Eres el mejor amante que he tenido, dice Sonja a Boris. Será porque practico mucho cuando estoy solo, contesta él. Yo no quiero casarme nunca. Lo único que quiero es divorciarme, exclama Sonja cuando le piden matrimonio. La última noche de Boris Grushenko (Love and Death) es la primera película que el que escribe pudo ver de Woody Allen. Fue en un cine de barrio; Cine Granada se llamaba. En aquella época, una señora que apareciera en la pantalla con algo de ropa menos de lo normal hacía que la película se clasificase como para mayores de 18 años. Yo no los había cumplido. Tuve que hacer algo para poder pasar en la sala de forma ilegal. No sé si puse cara de circunstancias, me puse de puntillas, encendí un cigarro delante del portero con gesto de hombre duro o me jugué todo a una carta sin hacer ridiculeces y coló la cosa por compasión de aquel tipo a la que le daba lo mismo ocho que ochenta. El caso es que entré en aquella sala. Subí al gallinero y descubrí a Allen. Aún me emociona recordar todo esto. No paré de reír. Quizás es el primer recuerdo que tengo riendo con una película para adultos. La escena en la que Boris (Woody Allen) y Sonja (prima de Boris, esposa de Boris, interpretada por Diane Keaton) se encuentran con un español que quiere visitar a Napoleón en Moscú y se lían a botellazos entre ellos, es una de las cosas más divertidas que he visto en mi vida. Así lo viví y así lo quiero recordar. No he vuelto a ver esa película. Me pasa lo mismo que con algunas novelas. Prefiero dejar así las cosas porque estoy seguro que estropearía el recuerdo por la vejez de la película, por la mía propia, porque temo que me parecería mucho más floja que el poso que dejó. Prefiero recordar a Boris bailando alrededor de la muerte, convertido en proyectil humano, hablando de metafísica cuando la cosa debería ser mundana, siendo un cobarde redomado. Prefiero recordar la película como un disparate divertidisimo en la que Napoleón es una pena de hombre, la muerte un coñazo y la literatura rusa algo de lo que uno puede reírse sin cometer un gran pecado (esa mezcla entre lo profundo y lo más cotidiano que forma en su conjunto un universo completo y perfecto, pero no intocable).
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