Lo grandioso es poco amigo de lo importante. Cuando algo grande, descomunal, acompaña una historia (por importante que sea) suele pasar que se termina viendo eso, lo enorme, quedando oculto el resto. Si eso que no se ve es lo fundamental, el problema es más que grave.
Un ejemplo. Tenemos un personaje al que ponemos ante situaciones límite secuencia tras secuencia. Accidentes, incendios, una explosión, lo que quieran. ¿Qué tenemos finalmente? Pues de todo menos al personaje. La acción se lo come sin remedio. Y, como da la casualidad de que tanto el cine como la literatura son el personaje y lo demás, tenemos como resultado un conjunto de escenas tan deslumbrantes como huecas. Sólo eso. Un desastre.
Alejandro Amenábar debería saber esto. Es más, creo que lo tiene muy claro. Pero una buena cantidad de millones de euros, las presiones de la productora y no sé qué más cosas, le han llevado (al menos eso parece después de ver la película) a rodar una serie de escenas muy espectaculares, con un despliegue técnico notable, muchos extras yendo de aquí para allá, violencia a cada paso y cosas de este tipo. Todo muy taquillero. Todo muy vacío.
Ágora cuenta la historia de cómo los cristianos se fueron haciendo sitio sacudiendo leña a todo lo que se ponía por delante (menudo descubrimiento), cuenta la historia de cómo un tipejo violento y mostrenco se convirtió en santo de la noche a la mañana gracias al fanatismo de los obispos de la época (otro gran hallazgo), cuenta la historia de unos paganos que, también, se liaban a guantazos en cuanto podían en nombre de sus dioses (quizás lo que Amenabar quería contar es que todos somos iguales lo que sería una auténtica novedad para el ser humano), cuenta la historia de la liberación de los esclavos gracias a unos cristianos que necesitaban de ellos para que lo suyo prosperase (bueno, bueno, bueno, impresionante). Y de paso, cuenta la historia de una mujer que pensaba, que amaba la ciencia, que murió por ello. Y el desastre cultural que supuso la aparición de un cristianismo demoledor que arrasó con toda forma de pensamiento distinto al suyo. Sin ninguna emoción a pesar de contar con Rachel Weisz que interpreta su Hipatia como puede.
Cuenta todo esto de forma espectacular. Estatuas que caen haciéndose añicos, edificios incendiados, encerronas de unos a otros que acaban en masacre. Y, de paso, cuenta la historia de esa mujer. Hagan una prueba. Cronometren los minutos de guantazos. Lo restan al total y tendrán el tiempo dedicado a lo demás. Amenábar juega a contar una cosa cuando, en realidad, cuenta otra. Lo hace justo al revés. Y eso convierte la película en una cosa bastante normalucha. Muy taquillera, pero normalucha.
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