más que la de el Capitán Butler, que se lo tenía creidísimo.
A papá también le gustaba Gigante porque le encantaban las películas de vaqueros y los ojos violetas de Elizabeth Taylor.
En Gigante aprendimos que en el Sur de Estados Unidos los blancos echaban a los negros de los bares a patadas, aunque papá nos dijo que cuando él había estado en San Antonio de Tejas había aterrizado una noche en un garito donde por poco sale trasquilado, así que la cosa parecía que funcionaba en las dos direcciones según el antro, pero la peor parte se la llevaban los negros, eso estaba claro.
Al final nos íbamos a la cama a las tantas, después de recoger los restos del naufragio y de preparar los uniformes con la sensación de que habíamos visto una peli de mayores.
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